De los cuatro elementos que forman la base para la mejora continua de la calidad, la cultura (junto con los métodos, el dinero y las personas) ha sido el menos valorado y sin duda también el menos comprendido. Este olvido es ciertamente paradójico, toda vez que parece ser el mayor pozo de acciones de mejora. Una explicación razonable que se ha manejado es que la mayoría de las decisiones de calidad se toman diariamente en el ámbito de planta, oficina o punto de venta por los empleados. De ahí que se haya empezado a pensar, más recientemente, que los empleados han de convertirse en el eje del proceso de mejora, y que la dirección debe impulsar proyectos de cambio de su forma de pensar a fin de que interioricen la calidad como un hábito de pensamiento y trabajo.
La orientación cultural en Gestión de la Calidad tuvo como primera fuente de inspiración los desemejantes resultados alcanzados con la introducción de círculos de calidad en Japón y Occidente. La explicación más satisfactoria que se ha manejado es que la implantación de tales innovaciones organizativas de modo aislado en empresas sólo puede cuajar si la cultura de la empresa es propicia. La simbiosis que Deming (1986) vivió con la experiencia japonesa puede explicar su insistencia en que la implantación de su método implicaba cambiar la cultura de la organización.
A partir de esta idea, la orientación cultural se desarrolla durante los años 80 y 90. Su postulado central es que el progreso hacia enfoques más eficaces de Gestión de la Calidad pasa por el cambio cultural, desarrollando una nueva cultura de la calidad. La cultura de una organización habla de cómo una empresa elabora sus productos o presta sus servicios. Por ello, se empieza a asumir que los valores que una organización abraza explican en cierta medida su desempeño (Fairfield-Soon, 2001: 43). Una amplia corriente de trabajos empieza entonces a identificar el conjunto de valores que caracterizan a las empresas excelentes, uno de ellos centrando su atención sólo en la cultura corporativa y otros desvelando simultáneamente su perfil cultural-estructural-estratégico.
Quizás, la aportación pionera donde se defiende que el cambio de las organizaciones sólo es posible modificando su cultura y el sistema de valores, creencias y actitudes de sus empleados es la de Bennis (1969). Su trabajo señala que el comportamiento de las personas está guiado por dicho sistema, de modo que si la dirección desea cambiar el comportamiento organizativo deberá concentrarse primero en cambiar los valores subyacentes de sus miembros. Este autor insiste igualmente en el advenimiento de la que llama «sociedad transitoria» (Bennis y Slater, 1968), cuyos cambios constantes requieren una organización capaz de adaptarse a cambios siempre temporales. Pieza central de esta organización debería ser la formación de los empleados para desarrollar creencias, actitudes y valores que los hagan capaces de responder flexiblemente a los cambios del mercado y a nuevos retos sociales y tecnológicos. Sus llamadas a una dirección del cambio basada en valores y a un proceso de aprendizaje perpetuo han anticipado elementos cruciales de la GCT.
William Ouchi (1981) sistematiza las diferencias culturales entre las prácticas de gestión japonesas y norteamericanas en su famosa Teoría Z. Otro trabajo reseñable que inaugura esta preocupación por las variables blandas, intangibles o «software» es In Search of Excellence: Lessons from America’s Best-Run Companies, publicado por Peters y Waterman en 1982. Su famoso esquema McKinsey 7-S intentaba explicar la competitividad de una empresa a partir de siete variables, dos de ellas referidas al hardware de la organización (la estrategia y la estructura) y otras cinco referidas al software (a saber, estilo de dirección, sistemas, personal, destrezas y valores compartidos). No es en absoluto casual que la cultura de la organización constituya la médula del esquema. Los resultados identificaron una serie de atributos que caracterizaban a las empresas excelentes, entre ellos: la proximidad al cliente (escucha regular del cliente para comprender en profundidad sus necesidades y ofrecerle niveles incomparables de calidad, servicio y fiabilidad), autonomía e iniciativa (apoyando la creatividad de todos los empleados, clave para la mejora continua) y la productividad contando con las personas (que implicaba considerar al personal como la fuente fundamental para la mejora de la calidad y la productividad). Uno de los rasgos de las compañías norteamericanas excelentes sería su obsesión con la calidad y la fiabilidad, que formarían parte de los sistemas de valores y de la estrategia de estas organizaciones. Entre los ejemplos de las firmas excelentes por este aspecto, Peters y Waterman citan a Caterpillar («garantizamos la entrega de cualquier pieza en 48 horas en cualquier lugar del mundo»), McDonald’s («calidad, servicio, limpieza y valor»), Maytag («operaciones libres de problemas durante 10 años»), Holiday Inn («sin sorpresas») o Procter & Gamble («una reverencia por la calidad»).
