DICCIONARIO CIVIL (LETRA A)

ABANDONO

Por abandono, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua en­tiende: “Renuncia, sin beneficiario determinado, con pérdida del do­minio o posesión sobre cosas que recobran su condición de bienes nullius o adquieren la de mostren­cos”. El abandono no es sino una específica modalidad de renuncia. Entendida esta como causa de extin­ción de los derechos reales, aquella es suficiente para extinguir los dere­chos reales limitativos del dominio, en cambio, no basta con ella sola para extinguir la propiedad: es im­prescindible la renuncia seguida del abandono o desposesión de la cosa para que la renuncia de la propiedad sea eficaz. En consecuencia, el aban­dono no es sino un plus o elemento añadido a la renuncia, necesario para que por esta causa pueda extinguir­se válidamente el derecho real de propiedad.

De este modo, cuando se habla de renuncia se hace referencia a una de las varias causas de extinción de los derechos reales, y cuando se habla de abandono se hace referencia a la eficaz renuncia del derecho de propiedad.

Conforme ya se indicó, el abandono no es más que un elemento añadido para el caso de la renuncia sobre el derecho de propiedad. Mientras en los demás derechos reales basta la renuncia (es decir, la mera declara­ción de voluntad no recepticia) para su extinción, en cambio en la propie­dad, es imprescindible el abandono o desposesión para que se produzca la pérdida del derecho.

En el Derecho romano, la pérdida de la propiedad por abandono tenía lugar por un negocio jurídico que se llamaba “derelictio”, término que permitía a su vez fijar los dos re­quisitos que se venían exigiendo co­múnmente para su validez: animus derelinquendi (voluntad o intención de abandonar) y corpus derelictionis (abandono de la posesión o despo­sesión). Aunque en un plano teórico no es fácil comprender por qué dar un tratamiento distinto al dominio y al resto de derechos reales en orden a su extinción por renuncia de su titular, ello sí tiene sentido en la práctica, ya que, en el supuesto de que el dueño renunciara, sin llegar a despojarse de la cosa, le bastaría la voluntad de ocuparla para vol­ver a ser su dueño, siendo así que tendría en todo caso la decisión de extinguir el derecho en sus propias manos. Es preferible esperar por lo tanto a que se desposea para que la renuncia a la propiedad cobre efica­cia. Por el contrario, en los derechos reales limitativos de la propiedad o sobre cosa ajena; como la renuncia revierte su contenido en el dueño–, las facultades que se desgajaron del dominio para integrar el ius in re aliena pasan, con la renuncia sobre este, de nuevo al propietario.

 

ABUSO DE AUTORIDAD

El abuso de autoridad constituye un delito tipificado en el artículo 376 del Código Penal, que asume relevancia jurídica en el ámbito civil en virtud de lo establecido en el artículo 414 del Código Civil:

“En los casos del artículo 402, así como cuando el padre ha recono­cido al hijo, la madre tiene dere­cho a alimentos durante los se­senta días anteriores y los sesenta posteriores al parto, así como al pago de los gastos ocasiona­dos por este y por el embarazo. También tiene derecho a ser in­demnizado por el daño moral en los casos de abuso de autoridad o promesa de matrimonio, si esta última consta de modo indubita­ble, de cohabitación delictuosa o de minoridad al tiempo de la concepción.

Estas acciones son personales, deben ser interpuestas antes del nacimiento del hijo o dentro del año siguiente; se dirigen contra el padre o sus herederos y pue­den ejercitarse ante el juez del domicilio del demandado o del demandante”.

Al parecer, lo que la norma regula es el resarcimiento del daño moral a favor de la madre que se ve afec­tada como consecuencia de haber mantenido relaciones sexuales con determinada persona con ocasión de la comisión del delito de abuso de autoridad; y cuando producto del mantenimiento de estas relaciones nace un menor.

Conforme el ya citado artículo 376 del Código Penal, el delito de abuso de autoridad se encuentra regulado del siguiente modo:

“El funcionario público que, abu­sando de sus atribuciones, co-mete u ordena un acto arbitrario que cause perjuicio a alguien será reprimido con pena privativa de libertad no mayor de tres años.

Si los hechos derivan de un pro­cedimiento de cobranza coacti­va, la pena privativa de libertad será no menor de dos ni mayor de cuatro años”.

Para que se configure un caso de abuso de autoridad, la conducta ilícita debe guardar relación con el cargo asumido, esto es, presupone el ejercicio de la función pública dentro de las facultades conferidas por el ordenamiento jurídico vigen­te, por lo que en estos casos, dicho precepto debe ser integrado con las normas de otras ramas del Derecho Público que fijan las funciones de los órganos de la Administración Pública y, consiguientemente, de­terminan la forma y los límites den­tro de los cuales puede el funciona­rio ejercitarlas lícitamente.

Por su parte, el artículo 376-A es­tablece un tipo penal derivado, donde el abuso de autoridad consti­tuye el elemento central. Así, la re­ferida norma consagra el delito de abuso de autoridad condicionando ilegalmente la entrega de bienes y servicios:

“El que, valiéndose de su condición de funcionario o servidor público, condiciona la distribución de bienes o la prestación de servicios corres­pondientes a programas públicos de apoyo o desarrollo social, con la fi­nalidad de obtener ventaja política y/o electoral de cualquier tipo a fa­vor propio o de terceros, será repri­mido con pena privativa de libertad no menor de tres ni mayor de seis años e inhabilitación conforme a los incisos 1 y 2 del artículo 36 del Có­digo Penal”.

 

ABUSO DEL DERECHO (EJERCICIO ABUSIVO DEL DERECHO)

El abuso del derecho, o mejor dicho el ejercicio u omisión abusiva del derecho [subjetivo], es un principio general del derecho que atraviesa por dos momentos, uno fisiológico y otro patológico. En el primero, el abuso del derecho es un límite impuesto al ejercicio del derecho subjetivo. A diferencia del segun­do, en donde el abuso del derecho se asimila a los principios generales de la responsabilidad civil (cuando se produce un daño o hay amenaza del mismo) o bien a las reglas de la ineficacia (cuando nos encontramos frente a una pretensión procesal abusiva).

En efecto, el abuso del derecho sur­ge como una reacción jurispruden­cial frente a la dogmatización del derecho subjetivo, convertido hoy, si lo analizamos en su momento fisio­lógico, en un Principio General del Derecho. De igual modo, estamos en el escenario del abuso del derecho, cuando se realizan actos o se omiten que exceden los límites previstos de la norma que reconoce determinados derechos; este exceso se traduce en un mal uso del derecho que el or­denamiento jurídico reconoce, oca­sionando un desamparo de parte del sistema jurídico en general. Afecta también a las normas generales de convivencia social creando, por ende, una situación de injusticia.

El ser titular de una prerrogativa significa que el derecho subjetivo atribuido está condicionado a ciertos deberes. Entonces, el abuso constitu­ye una inobservancia de tales debe­res que tiñen el acto o la omisión de una ilicitud muy particular, ya que con el comportamiento defectuoso se lesiona un interés no tutelado por la norma jurídica específica.

Además del incumplimiento de los deberes que van aparejados a los derechos en cada situación jurídica, el acto abusivo desconoce la estruc­tura bidimensional del ser humano. Se orienta, sin más, a satisfacer los apetitos personales que lesionan la confianza de los terceros; por ende, es contrario al valor solidaridad.

No importa que se tenga o no una in­tención dolosa o deliberada de causar daño con el acto irregular. El abuso debe apreciarse objetivamente; el juez debe indagar el acatamiento o no de los deberes que correspondían al titular de los derechos.

Cabe anotar que el acto que se cali­fica como abuso del derecho es un acto en principio lícito, es decir, que formalmente constituye ejercicio de un derecho subjetivo dentro del sistema jurídico de que se trate. Sin embargo, este acto lícito contraría el espíritu o los principios del Dere­cho en el transcurso de su ejecución, por lo que el acto abusivo significa trascender el límite de lo lícito para ingresar en el ámbito de lo ilícito al haberse transgredido una funda­mental norma de convivencia social, nada menos que un principio general del derecho dentro del que se aloja el genérico deber de no perjudicar el interés ajeno en el ámbito del ejer­cicio o del no uso de un derecho patrimonial. Se trata, por cierto, de una ilicitud sui géneris, lo que per-mite considerar al abuso del derecho como una figura autónoma que des­borda el campo de la responsabili­dad para ingresar en el de la Teoría General del Derecho.

Cuando se determina que se ha pro­ducido un abuso en el ejercicio de los derechos, las consecuencias son: que el Derecho no ampara tal cir­cunstancia; que se puede exigir la adopción de medidas destinadas a evitar o suprimir el abuso. Estas son las consecuencias propias del ejerci­cio abusivo de los derechos. Además, se podrá pedir una indemnización que no es consecuencia propia del abuso, sino de la responsabilidad civil (artículo 1969 y siguientes del Código Civil), cuando se de­muestre que, además del abuso, hubo un daño que debe ser resarcido. Pero no es necesario que haya una indemnización para que la figura del abuso funcione, pues sus dos consecuencias propias son válidas en sí mismas.

