Otro elemento que no puede estar ausente es la existencia de un daño que derive de la conducta antijurídica del agente o causante. Ello implica que quien lo reclama haya sufrido un perjuicio que puede ser moral o patrimonial, pese a que sólo el primero ha sido expresamente admitido por la legislación. Mientras los daños derivados del hecho ilícito constitutivo de la causal del divorcio son inmediatos, puesto que tienen una conexión causal de primer grado; los derivados del divorcio en sí son mediatos, ya que resultan solamente de la conexión de un hecho con un acontecimiento distinto.
El daño patrimonial debe ser cierto, sin que sea suficiente el daño eventual. Esa certeza debe probarla, lógicamente, quien lo invoca. En lo concerniente al daño moral, éste también debe cumplir con aquel requisito.
Aun cuando sea posible presumirse como consecuencia del hecho ilícito, salvo demostración de una situación objetiva que lo excluya, parece que si no se trata del daño derivado del hecho ilícito en sí, sino del divorcio, requiere la demostración de las circunstancias que lo configuran[1].
Según expresa Plácido[2]:
Los daños causados son subjetivos con consecuencias personales como extrapersonales o patrimoniales. Las consecuencias personales están referidas al daño moral o la aflicción de los sentimientos, al daño al proyecto de vida matrimonial y, en no muy pocas ocasiones, se puede presentar el daño psicológico o pérdida, de diversa magnitud, del equilibrio psíquico que asume un carácter patológico.
El daño material o patrimonial, en la gran mayoría de los casos, será de menor entidad que el daño moral.
La imputabilidad
La conducta antijurídica que ha desencadenado un daño moral o uno patrimonial ha de ser imputable a su autor. Por la naturaleza de las relaciones matrimoniales y, en general, de todo el Derecho de Familia, sería absurdo plantear que el factor de atribución de la responsabilidad corresponda a un sistema distinto al subjetivo. ¿Cómo podríamos siquiera pretender ubicar a la responsabilidad civil derivada del divorcio dentro del sistema objetivo del riesgo creado?
No cabe, por tanto, otro sistema distinto al subjetivo y, por ende, es de aplicación el artículo 1969 del Código Civil.
Mosset Iturraspe[3] no sólo excluye la responsabilidad objetiva sino que, además, excluye la subjetiva por culpa; admitiendo de esa manera sólo el dolo como factor de atribución de la responsabilidad. Afirma que los hechos antijurídicos que corresponden a las causales de divorcio son conductas queridas y deseadas por su autor y no simples descuidos o abandonos en el obrar.
Belluscio y Zannoni[4], en cambio, admiten excepcionalmente, al igual que Barbero, las acciones culposas no dolosas. Como ejemplo mencionan las injurias dichas sin animus in iuriandi, pero que suponen conductas que son incompatibles con los deberes conyugales.
Así como debe tenerse en cuenta la existencia del dolo y de la culpa, también es imprescindible fijar el mayor o menor grado de uno o de otro.
Este elemento, junto con la gravedad del daño causado; analizado sobre la base de las circunstancias que le sirven de contexto, no puede ser pasado por alto por el juzgador que debe procurar, en cada momento, armonizar los principios generales de la figura de la responsabilidad civil, con los rasgos peculiares de la vida de pareja.
Lo
difícil y complejo de las relaciones conyugales determina, por consiguiente, la
necesidad de adecuar la culpa y el dolo a situaciones graves, que no sólo
comporten la violación de los deberes matrimoniales y un daño correlativo.
Será, entonces, labor del juez determinar si en el caso concreto, además de la
sentencia del divorcio y de sus consecuentes efectos punitorios; si se trata de
un divorcio por culpa de uno de los cónyuges; el cónyuge inocente debe ser
resarcido.
[1] BELLUSCIO, Augusto y Eduardo ZANNONI. Op. cit., pp. 34 y 35.
[2] PLÁCIDO, Alex F. Op. cit., p. 124.
[3] Citado por TRIGO REPRESAS, Félix A. Derecho de Daños. Op. cit., p. 656.
[4] BELLUSCIO, Augusto y Eduardo ZANNONI. Op. cit., p. 28.