La autonomía privada (o, para otros, la autonomía de la voluntad) constituye el principio fundamental sobre el cual se asienta el Derecho Privado en general y el Derecho Civil en particular. Mediante la misma los privados pueden regular intereses de la forma en que la consideren pertinente siempre que no contravengan normas imperativas, el orden público y las buenas costumbres.
Más allá de aquellos límites son libres de regular sus relaciones como lo prefieran.
En tal sentido, será lo que los mismos establezcan lo que deberá primar siempre, salvo que hayan transgredido un límite como los antes señalados. En dicho sentido, el artículo 1356 del Código Civil prescribe que “[l]as disposiciones de la ley sobre contratos son supletorias de la voluntad de las partes, salvo que sean imperativas”. Teniendo en cuenta aquello, la ley solo entrará a regular las relaciones entre las partes cuando los mismos no hubieran pactado nada de manera expresa o cuando con su regulación se viole una norma imperativa, tal como señala el artículo en mención.
En su primera función, se dice que la ley tiene un carácter supletorio respecto de lo pactado en el contrato, al entrar a regular solo en caso de vació de regulación de los propios privados. Es usual confundir a las normas supletorias, las cuales, como su nombre lo indica, tienen como función principal cubrir los vacíos dejados por los particulares, con las normas dispositivas.
Aquello parte del error de no tener en claro que la contraposición entre las normas no es de normas supletorias versus normas imperativas sino que las primeras de las mismas se contraponen a las normas interpretativas, las cuales no sirven para suplir los vacíos del contrato sino para a través de sus propias disposiciones interpretarlo, y las segundas a las normas dispositivas. Una norma dispositiva es aquella que puede ser dejada por las partes al momento de vincularse.