Finalmente, hay que recordar que el artículo 103 de la Constitución, en su parte final, establece: “La Cons­titución no ampara el abuso del derecho”

 

ACCESIÓN

La accesión es un modo de adquirir la propiedad consistente en la unión o adhesión material de un bien en otro bien. A dichos efectos, se deberá tomar en cuenta la imposibilidad de poder separar los bienes unidos o ad­heridos. La propiedad del bien unido o adherido es adquirida por aquel propietario del bien al que se une o adhiere el primero, aunque existen excepciones, como se verá luego. En concordancia con aquello, el Código establece las siguientes reglas:

Uniones de tierra:

a) Las uniones de tierra y los incre­mentos que se forman sucesiva e imperceptiblemente en los fundos situados a lo largo de los ríos o torrentes, pertenecen al propie­tario del fundo.

b) Las uniones producidas por la fuerza del río que arranca una porción considerable y reconoci­ble en un campo ribereño y lo lle­va al de otro propietario ribereño. En dicho caso, el primer propieta­rio puede reclamar su propiedad, debiendo hacerlo dentro de dos años del acaecimiento. Vencido este plazo perderá su derecho de propiedad, salvo que el propie­tario del campo al que se unió la porción arrancada no haya toma­do aún posesión de ella.

Edificaciones:

En el caso de edificaciones sobre terreno ajeno deberá atenderse a la buena o mala fe del sujeto que construye. Así tenemos lo siguiente:

a) Cuando se edifique de buena fe en terreno ajeno, el dueño del suelo puede optar entre hacer suyo lo edificado u obligar al invasor a que le pague el terre­no. En el primer caso, el dueño del suelo debe pagar el valor de la edificación, cuyo monto será el promedio entre el costo y el valor actual de la obra. En el se­gundo caso, el invasor debe pagar el valor comercial actual del terreno.

b) En cambio, si el propietario del suelo obra de mala fe, el invasor de buena fe puede exigir que se le pague el valor actual de la edi­ficación o pagar el valor comer­cial actual del terreno.

c) Por otro lado, cuando se edifique de mala fe en terreno ajeno, el dueño puede exigir la demoli­ción de lo edificado si le causare perjuicio, más el pago de la in­demnización correspondiente o hacer suyo lo edificado sin obli­gación de pagar su valor. En el primer caso, la demolición es de cargo del invasor.

d) Un supuesto especial es el de la construcción en terreno colin­dante, así cuando con una edi­ficación se ha invadido parcial­mente y de buena fe el suelo de la propiedad vecina, sin que el dueño de esta se haya opuesto, el propietario del edificio adquie­re el terreno ocupado, pagando su valor, salvo que destruya lo construido. Sin embargo, si la porción ocupada hiciere insufi­ciente el resto del terreno para utilizarlo en una construcción normal, puede exigirse al inva­sor que lo adquiera totalmente. El Código establece también que, si la invasión hubiera sido de mala fe, el dueño puede exigir la demolición de lo edificado si le causare perjuicio, más el pago de la indemnización correspon­diente o hacer suyo lo edificado sin obligación de pagar su valor. En el primer caso la demolición es de cargo del invasor.

Accesión en el caso de siembra:

a) El Código establece que el que de buena fe edifica con materiales ajenos o siembra plantas o semi­llas ajenas adquiere lo construido o sembrado, pero debe pagar el valor de los materiales, plantas o semillas y la indemnización por los daños y perjuicios causados.

b) Por su parte, si la edificación o siembra es hecha de mala fe se aplica lo señalado en el literal ante­rior, pero quien construye o siem­bra debe pagar el doble del valor de los materiales, plantas o semi­llas y la correspondiente indemni­zación de daños y perjuicios.

Accesión natural:

El artículo 946 del Código Civil establece que el propietario de animal hembra adquiere la cría, salvo pacto en contrario. Asimismo, se aclara que (i) para que los animales se consideren frutos, basta que estén en el vien­tre de la madre, aunque no hayan nacido y que (ii) en los casos de inseminación artificial realiza­da con elementos reproductivos procedentes de animal ajeno, el propietario de la hembra adquie­re la cría pagando el valor del elemento reproductor, si obra de buena fe, y el triple de dicho va­lor, si lo hace de mala fe.

 

ACCESORIOS

Un bien se considera “accesorio” cuando está “permanentemente afecta- do” a otro bien denominado “princi­pal”. La referida afectación perma­nente puede ser de tipo económica u ornamental. En el primer caso, el bien accesorio proporciona una me­jora en el uso económico o utilidad del bien principal. En el segundo caso, la afectación proporciona una estimación estética superior al bien principal.

El carácter de la afectación debe­rá ser permanente, ya que si di­cha afectación o aprovechamiento fuera pasajera el referido bien no ostentaría la calidad de acceso­rio. Teniendo en cuenta aquello, el Código Civil establece en el artículo 888 que la referida afectación “solo puede realizarla el propietario del bien principal o quien tenga derecho a disponer de él ( … )”. Además, cabe señalar que el carácter de per­manencia no se verá afectado por una separación provisional del bien accesorio para servir a la finalidad económica de otro bien. A pesar de aquello, el bien seguirá considerán­dose accesorio.

Adicionalmente a lo anterior, el bien accesorio no debe perder su individualidad al momento de ser afectado permanentemente al bien principal, de modo tal que el mismo pueda ser separado sin destruir, de­teriorar o alterar el bien principal. El hecho de mantener la individualidad del bien accesorio trae aparejadas las siguientes consecuencias:

a) Los bienes accesorios “pueden ser materia de derechos singu­lares”, tal como lo señala el ar­tículo 889 del Código Civil. Es decir, es posible afectar estos sin necesidad de afectar al bien principal.

b) Existe un principio en el Dere­cho reflejado en el brocardo ju­rídico accessorium cedit princi­pali, es decir, lo accesorio sigue lo principal. En tal sentido, tal como lo señala el artículo 889, los accesorios de un bien “siguen la condición de este, salvo que la ley o el contrato permita su diferenciación o separación”. No pasa lo mismo en el caso contrario, es decir, si el bien accesorio hubiera sido afectado jurídicamente de alguna ma­nera aquello no traerá como consecuencia la afectación del bien principal.

Finalmente, la calificación de de­terminados bienes como accesorios tiene importancia en materia de obligaciones. Así, el artículo 1134 del Código Civil, establece que en los casos de obligaciones con pres­tación de dar bien cierto, este “debe entregarse con sus accesorios, salvo que lo contrario resulte de la ley, del título de la obligación o de las cir­cunstancias del caso”.

 

ACCIÓN OBLICUA (SUBROGATORIA)

Uno de los medios de tutela del acreedor es la acción subrogatoria, por la cual el acreedor ejercita los derechos del deudor, que no sean de carácter personalísimo y no hayan sido utilizados por él mismo, cuando no haya otro medio de hacer efectivo el crédito.

El acreedor se encuentra facultado a “ejercer los derechos de su deudor en vía de acción”, siempre que estos no sean inherentes a la persona del deudor o en los casos en los que pro­híba la ley.

El acreedor que ejercita la acción su­brogatoria debe demostrar que a su deudor le pertenecía el derecho de actuar y que él mismo está unido a su deudor por una relación obligato­ria que justifica la sustitución. Debe existir en este supuesto un interés para actuar justificado por la situa­ción de hecho en que se encuentra la relación de la que él pretende y afir­ma ser titular.

Requisitos:

Exigibilidad del derecho de cré­dito.- Es preciso que quien intente valerse de la acción subrogatoria os- tente la cualidad de acreedor de aquel en cuyo nombre se quiere ejercitar.

Relaciones jurídicas que pueden hacerse valer por el acreedor.- Existen diversas excepciones, el acreedor no podrá sustituir al deudor en las facultades jurídicas de admi­nistración y disposición del patrimo­nio de este último, ni podrá usar ni gozar de los bienes del deudor que descuide hacerlo.

El acreedor no podrá sustituir al deudor en la aceptación de una oferta de un contrato, ya que tal acto implicaría el ejercicio de una apreciación personal que pertenece al deudor, que no admite el ejerci­cio en vía subrogatoria; no podrá aceptar una oferta de una donación ya que no le pertenece a él la opor­tuna apreciación sobre la convenien­cia. Por lo tanto, hay ciertos dere­chos patrimoniales que requieren imprescindiblemente una apreciación de la que solo es capaz el titular, por lo que no pueden ser objeto de ejercicio por los acreedores.

Se excluye el ejercicio de acciones fundadas en la violación de un derecho no patrimonial, dirigidas a conseguir un resarcimiento, porque el bien protegido tiene carácter es­trictamente personal, como lo son también los derechos intelectuales.

Las acciones de nulidad, anulabili­dad e ineficacia, pueden ser ejercita­das por el acreedor, salvo cuando de la causa en que se funden se deduzca que son inherentes a la persona del legitimado, es decir, solo aquellas que aun versando sobre un bien sus­ceptible de dinero, se hallan de tal modo vinculadas a él que sería inmoral confiar otro la decisión sobre la conveniencia de intentarlas o no, no en este caso –por ejemplo– la nu­lidad por incapacidad.

No puede investirse a una persona del título de heredero contra su vo­luntad, los acreedores no pueden su­brogarse al llamado que permanece en la inercia para ejercitar la acción de petición de herencia que supo­ne la aceptación de la cualidad de heredero.

Efectos:

En relación con el acreedor que ejer­cita la acción, puede ejercitar las acciones de su deudor no solo hasta el límite y cuantía de lo que a él se le debe, sino en su totalidad, sin per­juicio de la obligación de devolver al deudor lo que sobre, una vez que haya hecho pago de crédito y los da­ños y perjuicios sobrevenidos.