El mismo año Deal y Kennedy publican Corporate cultures: The rites and rituals of corporate life, que aporta nuevas ideas altamente convergentes con algunos postulados básicos implícitos al CWQC. Analizando aquellas organizaciones que manifestaban tener un sistema de creencias claramente articulado, hallaron que las firmas con culturas fuertes y bien articuladas gozaban de un desempeño superior a largo plazo. Esta evidencia empírica es consistente con la orientación sistémica y la responsabilidad compartida de dicho enfoque de Gestión de la Calidad.
Ambos trabajos despiertan un aluvión de investigaciones sobre la cultura corporativa y el cambio de la cultura organizativa a fin de desarrollar culturas corporativas más fuertes. Las herramientas para el cambio cultural que han ido surgiendo han tenido un éxito dispar. El misterio sobre las razones por las que el cambio cultural no siempre es exitoso acaba desvelándose en 1992 con el estudio publicado por Kotter y Heskett titulado Corporate culture and performance. La clave de la sostenibilidad en el tiempo de las organizaciones con culturas fuertes estriba en su adaptabilidad y habilidad para el cambio constante, mientras que las firmas que cayeron en la complacencia o la arrogancia vieron debilitarse su desempeño y degradarse en culturas débiles. Es inevitable pensar en la convergencia de este resultado con el principio de mejora continua que ha impregnado el movimiento por la calidad desde los años 60.
Otro estudio que merece la pena glosar, como referente para el inicio de la orientación cultural en calidad, es el de Collins y Porras Built to last: Successful habits of visionary companies (1994). Se reafirma aquí que tener un conjunto de valores corporativos compartidos que han permanecido intactos en el tiempo constituye un factor central para el éxito organizativo. La dirección empieza entonces a convencerse de la necesidad de crear una cultura organizativa compartida y mantenida en el tiempo, en la cual principios nucleares de la Gestión de la Calidad como la mejora continua y la responsabilidad compartida sean puntales inexcusables.
Otra corriente de aportaciones insiste en la trascendencia de la influencia cultural al nivel de los grupos, y concretamente en el desempeño de los equipos. La investigación sobre las pautas culturales de los equipos que rinden y los que no (como, por ejemplo, Hackman, 1990; Katzenbach y Smith, 1993; Mohrman, Cohen y Mohrman, 1995) reveló que los equipos de alto rendimiento comparten siempre unas normas, tales como el desarrollo de objetivos compartidos, la responsabilidad mutua por los resultados o el liderazgo compartido. El trabajo en equipo, según este patrón, quedará desde entonces fijado como rasgo básico de la Gestión de la Calidad Total.
Más recientemente, se ha empezado a insistir en la importancia del desarrollo de la capacidad de aprender de los miembros de la organización con vistas a la mejora continua. En la medida en que las innovaciones en la Gestión de la Calidad no han cesado, incorporando sistemas cada vez más sofisticados como Six Sigma o paquetes informáticos, se ha puesto de relieve que hacer bien las cosas no es suficiente. Sólo aquellas organizaciones cuya cultura recompense la pasión por el aprendizaje y por construir sistemas de conversión de la información en conocimiento de trabajo sobrevivirán a largo plazo (Baldrige National Quality Program, 2000).
Actualmente, el enfoque humano se basa en una concepción de la calidad como satisfacción al cliente, tanto interno como externo. Las aportaciones de esta aproximación han supuesto un aumento de la importancia de los recursos humanos y de la cultura organizativa en la implantación de la Gestión de la Calidad. Elementos como motivación, formación, trabajo en equipo, círculos de calidad, equipos de mejora, empowerment y estímulo del aprendizaje y la mejora continua, son la consecuencia de la aplicación de esta visión de la calidad.
César Camisón; Sonia Cruz; Tomás González (2006). Gestión de la Calidad: conceptos, enfoques, modelos y sistemas. PEARSON EDUCACIÓN, S. A.