En relación con el deudor demandado (deudor del deudor).- este no puede ser perjudicado por el ejerci­cio de la acción subrogatoria, por lo que podrá oponer al demandante las mismas excepciones que podía opo­ner a su acreedor.

En relación con el propio deudor.- este no pierde la disposición de su derecho, por lo que se le reconoce tomar las riendas de sus derechos y ser él quien siga con la exigencia.

En relación con los restantes acreedores del propio deudor.- lo que se obtenga aprovechará a todos los acreedores según sus respectivos créditos.

 

ACCIÓN PAULIANA O REVOCATORIA ORDINARIA

La acción pauliana es una figura eminentemente relacionada con la tutela de derechos, que debería obrar en un título aparte, o al menos como efectos de las obligaciones; sin em­bargo, lo colocaron en la supuesta “parte general del Código Civil”, siendo una fattispecie muy específi­ca y que no tiene un alcance gene­ral, sino todo lo contrario, restrictivo aplicable solo en una vulneración o posible lesión de los derechos, de un sujeto dentro de una relación jurídi­ca patrimonial.

La acción pauliana se invoca cuan­do ha ocurrido un detrimento pa­trimonial por parte del deudor (no necesariamente disminución patri­monial, término ligado al carácter

cuantitativo) que conlleve que el acreedor o la parte contractual per­judicada no pueda realizar su crédito o ser satisfecho su interés, por lo que la acción pauliana elimina el impe­dimento o dificultad de satisfacción de la parte perjudicada. Lo que se protege son las legítimas expectati­vas del acreedor a la satisfacción de su derecho de crédito en sede ejecu­tiva. La acción pauliana tiene como características ser ineficaz, personal, conservativa, mas no subsidiaria.

Como presupuesto, encontramos a la relación jurídica patrimonial en­tre el sujeto impugnante y el sujeto que realizó el acto de detrimento patrimonial, vinculada a un derecho subjetivo de crédito, situación de ex­pectativa (de derecho).

Como elemento tenemos la situación que es materia de impugnación: el acto, cuyos efectos serán el objeto de la acción pauliana, la cual puede ser hecha por negocios jurídicos o incluso por actos jurídicos en senti­do estricto; es decir, cualquier acto de autonomía privada, consistente en un acto de disposición; es decir, actos que tengan consecuencias patrimo­niales, en detrimento, cuantitativo o cualitativo, del patrimonio del deu­dor o de la parte contractual. En di­cho sentido, estos actos pueden refe­rirse a disminuir el número de bienes (en sentido amplio; es decir, cosas, derechos, etc.) que el acreedor puede ejecutar, o aquellos que, sin implicar disminución de bienes, comporta de­trimento del valor de estos.

En actos a título gratuito pueden ser impugnados no importando si lo fue­ron antes o después del compromiso contractual asumido (p. ej. obliga­ción), bastando solo la existencia del perjuicio pauliano, y no la presencia de fraude o aún la mala fe. Cuando se trata de actos a título oneroso, se hace la distinción entre créditos antes y después del acto de detri­mento patrimonial sean cuantitativa o cualitativamente, porque le dan una regulación particular a cada uno de ellos, a diferencia de los actos a título gratuito que les da una regu­lación igual para los dos supuestos.

Respecto al requisito objetivo, Se aprecia que existe eventus damnis cuando el acto impugnado ataca a la fructuosidad de la ejecución (o criterio cuantitativo) o la certeza del éxito de la ejecución (o criterios cualitativos) que viene garantizada por la estabilidad del patrimonio del deudor, por mismo grado de facili­dad y de costo del proceso ejecutivo. La afectación de la posible ejecución forzada puede apreciarse cuando el acto impugnado la hace más difícil, más dispendiosa o más incierta. Res­pecto al requisito subjetivo, basta el conocimiento del perjuicio para el ejercicio de la acción pauliana, pero si existe fraude con mucha más ra­zón se tendrá derecho a la ineficacia pauliana del acto perjudicial.

Respecto a los efectos de la acción pauliana, la ineficacia que produce es relativa y limitada: a) Es doblemen­te relativa: principalmente relativo

porque la realización de la acción pauliana solo beneficia al acreedor que la ha propuesto y no a toda la masa creditoria; relativa, también, porque no se ven afectados los prin­cipales efectos del acto, sino solo aquellos que impedirá al acreedor actuar en vía ejecutiva sobre un bien ya extraño a la esfera patrimonial del deudor. b) Su carácter limitado con­duce a que la ineficacia en referencia solo alcanza hasta la medida que sea estrictamente necesaria para evitar el perjuicio de la parte bajo interés protegido, que le viene impuesta por su propia naturaleza y finalidad: si el perjuicio es a nivel cuantitativo, al­canza al valor del bien hasta el punto de cubrir el valor de lo exigible, en cambio, si el perjuicio es a nivel cua­litativo, abarca todo el valor del bien.

ACEPTACION

La aceptación, como acto prenego­cial y considerado un acto jurídico en sentido estricto, no solo necesi­ta ser conforme con la oferta para formar el contrato; ello es necesario, pero no suficiente porque requiere de la existencia actual de una pro­puesta para que, complementándose con ella, pueda formarse el consen­timiento y, por lo tanto, el contrato.

Características:

a) Debe ser congruente con la oferta.

b) Debe ser oportuna.

c) Debe estar dirigida al oferente.

d) Debe contener la intención de contratar.

e) Debe guardar la forma requerida.

f) Si es oportuna pero no coincide con los términos de la oferta (no es aceptación) equivale a una contraoferta.

g) Si es tardía (no es aceptación) equivale a una contraoferta.

h) Debe ser pura y simple (no condicional).

i) Puede ser expresa o tácita (ar­tículo 141 del Código Civil).

La aceptación no es un acto debi­do, por lo que todo retardo –inde­pendientemente de su causa– impide la formación del contrato. Sin embar­go, si el retardo fuera provocado por el destinatario de la aceptación (es decir, por el oferente), debe enten­derse que la aceptación fue oportuna.

 

Aceptación tácita por inicio de la ejecución (artículo 1380 del Código Civil):

  • Por solicitud del oferente.
  • Por la naturaleza de la operación.
  • Por los usos.

No hay duda de que es posible que un contrato se forme por medio de una declaración y una manifesta­ción en sentido estricto, o sea, por medio de signos y señales; por lo tanto, en el caso de la formación del contrato mediante la ejecución de la prestación, existe acuerdo y existe contrato, aun cuando no existe aceptación, ni siquiera tácita, solo comportamiento concluyente.

 

Valor del Silencio (artículo 1381 del Código Civil)

  • La regla es que el silencio impor­ta un rechazo de la oferta.
  • Cabe la excepción, si por la na­turaleza de la operación no se acostumbra la aceptación (no hay ejecución) y no se rechaza inmediatamente, el silencio im­porta aceptación.

El Código Civil peruano ha adopta­do la posibilidad de que la oferta sea revocada si el retiro de esta llega an­tes o simultáneamente con la oferta. Igual criterio se aplica para el caso de la aceptación (artículos 1384 y 1386 del Código Civil).

 

Teorías que explican el momento y lugar de la celebración del Contrato.

  • Teoría de la Declaración (Existe Contrato cuando la aceptación es declarada).
  • Teoría de la Expedición (existe Contrato si la aceptación es expedida al domicilio del oferente).
  • Teoría de la Cognición (Existe Contrato si el oferente conoce la aceptación).
  • Teoría de la Recepción (Existe Contrato cuando la aceptación llega al domicilio del oferente).

El Código Civil peruano ha adoptado la teoría de la recepción como
principio (artículo 1374 del Código Civil) al presumir que la aceptación se conoce al llegar al domicilio del oferente, no obstante, se trata de una presunción iuris tantum, pues cabe probar que –pese a que llegó; el oferente no la pudo conocer. La im­portancia de conocer el momento y lugar en que se celebra un contrato resulta relevante para determinar la ley aplicable. Determina el inicio del cómputo de los plazos del contrato.

ACTO ILÍCITO

Es, ante todo, el acto que provoca daños a terceros, y que crea una obli­gación de resarcimiento, acto ilícito es; por lo tanto; diverso del negocio ilícito, que es regulado de distinto modo por el ordenamiento jurídico, y que podría generar un acto ilícito. Se distingue de los actos ilícitos, en que la sanción que prevé el ordena­miento para los primeros no es el re­sarcimiento, sino, por excelencia, la nulidad.

La expresión “acto ilícito” es una ex­presión alemana (categoría elaborada por los pandectistas) mientras “hecho ilícito” está más arraigado en el siste­ma italiano, el cual ha sido criticado terminológicamente. Por ejemplo, si se pretende afirmar que las obligacio­nes nacen por previsión del ordena­miento, solo si son conformes a este último, y solo si guardan relación con la ley o con la voluntad privada, se de­bería haber empleado la expresión “acto”, en lugar de la de “hecho”, para poder comprender en el ámbito de la categoría de los actos con tales efectos al contrato (los actos unilate­rales y otros actos) y al ilícito (y los otros hechos).

La expresión “acto ilícito” no debe­ría ser entendida en estricto como “ilicitud” o “antijuridicidad” de la conducta. Se trata, más simplemen­te, de los “actos que dan lugar a res­ponsabilidad civil”.

En relación con ello, el sistema pe­ruano ha abandonado la categoría del “hecho ilícito” al regular dentro del Libro VII de las Fuentes de las Obligaciones, en la Sección Sexta, las disposiciones sobre responsabi­lidad extracontractual justamente bajo este nombre y no bajo el título del “hecho ilícito”; intención corro­borada con las modificaciones de los artículos 309 y 458 del Código Civil, introducidas por la Primera Disposi­ción Modificatoria del TUO del De­creto Legislativo N° 768 y por la Ley N° 27184 en los años 1993 y 1999, respectivamente, que eliminaron los últimos vestigios codificados de re­ferencia al “acto ilícito”, como sí su­cedía en el Código Civil de 1936 el que hacía referencia al “acto ilícito”.

Por otra parte, la doctrina que defien­de la categoría de la “antijuridicidad” entendida como “aquella que implica la violación de los elementos extrín­secos e intrínsecos del ordenamiento jurídico”, señala que está conforma­da por el conjunto de conductas con­trarias a los elementos extrínsecos e intrínsecos del ordenamiento jurídi­co, donde encontraremos a los hechos antijurídicos que generan supuestos de responsabilidad civil, como son: el hecho ilícito, el hecho abusivo y el hecho excesivo, ya los hechos no antijurídicos que según una perspec­tiva contemporánea generan también supuestos de responsabilidad civil, como es el hecho nocivo.

En el marco de su ubicación dentro de la teoría de la norma jurídica, el acto ilícito pertenece a la catego­ría de los actos jurídicos, porque si bien, a diferencia del acto lícito, es reprobado por el derecho (y es, en este sentido, antijurídico), el ordena­miento, de todas formas, al hacer de­pender [del acto ilícito] consecuen­cias jurídicas, se basa, como ocurre, en general, para los actos jurídicos, en la voluntariedad y conciencia del comportamiento.

En efecto, entre los actos jurídicos se encuentran los actos contrarios al derecho o actos ilícitos, cuyo efec­to jurídico es la generación de una situación desventajosa para su autor, o para otro sujeto determinado por la ley. Esta situación puede ser la responsabilidad civil. Los actos ilí­citos pueden consistir en conductas positivas u omisiones, pero siempre opuestos a un mandato del ordena­miento jurídico. Se subclasifican en dos grupos:

a) Violaciones de deberes que tienen origen en relaciones jurídicas ya existentes entre el autor y la per­sona afectada, las cuales se ven transformadas. Las relaciones obligatorias nacidas de contrato, por ejemplo, pueden ser el marco en el que surgen intereses por de­mora en la ejecución de la presta­ción, o el deber de reparar el daño si se verifica el incumplimiento.

b) Violaciones de deberes de carác­ter general, en las cuales no hay un contacto previo entre el autor y la persona afectada, en cuyo caso, el resarcimiento hace su aparición como nuevo derecho para la segunda.

 

ACTO JURIDICO (NEGOCIO JURIDICO)

Al igual que el hecho jurídico y el acto jurídico, el negocio jurídico es una categoría creada y –esencial­mente– utilizada por los juristas teóricos, por eso no inmediatamente perceptible tanto en el lenguaje del legislador como en la argumentación de los jueces en las sentencias de los tribunales. En tal sentido, se cree que la figura del negocio ha hecho, en el pasado, mucho más que en la actuali­dad, una función fundamentalmente teórica-sistemática. Se puede decir que el concepto de negocio jurídico ha sido presentado y utilizado por los abogados para mantener unidos los fenómenos de la realidad conside­rados relevantes por el ordenamien­to jurídico. Más particularmente, la experiencia es inseparable de la con­cepción misma de la autonomía pri­vada, frecuentemente indicada con la expresión de autonomía negocial. Si así es, no puede maravillar que la gé­nesis y el desarrollo, en la historia de la doctrina jurídica, de la categoría del negocio jurídico se unen fuerte­mente a la importancia reconocida a la voluntad (tendencialmente sobera­na) del individuo en el ámbito de las relaciones jurídicas entre los priva­dos. Nos encontramos, pues, en pre­sencia de un concepto típicamente reconducible a un particular desarro­llo ochocentista del iusnaturalismo, habiendo estudiosos destacado con certeza que, diversamente de cuanto sucede por numerosas otras categorías ordenantes del derecho privado, la idea básica del negocio jurídico se encuentra en las fuentes del Derecho romano, o en su elabora­ción por parte del derecho medieval.

 

El concepto del poder de voluntad es entendido para determinar una mo­dificación de la realidad jurídica, en tal modo, haciendo conseguir de la realización de un determinado acto específicas consecuencias; es decir, efectos jurídicos queridos por el su­jeto agente y, por lo tanto, ser colo­cado con relación a un movimiento más amplio de ideas, que permita el desarrollo de la doctrina, especial­mente la cultura alemana pandectís­tica madurada en el siglo XIX, para acuñar la figura del negocio jurídico (Rechtsgeschäft).

 

Se realiza con el negocio jurídico una de las síntesis más brillantes del usual proceso de abstracción por los juristas, una vez individua­lizado aquel común denominador, el anterior poder de la voluntad pri­vada de determinar los efectos jurí­dicos, en tal modo están unidos en la categoría en cuestión una serie de actos llevados a cabo en contextos distintos y diversos de la vida y de la actividad de los privados (en vía ejemplificativa: el matrimonio, el testamento, el contrato). Sobre esta base, el pensamiento jurídico de la Europa continental, por así decirlo, con un papel de líder académico desempeñado principalmente por la doctrina alemana (y seguido por la italiana, sobre todo en el cambio de dos siglos, y hasta los años se­senta del siglo XX), ha desarrollado más de una “teoría general” del ne­gocio jurídico, jugando un análisis jurídico profundo y sofisticado de las experiencias jurídicas comunes a todas las figuras en hipótesis a la categoría del negocio jurídico, debiéndose, por otro lado, poner constantemente el problema de la especificidad de los contextos en la que las diversas figuras negociales operan, como las bases de las dife­rencias de la disciplina específica del instituto respecto a las declara­ciones (formalizadas o no en preci­sas reglas de derecho positivo, de normas contenidas en un Código Civil) de la teoría general del nego­cio jurídico.

 

Construido el negocio jurídico como declaración de voluntad, ex­presión del poder de los privados de determinar sus propias reglas vinculantes, la concepción inicial de la plena y absoluta libertad de la voluntad tuvo que ceder poco a poco al valor de la declaración, según la percepción exterior (y no como una manifestación de la vo­luntad soberana del declarante), o sea, por el destinatario. La reflexión sobre el negocio jurídico no se pue­de separar de aquella sobre la auto­nomía privada, siendo a la vez cen­trado históricamente en la libertad de voluntad del sujeto de derecho y, en consecuencia, la posibilidad del privado de darse reglas vinculantes según el ordenamiento. La doctrina del negocio jurídico propone múl­tiples conceptos (teoría preceptiva, axiológica, normativa, etc.), y a su vez, los conceptos de elemen­tos y los requisitos dependerán del concepto de negocio jurídico que adoptemos. En la determinación del contenido de los negocios, pue­den darse muchos casos en el que un acto normativo, de diverso tipo y rango, incide sobre la determi­nación del privado, integrándola y sustituyendo cláusulas determi­nadas por la voluntad privada con prescripción heterónoma. Las hipó­tesis son tan heterogéneas, así como siempre más numerosas en los dis­tintos ámbitos del ordenamiento, no pudiendo darse una ejemplificación cerrada.

ACTO JURIDICO (NEGOCIO JURIDICO) CONSIGO MISMO

Es imposible que una persona, ac­tuando en una sola calidad, pueda celebrar un negocio jurídico con ella misma, porque no se puede ser a la vez deudor y acreedor de sí mismo (en caso se produjese automática­mente opera la consolidación, extin­guiendo la obligación), de ahí que mencionar negocio consigo mismo o contrato consigo mismo resulta un contrasentido; sin embargo, es con­cebible solo cuando una sola perso­na es parte de un negocio jurídico en dos calidades diferentes, esto es bajo dos centros de imputación de situa­ciones jurídicas distintas.

Existe un negocio de este tipo cuan­do alguien, en nombre del repre­sentado, celebra un negocio consigo mismo en su propio nombre o como representante de un tercero (repre­sentación plural). En este negocio jurídico existe solamente una decla­ración de voluntad, a la cual le con­ceden efectos jurídicos.

Es un negocio jurídico que deriva de una sola declaración de voluntad y que surte efectos en dos esferas ju­rídicas distintas y conceptualmente independientes, pero que actúan a través de esta única declaración que, cuando tiene carácter patrimonial, la relación jurídica que crea (modifica o extingue) es, en lo atinente a sus consecuencias, como la que nace de un contrato.

Sin embargo, la particularidad del negocio consigo mismo consiste en que el representante lo celebra en beneficio propio transgrediendo el deber de lealtad y de prevalencia de intereses del representado por quien se actúa.

Se sanciona legislativamente con la anulabilidad, porque parte de que el representante lo hace por su propio interés, violando la función de la re­presentación, salvo que la ley lo per­mita o que el representado lo hubie­se autorizado, o que el contenido del negocio jurídico hubiera sido deter­minado de modo que excluya la po­sibilidad de un conflicto de intereses

Se pueden presentar las siguientes situaciones:

a) Un acto celebrado por el repre­sentante consigo mismo en nom­bre propio: es decir una relación entre el poderdante (mediante la actuación del representante) con el representante a título personal (representación simple).

b) Un acto celebrado por el repre­sentante con un tercero repre­sentado por el mismo represen­tante: es decir, en ambos casos el representante es la misma per­sona, en el plano fáctico quien firma el documento contractual (doble representación).

Mientras que en la representación simple hay efectos jurídicos que directamente recaen o repercuten sobre el representante, en la doble, los efectos se proyectan sobre las es­feras jurídicas de los sujetos en cuyo nombre el representante actúa. En la doble, el representante es solo un nexo jurídico.

Estos casos serán inválidos siempre que:

a) La ley no lo permita.

b) El representado no lo hubiere autorizado. Para lo cual la auto­rización debe ser específica, en­tendemos por ello que debe ser expresa y concreta.

c) El contenido del acto jurídico celebrado conlleve un conflicto de intereses. Por ejemplo, si alu­dimos a un tutor que adquiere los bienes del pupilo, vemos que en el presente caso existe un con­flicto de intereses, complemen­tándose ello con la prohibición expresa de la ley según el ar­tículo 538 del Código Civil que les prohíbe.

La posibilidad de que el representan­te persiga satisfacer un interés pro­pio o de un tercero que es incompati­ble con el interés del representado es la razón que impide la formación del negocio consigo mismo, no obstan­te, no se observa cuál es el supuesto de ineficacia estructural existente en tanto se cumple con las condicio­nes de validez del artículo 140 del Código Civil, por lo tanto, ante una anomalía por conflicto de intereses en juego y un abuso de facultades, debería ser considerado como un su­puesto de ineficacia funcional.

ACTOS PELIGROSOS PARA LA VIDA O LA INTEGRIDAD FISICA

Los actos peligrosos para la vida o integridad física vienen a ser aque­llas conductas que de alguna forma implican una exposición de la perso­na a un riesgo que, de concretizarse, conllevaría a la muerte de la persona o a una disminución o afectación de su capacidad físico – psíquica.

Estos actos, en cuanto implican la contingencia de una lesión a dere­chos personalísimos, no pueden ser exigibles como materia de un contrato. En efecto, el artículo 12 del Có­digo Civil establece claramente que “no son exigibles los contratos que tengan por objeto la realización de actos excepcionalmente peligrosos para la vida o la integridad física de una persona, salvo que correspondan a su actividad habitual y se adopten las medidas de previsión y seguridad adecuadas a las circunstancias”.

Esta disposición normativa, si bien se encuentra dentro de las normas referidas a la persona humana, debe ser analizada dentro de las reglas de las obligaciones y de las fuentes de las obligaciones, por cuanto la norma consagra un supuesto de inexi­gibilidad del contrato. Así, la exigi­bilidad es la posibilidad de exigir el cumplimiento de la conducta com­prometida por la contraparte. Por regla general, toda conducta comprometida en un contrato es exigible por parte de aquel que recibió el compromiso de actuación; no obstante, existen ex­cepciones cuando de proteger la vida e integridad de las personas se trata.

Por tal razón, si un acuerdo es cele­brado estableciendo que uno de los sujetos deberá ejecutar una conduc­ta que conlleve un riesgo a su inte­gridad física o vida, al no haberse tomado las medidas de seguridad correspondientes y sin ser la misma una actividad habitual del sujeto, tal conducta no resulta exigible a la par­te que se obligó; es decir, no resulta procedente la ejecución forzosa de la obligación. Sin embargo, el acreedor sí podrá demandar el resarcimiento de los daños de habérsele ocasiona­do algún perjuicio.

Por el contrario, de haberse adoptado las medidas de previsión o de segu­ridad necesarias para evitar un per­juicio a la integridad física o vida del sujeto contratante y al ser su activi­dad habitual, se puede concluir que el acto es eficaz y por lo tanto exi­gible la obligación que resulta como consecuencia jurídica del contrato.

Ejemplos de actividades que pongan en peligro la vida o la integridad son los siguientes: los contratos de servi­cios de acrobacia (en un circo, por ejemplo), el toreo, los contratos de servicios deportivos automovilísti­cos, el boxeo profesional, etc.

AD PROBATIONEM

La forma no es más que el meca­nismo (socialmente reconocido) de exteriorización de la voluntad o, si se quiere, el “vehículo” a través del cual se manifiesta el querer. Por eso, en realidad todos los negocios jurídi­cos tienen forma.

Lo que ocurre es que, en algunos casos, el ordenamiento jurídico les otorga a los particulares la posibili­dad de optar por la forma que consi­deren más conveniente, mientras que en otros les impone la necesidad de adoptar determinada forma. En el pri­mer supuesto el negocio tiene forma libre, mientras que en el segundo el negocio tiene forma impuesta.

La clasificación de las formalidades que ha asumido el Código Civil es en función de las denominadas ad solemnitatem y ad probationem: la primera es un requisito para la vali­dez del negocio jurídico, la segunda sirve a efectos de acreditar su exis­tencia. Tiene formalidad probatoria la donación de bienes muebles cuyo valor no exceda del 25% de una UIT (artículo 1623 del Código Civil).

Cuando el negocio tiene forma im­puesta los particulares deben obser­var la misma a efectos de evitar la aplicación de cierta sanción. Teóri­camente, en algunos casos (formali­dad ad probationem) dicha sanción se traduce en la pérdida de un bene­ficio de orden probatorio. En otros casos (formalidad ad solemnitatem),

en cambio: la sanción en cuestión se traduce en la nulidad del negocio.

Cuando se diga simplemente se ha­rán por escrito o por instrumento pú­blico, teniendo en cuenta la libertad de forma, deberá entenderse como ad probationem. La formalidad ad probationem es la que tiene por única finalidad probar la existencia del acto jurídico, pero sin que el do­cumento sea consustancial al acto. Vale decir, entonces, que el acto y el documento, cuando la forma es ad probationem, son dos entidades jurídicas distintas, separables, y que el acto puede existir independien­temente del documento, pues si el documento se deteriora y se pierde la prueba de la existencia del acto puede hacerse utilizando cualquier otro medio probatorio.

El artículo 1412 del Código Civil regula la formalidad ad probatio­nem en materia contractual ya que consigna una facultad, no una obli­gación, cuando señala que las partes pueden compelerse recíprocamente a llenar la formalidad requerida; por lo tanto, la circunstancia de que las partes no hubieran hecho uso de esta facultad no enerva el derecho que tienen a reclamar el cumplimien­to de las obligaciones surgidas del contrato.

No siempre que la ley prevé una determinada forma, la toma como elemento esencial de un negocio. Antes bien, se trata de exigencias de formalidad solo para los fines de la prueba, siendo recurrente la expresión latina ad probationem, lo cual quiere decir que el negocio es válido, aun cuando no sea estipula­do con la formalidad determinada y que por lo mismo, si las partes están acordes con reconocer que celebra­ron el contrato y ejecutan el acto de autonomía privada, las prestaciones eventualmente cumplidas no son repetibles y se puede demandar el cumplimiento de las prestaciones todavía no satisfechas.

La omisión de la formalidad produce como consecuencia única una limi­tación de los medios de prueba a lo que se puede acudir para demostrar la existencia y la validez del negocio (por ejemplo, en la hipótesis de que la contraparte no proceda a ejecutar el acto o se oponga en juicio negan­do haberlo estipulado).

Quien alega un derecho con base en el negocio jurídico estipulado in­formalmente podrá deferir a la otra contraparte mediante confesión o por medio de interrogatorio, como última alternativa, no pudiéndose re­currir a la prueba testimonial o a la prueba de presunciones.

Desde la entrada en vigencia del Código Procesal Civil, las forma­lidades ad probationem carecen de valor, ya que el artículo 197 de dicho cuerpo legal establece que todos los medios probatorios son valorados por el juez en forma conjunta, utilizando su apreciación razonada.

 

AD SOLEMNITATEM

La forma no es más que el meca­nismo (socialmente reconocido) de exteriorización de la voluntad o, si se quiere, el “vehículo” a través del cual se manifiesta el querer. Por eso, en realidad todos los negocios jurídi­cos tienen forma.

Lo que ocurre es que, en algunos casos, el ordenamiento jurídico les otorga a los particulares la posibili­dad de optar por la forma que con­sideren más conveniente, mientras que en otros casos les impone a los mismos la necesidad de adoptar de­terminada forma. En el primer su­puesto el negocio tiene forma libre, mientras que en el segundo el nego­cio tiene forma impuesta.

La clasificación de las formalida­des que ha asumido el Código Civil es en función de las denominadas ad solemnitatem y ad probationem: la primera es un requisito para la validez del negocio jurídico, la se­gunda sirve a efectos de acreditar su existencia.

En varios artículos del Código Civil se impone una formalidad que debe contar los actos de autonomía pri­vada efectuada por los privados, so pena de nulidad, convirtiendo dicha formalidad como elemento esencial del negocio jurídico.

Las formas impuestas pueden provenir de la ley o de los particulares,
si la norma los faculta convertir la forma libre que gozan en forma im­puesta (formalidad), exigiéndose en tales casos que sea por escrito, por escritura pública, etc. En efecto, las partes también pueden imponer una formalidad determinada aplicable al futuro negocio que celebren. Cuan­do aquellas no establezcan el carác­ter de la formalidad prevista, se pre­sumirá, de acuerdo con lo dispuesto por el artículo 1411 del Código Ci­vil, que la misma es ad solemnita­tem. Por lo tanto, salvo que alguna de las partes destruya la presunción indicada, probando que la formali­dad pactada no tenía el carácter de ad solemnitatem, la inobservancia de esta determinará la nulidad del negocio que celebren.

Las imposiciones de ciertas formas guardan vinculación con el servicio o bien que se está regulando para su transferencia, prestación, etc., que tienen un sustento determinado. Por ejemplo, el formalismo en materia de actos de autonomía privada rela­tivos a bienes inmuebles se inspira en la finalidad política de dotar segu­ridad pública, mientras que para bie­nes muebles resulta indispensable reducir al mínimo las formalidades de los intercambios, aunada por la frecuente contratación que se efec­túa con ella.

Asimismo, las formas exigidas para el testamento se justifican en razón del carácter personalísimo y so­lemne del acto y en relación con el empeño del legislador de preservar íntegramente su conformidad efecti­va y libre con la voluntad suprema y última del testador.

La forma ad solemnitatem tiene también por única finalidad probar la existencia del negocio jurídico, pero el documento es consustancial al negocio y ambos forman una sola entidad jurídica, inseparable, pues el acto no puede existir sin el documen­to y si este se deteriora y se pierde, el negocio jurídico se extingue y no puede ser probada su existencia por otro medio probatorio. La prueba ex­clusiva de la existencia del negocio jurídico está determinada únicamen­te por el documento prescrito por la ley como arma ad solemnitatem.

No obstante, se admiten tres supues­tos en los que cualquiera de las par­tes no podría invocar la nulidad del negocio, respecto a no efectuarse la formalidad:

a) Cuando la contravención formal se hubiera producido dolosa­mente, porque una de las partes induce engañosamente a la otra que el negocio no requiere for­malidad alguna.

b) Cuando una de las partes, por cul­pa imputable a ella, ha dado lugar a la inobservancia de la forma.

c) Cuando quien invoca la nulidad ha cumplido voluntariamente el contrato conociendo el defecto formal y habiendo recibido a su vez la contraprestación prevista.

 

 

ADN (ÁCIDO DESOXIRRIBONUCLEICO)

El cuerpo humano tiene, aproxi­madamente, un billón de células cada una de las cuales (salvo los glóbulos rojos de la sangre) contiene un núcleo que encierra 46 cromo­somas. Estos contienen filamentos enrollados que forman el ADN que, a su vez, cuenta con segmentos de­nominados genes. El ADN (Áci­do Desoxirribonucleico) constituye el material genético de las células del cuerpo humano. Con un tipo de excepción, el ADN se encuentra exclusivamente en el núcleo de las células.

Los genes son trozos funcionales de ADN compuestos a su vez de 1,000 hasta 200,000 unidades c/u llamadas nucleótidos. Los nucleótidos se en­cuentran organizados formando un par de cadenas apareadas que toman la forma tridimensional de un doble hélix. Hay más de (3,000’000,000) tres mil millones de pares de bases que constituyen el genoma de una sola célula humana. Cada gen tiene una posición determinada (locus) y, aparte de gobernar el crecimiento, controla las características físicas que heredamos y rige la supervi­vencia del organismo, lleva consigo la información que marca el paso y ritmo de nuestra vida. A la totalidad de los genes que componen el orga­nismo humano (cerca de 30,000) se le conoce como genoma (dotación genética integral del individuo).

Cada nucleótido del ADN está compuesto de tres subunidades: una base nitrogenada, una desoxiribosa y un grupo fosfato. Hay cua­tro tipo de bases nitrogenadas en los nucleótidos del ADN: timina (T), citosina (C), guanina (G) y adeni­na (A). Es importante resaltar que así como hay regiones con función conocida o supuesta (los genes), sucede que casi la mitad del ADN del genoma humano consiste de re­giones (intrones) con función hasta hoy desconocida y que tienen una secuencia de nucleótidos repetitiva en muchos casos pero con patrones hipervariables en muchas regiones del genoma.

Es precisamente de la hipervariabi­lidad (polimorfismo) de estas regio­nes del ADN de lo que se aprovecha para detectar diferencias (o seme­janzas) entre un ser humano y otro, estudiando su ADN. Las regiones repetitivas pueden presentarse como tandas repetitivas cortas o largas. A esto se le llama VNTR (variable number of tandem repeats) entre los que están los STR (short tandem re­peats), que son las regiones hiperva­riables que se analizan para las prue­bas modernas de paternidad.

Toda célula nucleada contiene 46 cromosomas [excepto los gametos: los espermatozoides en el hombre y los óvulos en la mujer, que tienen 23 cromosomas cada uno]. Los cromo­somas son tan solo la forma como la célula ordena su ADN combi­nándolo con ciertas proteínas. En el momento de la concepción, se nece­sita 46 cromosomas para procrear un nuevo ser humano. En consecuencia, una persona debe recibir exactamen­te la mitad de su material genético de su madre biológica y exactamente la otra mitad del padre biológico.

En el marco de las pruebas heredo­biológicas, específicamente el ADN, demuestran biológicamente quién es el padre o quién no puede serlo, lo que debe producir una inmediata valoración absoluta del resultado, determinante al momento de expe­dir sentencia. En este sentido, se ha dicho que la prueba de ADN viene a dar plena certeza respecto del pa­dre biológico, con un nivel de apro­ximación científica del 99.86%. El carácter científico de esta prueba da valores absolutos que encuadran perfectamente con la ratio legis del Código Civil y debe ser admitida por el juez sin reserva ni limitacio­nes, porque la prueba del ADN está basada en un análisis exacto de los perfiles genéticos de la madre, del niño(a) y del presunto padre. Si se conocen los perfiles genéticos de la madre y de su hijo(a), el perfil ge­nético del padre puede ser deducido con certeza casi total.

Si no se hace la prueba a la madre, los perfiles del ADN del niño(a) se­rán comparados al perfil del ADN del presunto padre. Las técnicas mo­dernas utilizadas permiten obtener el mismo grado de exactitud (probabi­lidad de paternidad) en los análisis en que no se examina el ADN de la madre sino solo del hijo(a) y el ADN del padre presunto. El ADN se pue­de extraer a partir de una variedad de muestras, como células epitelia­les de la mejilla, glóbulos blancos de la sangre, folículos pilosos, célu­las fetales (provenientes de líquido amniótico) en cultivo, semen u otras muestras biológicas (tejidos, etc.).

 

 

ADOPCION

La institución que hoy conocemos, que tiene por fin dar progenitores al menor de edad que carece de ellos, o que, aun teniéndolos no le ofrecen la atención, la protección o los cui­dados que la menor edad requiere, nada tiene que ver con la adopción conocida en siglos anteriores, ni con las instituciones precedentes a la adopción y que de algún modo se le vinculan.

Por la adopción, el adoptado adquie­re la calidad de hijo del adoptante y deja de pertenecer a su familia con­sanguínea, se produce una ficción legal en tal forma que el adoptado se va a convertir con sus virtudes y defectos en el hijo del adoptante o adoptantes. De esta manera, la ley crea una relación paterno filial plena respecto del adoptante (padre y ma­dre) y el adoptado (hijo), quien deja de pertenecer a su familia biológica y pasa a ser parte de su nueva fami­lia con todos los derechos que como hijo le corresponden, tales como al nombre, alimentos, herencia y los derivados de ellos.

 

Características:

  • Es un negocio jurídico, mas no es un contrato, ya que la volun­tad común de las partes no puede crear las condiciones para rea­lizarla, deben sujetarse a lo que disponga la ley y la autoridad competente.
  • Es solemne. Debe ser realiza­da bajo la forma prescrita por la ley, bajo sanción de nulidad. Es bilateral. Resulta importan­te la manifestación de la vo­luntad para que la adopción se perfeccione. V.gr.: Si el adop­tante es casado, será necesario el asentimiento de su cónyu­ge; si el menor tiene más de 10 años, también debe prestar su asentimiento.
  • Crea una relación de parentes­co. El adoptado adquiere la ca­lidad de hijo del adoptante con los efectos que dicho parentesco conlleva: derecho al nombre, vocación hereditaria, derecho y obligación alimentaria, impedi­mentos matrimoniales, la patria potestad corresponde al adop­tante y si fuese adoptado por cónyuges su ejercicio corres­ponde a ambos.
  • Es irrevocable. El adoptante no puede dejar sin efecto la adop­ción; sin embargo, el adoptado si puede impugnarla, al alcanzar la mayoría de edad, o si es incapaz, cuando cesa su incapacidad.

 

Requisitos:

Los requisitos se encuentran regulados en el artículo 378 del Código Civil.

  • Que el adoptante goce de solven­cia moral.
  • Que la edad del adoptante sea por lo menos igual a la suma de la mayoría de edad y la del hijo por adoptar.
  • Que el cónyuge del adoptante preste su asentimiento, de ser casado.
  • Que el adoptado preste su asentimiento, si es mayor de 10 años.
  • Que asientan los padres del adoptado, si estuviese bajo su patria potestad o bajo su curatela.
  • Que se oiga al tutor o al curador del adoptado y al Consejo de Fa­milia, si el adoptado es incapaz.
  • Que sea aprobada por el juez, con excepción de lo que dispon­gan las leyes especiales.
  • Si el adoptante es extranjero y el adoptado menor de edad, que aquel ratifique en forma perso­nal ante la autoridad judicial su voluntad de adoptar. No será ne­cesario este requisito de encon­trarse el menor en el extranjero por motivos de salud.

Actualmente existen tres tipos de procesos para lograr una adopción:

a) Proceso judicial de adopciones, esta adopción se da para niños, adolescentes y mayores de edad. Para los dos primeros casos no es necesaria la declaración de esta­do de abandono.

b) Procedimiento administrativo de adopciones, que se realiza exclu­sivamente para los casos de los niños o adolescentes declarados en estado de abandono.

c) Procedimiento notarial, para es­tos efectos se tramita ante nota­rio las adopciones de personas mayores de edad con capacidad de goce y de ejercicio, esto según el Decreto legislativo N° 1048, Ley del notariado, referida a la competencia notarial en asuntos no contenciosos.

Cabe anotar que la Convención so­bre los Derechos del Niño reafirmó la necesidad de asegurar y resguar­dar el derecho del niño a conocer su identidad biológica, lo cual exi­ge que, aun en los supuestos de adopción plena, la ley garantice tal derecho.

 

ADULTERIO

En términos generales se entiende por adulterio la unión sexual de un hombre o una mujer casados, con quien no es su cónyuge.

Se trata, por ello, de una unión se­xual extramatrimonial, en cuanto vulnera fundamentalmente el de­ber de fidelidad (continencia sexual conyugal) recíproco que se deben los cónyuges.

A los efectos de la separación de cuerpos o el divorcio, el adulterio no queda tipificado de modo distin­to para la mujer y para el marido. Como todo acto ilícito, el adulterio requiere no solo el elemento material constituido por la unión sexual fuera del lecho conyugal, sino la imputa­bilidad del cónyuge que determina la atribución de culpabilidad. Por tal razón, no incurriría en adulterio la mujer que mantuviera relaciones sexuales con un hombre que no es su marido coaccionado por violencia física irresistible –supuesto de viola­ción– o en el singular caso de que tuviera relaciones con quien cree que es su marido sin serlo. De este modo, con la concurrencia de am­bos elementos, de naturaleza obje­tiva uno (cópula sexual) y subjetiva el otro (intencionalidad), que puede configurarse el adulterio.

Asimismo, el adulterio se configura con el simple acto sexual fuera del matrimonio, sea ocasional o perma­nente. Esta causal requiere la prueba de las relaciones sexuales extrama­trimoniales, lo cual suele ser difícil. De ahí que la doctrina y la jurispru­dencia acepten la prueba indiciaria que resulta de presunciones gra­ves, precisas y concordantes; como ocurre por ejemplo con la partida de nacimiento del hijo extramatrimo­nial de un cónyuge, concebido y na­cido durante el matrimonio de este; la prueba del concubinato público, etc. en todo caso, si ellas tuvie­ran entidad suficiente para dar por acreditado el adulterio, las tendrán para configurar la causal de injuria grave, si se prueban hechos o actos incompatibles con la observancia de la fidelidad conyugal, apreciada de acuerdo con las circunstancias del caso.

Sobre esta causal debe considerarse que es improcedente su invocación si el cónyuge que la imputa pro­vocó, consintió o perdonó el adul­terio. La misma consecuencia se produce si media cohabitación en­tre los cónyuges con posterioridad al conocimiento del adulterio, lo que también impide proseguir con el proceso, según lo establece el artículo 336 del Código Civil.

De otra parte, la pretensión de sepa­ración de cuerpos o de divorcio por esta causal caduca a los seis meses de conocida la causa por el cónyuge que la imputa y, en todo caso, a los cinco años de producida, como lo establece el artículo 339 del Código Civil.

A este respecto, debe observase que el plazo máximo de cinco años es­tablece el límite temporal mayor para ejercer la pretensión, dentro del cual debe tomarse conocimien­to de la causa por el ofendido. No obstante, la pretensión siempre es­tará expedida mientras subsista el adulterio (caso del adulterio con­tinuado, como cuando se tiene una vigente y actual relación de con­vivencia extramatrimonial), por cuanto no han concluido los efectos del mismo para considerarlo un he­cho producido.

AIRES

Coloquialmente se ha designado al término aires a la facultad que tiene un sujeto para edificar sobre un edi­ficio. Sin embargo, el término usado no resulta acorde con una adecuada técnica jurídica utilizada, puesto que los aires no pueden ser objeto de ningún derecho, por ello sería más propio llamarlo derecho de sobre­edificar. En tal sentido, la reserva de aires o derecho de sobreedificar permite al titular de esta hacerse propietario de las edificaciones que construya. En consecuencia, no cabe confundir semejante derecho con el derecho de superficie que concede al titular de esta realizar determinadas construcciones para ejercer determi­nados atributos durante un tiempo limitado.

La reserva de aires es una figura ju­rídica usada –principalmente– en el régimen de propiedad horizontal o de propiedad exclusiva y común. Esta última hace referencia al ré­gimen jurídico que supone la exis­tencia de una edificación o conjun­to de edificaciones integradas por secciones inmobiliarias de dominio exclusivo, pertenecientes a distintos propietarios, y bienes y servicios de dominio común. Cuentan con un reglamento interno y una junta de propietarios.

El derecho de sobreedificar alude al derecho que tienen los copropietarios para edificar sobre el último piso de la finca sometida al régimen de pro­piedad horizontal. Sobre el carácter que tiene este derecho cabe mencio­nar que es uno de naturaleza real, puesto que concede a su titular distin­tas facultades en forma inmediata y directa sobre el bien. En tanto que se­gún nuestro Código Civil menciona que solo son considerados derechos reales los regulados por esa ley, cabe mencionar que para llegar a seme­jante conclusión –que el derecho se sobreedificación es un derecho real– debemos mencionar al artículo 955 del Código Civil que menciona que el subsuelo o sobresuelo pueden perte­necer, total o parcialmente, a propie­tario distinto que el dueño del suelo.

Respecto de la transferencia de este derecho debemos mencionar que ella se puede realizar a través de la compraventa, ello se pude advertir de una lectura atenta del artículo mencionado (artículo 955).

En principio el derecho de sobreedi­ficar no pertenece a ninguno de los propietarios. Sin embargo, en virtud de su autonomía privada, estos suje­tos podrían acordar en su reglamento interno que este derecho le corres­ponda exclusivamente a uno de los propietarios.

ALBACEA

El albacea es la persona encargada de ejecutar el testamento velando para que se cumplan las disposicio­nes de última voluntad del testador.

Se puede clasificar a los albaceas se­gún la forma de su nombramiento o por la extensión de sus atribuciones de ejecución.

Según su nombramiento, los alba­ceas se clasifican en: albaceas testa­mentarios, albaceas legales y alba­ceas dativos.

Los albaceas testamentarios, son aquellos nombrados por el mismo testador en el testamento, general­mente la definición general de alba­cea gira en torno a esta figura.

Los albaceas legales, se constitu­yen de acuerdo a la voluntad de los propios herederos cuando el testador no ha nombrado un albacea testa­mentario, o en el caso de que este haya renunciado o esté imposibilita­do de cumplir con la ejecución del testamento.

Los albaceas dativos, son aquellos nombrados por el juez, cuando en ausencia o imposibilidad del albacea testamentario, los herederos no lle­gan a un acuerdo en el nombramien­to del albacea legal.

Según la extensión de sus atribu­ciones, los albaceas se clasifican en universales y particulares.

Los albaceas universales son aque­llos que ha sido nombrado para dar ejecución al testamento sin ninguna restricción o limitación.

Los albaceas particulares, por el contrario, son aquellos que han sido encargados de ejecutar funciones de­limitadas por el testador.

 

 

ALIMENTOS

Por alimentos se entienden todos aquellos medios necesarios para la subsistencia de una persona, y que comprende no solo los relativos a la alimentación propiamente dicha, sino también a todos los aspectos de vida en general, incluidos por su­puesto, los de educación.

La prestación de alimentos es, en consecuencia, la satisfacción por una persona, a favor de otra, de los medios necesarios para la subsis­tencia de esta. Entendiéndose que la deuda alimenticia es la obligación que tiene una persona, bien por ley, por negocio jurídico inter vivos o por testamento, de prestación de ali­mentos a otra persona.

En cuanto a la naturaleza de la obli­gación de alimentos entre parientes la misma se encuadra dentro del ám­bito familiar, por lo que no se agota por el simple cumplimiento, y aun­que efectivamente tiene un conte­nido económico y su cumplimiento puede consistir en la entrega de una cantidad de dinero, su finalidad pre­valente es la protección de la vida de un familiar, lo que comporta que pueda ser calificada como de natura­leza no patrimonial.

La prestación de alimentos se pue­de cumplir de diferentes formas, las cuales se agotan en:

a) Mediante el cumplimiento del deber personal y recíproco de los cónyuges de socorrerse mutuamente.

b) Mediante el ejercicio de la fun­ción de la patria potestad.

c) Mediante un negocio jurídico, bien inter vivos, bien mortis causa, que fije la prestación de alimentos.

d) Mediante el cumplimiento de la obligación legal de los alimentos entre parientes.

La naturaleza jurídica del derecho de alimentos es de obligación, pero eso sí, con unas características peculia­res, al formar parte, no del derecho patrimonial, sino del derecho de fa­milia. Dichos caracteres son:

a) Impuesta y regulada por ley, y por lo tanto, con unas normas es­pecíficas y concretas.

b) Reciprocidad; el sujeto activo y pasivo son los mismos, y depen­derá por lo tanto de la situación económica y de la necesidad de estos.

c) Relatividad, en cuanto que es va­riable, dependiendo de la fortuna y situación económica del ali­mentante y de la situación y gra­do de necesidad del alimentista.

d) Personal e indisponible; la obli­gación se impone a un concreto alimentante y a favor de un con­creto alimentista.

e) Gratuidad; en cuanto que el que recibe los alimentos no se en­cuentra obligado a realizar nin­guna contraprestación a favor del que la otorga.

f) No es compensable, ni renuncia­ble, ni transferible a un tercero.

g) Es imprescriptible.

h) Es intransigible, por cuanto a la obligación alimentaria no se le pueden aplicar los distintos mo­dos de extinción de obligaciones reguladas en el Código Civil (léa­se condonación, novación, com­pensación, mutuo disenso, etc.).

 

 

ALUVIÓN

 

El aluvión es un hecho jurídico natu­ral consistente en el depósito de ma­teriales sueltos, gravas, arenas, etc. Acumulados por el agua al disol­verse. Otra acepción comúnmente utilizada la define como el traslado realizado por ríos o inundaciones y depositado donde la corriente dis­minuye, a las cuales se denominan tierras de aluvión.

Normalmente se trata de un fenó­meno natural, como por ejemplo la continua acción erosiva de las aguas, el arrastre de tierras, el curso del agua que se desvía, los cuales tienen como consecuencia la acumulación de materiales, como consecuencia del desprendimiento de un bien y su traslación a otro, siendo que el titu­lar de este último predio acrece su extensión al decidirse por mandato legal que sea también propietario de la porción que se le adhiere.

De este modo, la figura del aluvión es uno de los cuatro supuestos que la denominada accesión de inmuebles, las otras son: avulsión, la mutación del álveo o cambio de cauce de un río y la formación de una isla nueva. Los supuestos de mutación del ál­veo o cambio de curso del río se en­cuentran regulados por los artículos 79 y siguientes de la Ley N° 26865, mientras que la formación de una isla nueva es regulada por el artículo 6 inciso f) de la Ley General de Aguas, Ley N° 17752). Por su parte, la avulsión se encuentra regulada en el artículo 939 del Código Civil, en los siguientes términos: “Las unio­nes de tierra y los incrementos que se forman sucesiva e imperceptible­mente en los fundos situados a lo lar­go de los ríos o torrentes, pertenecen al propietario del fundo”.

Por su parte, la doctrina estima como necesarias dos características funda­mentales para poder decirse que se está frente a un caso de avulsión:

a) Que se produzca un incremento del terreno ribereño.

b) Que el aumento de terreno se produzca en forma lenta, sucesi­va e imperceptible y que su ori­gen sea la naturaleza.

Finalmente, debe tenerse presente que el solo hecho de la adherencia al suelo de propietario distinto lo hace propietario de la sección adhe­rida, no siendo necesario accionar judicialmente para que se produzca la adquisición de la propiedad. No obstante, por una cuestión de segu­ridad la persona beneficiada podrá accionar iniciar la acción corres­pondiente, a efectos de obtener una sentencia declarativa, por medio de la cual se dé cuenta de aquello que operó con la sola adherencia: la ad­quisición de la propiedad. Como es natural, esta pretensión declaratoria no tiene un plazo de prescripción ni caducidad, en la medida que estaría encaminada únicamente al reconoci­miento de una situación que encontró plena eficacia desde el momento de su acaecimiento.

 

 

AMPARO FAMILIAR

El hombre está sujeto a un fenóme­no inevitable: el de pasar, durante la primera etapa de su vida, por una situación de insuficiencia que lo in­habilita para valerse por sí mismo. A partir de su nacimiento y hasta mu­chos años después, el ser humano no solamente es incapaz de ejercer sus derechos, de cautelar sus intereses o de asumir responsabilidades, sino que o es hasta para sobrevivir por sus propios medios.

Este fenómeno de insuficiencia se traduciría en tal situación de desamparo que desembocaría en la muerte de cada hombre y, por lo tanto, en la extinción de la especie misma, si es que la propia naturaleza no proveye­ra a su oportuna solución.

De dos instrumentos se ha valido principalmente la naturaleza para
asegurar tal resultado: el de hacer nacer al hombre en un medio social, la adultez de cuyos miembros pue­de prestar amparo a la debilidad de aquel; y el de imprimir en ellos ins­tintos y sentimientos que los compe­tan a brindar la protección que el ser desvalido necesita.

Parecida situación se produce cuan­do, salido ya el ser humano de aque­lla primera etapa de su vida, cae, sin embargo, en insuficiencia o des­amparo por causa de otros factores –enfermedad, accidente, vejez, de­sempleo u otros semejantes– menos generales, pero igualmente graves al menos para la supervivencia del ser individual.

Varían, pues, los hechos que origina el desamparo –inmadurez, enferme­dad, vejez, desocupación; varían también los medios sociales en que el ser desvalido vive –familia, clan, tribu, Estado; y varían igualmente los instintos y sentimientos que im­pelen a la ayuda –amor maternal o paterno, afecto filial, fraternidad, solidaridad, caridad. Sin embargo, en todos estos casos existe un fenó­meno común que subyace y que está presente en todos ellos: la insuficien­cia del hombre para sobrellevar por sí mismo la situación en la que se encuentra.

Atento a esta realidad natural, el Derecho se limita, como en otros casos, a precisar los perfiles del fe­nómeno y a encauzar y disciplinar el movimiento de protección, organi­zando diversas figuras encaminadas a convertir en derechos ciertas ne­cesidades y en obligaciones civiles determinados deberes naturales o morales. Surgen, entonces, institutos y figuras jurídicas que responden, mediata o inmediatamente, ostensi­ble o indirectamente, a la misma vo­luntad de asegurar la supervivencia del individuo y de la especie. Sobre este fundamento construye así el Derecho figuras tan aparentemente distintas entre sí a veces, pero todas pudiendo ser subsumidas bajo la ter­minología común de amparo fami­liar: la patria potestad, los alimentos, los bienes de familia, la tutela, la curatela, el consejo familiar, cierto tipo de donaciones, herencias y le­gados, contratos como los de renta vitalicia y ciertos seguros, y quizá la adopción, la beneficencia pública y la asistencia social.

Todas estas instituciones que confor­man el denominado “amparo fami­liar”, difieren en su naturaleza jurídi­ca, contenido, duración y alcances; no obstante, todas ellas reposan en un mismo fundamento primario, que es un estado de necesidad requerido y urgido de atención.

 

 

ANALOGIA

A la ausencia en el ordenamiento jurídico de una norma para regular un caso concreto se le denomina la­guna real. También se denomina la­guna no a la ausencia de una norma cualquiera, sino a la ausencia de una norma justa (laguna ideológica). Su existencia en el ordenamiento jurídi­co puede deberse a cualquier motivo imputable al legislador (laguna sub­jetiva) o al envejecimiento del Dere­cho como consecuencia de la evolu­ción social (laguna objetiva).

Por su parte, las lagunas subjetivas pueden deberse a la negligencia o falta de previsión del legislador (lagunas involuntarias). La presen­cia de las algunas también puede deberse a que las normas son muy concretas (lagunas praeter legem) o a que las normas son muy generales y revelan en su interior vacíos que deben ser llenados con la interpreta­ción (laguna intra legem)

Una de las formas de colmar las lagunas del ordenamiento jurídico (proceso conocido como integración del derecho) es mediante la analogía.

La analogía es un método de integra­ción jurídica mediante el cual la con­secuencia de una norma jurídica se aplica a un hecho distinto que aquel que considera el supuesto de dicha norma, pero que le es semejante en sustancia. La analogía supone, así, la existencia de defecto o deficiencia en la normativa, y que debe ser so­lucionada por un procedimiento de integración jurídica, es decir, de ela­boración de una norma ad hoc para el caso.

De esta forma, ante la presencia de dos hechos sociales, uno que tie­ne regulación jurídica y el otro que no está regulado, pero ambos com­parten las mismas características esenciales, al hecho no regulado se le aplica la consecuencia jurídica del hecho regulado, en aplicación del principio que donde existe la misma razón corresponde aplicar la misma respuesta jurídica.

La aplicación analógica de la ley y la interpretación extensiva de la mis­ma se diferencian, porque mientras en esta se comprenden casos no pre­vistos en su texto, pero sí en su es­píritu, extendiéndose el significado de la norma, en aquella se extiende la aplicación de la norma a hechos no previstos ni en el texto ni en el espíritu de la norma (falta una norma reguladora, incluso interpretándola extensivamente). Entonces, la analo­gía tiene un ámbito más restringido que el de la interpretación extensiva, al estar excluida de las normas ex­cepcionales y de las que restringen derechos, conforme lo establece el artículo IV del Título Preliminar del Código Civil.

De igual forma, se suele distinguir la analogía legis, por la cual la nue­va regla para el caso no previsto se obtiene de una ley individual que regula un caso similar, de la analo­gía iuris, por la que la nueva regla para el caso no previsto se obtiene de todo o de parte del ordenamiento jurídico. Sin embargo, en el fondo la analogía iuris es una técnica de apli­cación de los principios generales del Derecho que deben ser aplicados en ausencia de disposiciones legales o consuetudinarias.

En síntesis, la aplicación analógica de una ley requiere los siguientes presupuestos: a) que un hecho espe­cífico no esté comprendido ni en la letra ni en el espíritu de una norma; b) que exista una ley que regule un hecho semejante al omitido; c) que exista identidad de razón (ratio legis) en el hecho omitido y en el regulado; d) que no se trate de una ley que esta­blezca excepciones o restrinja dere­chos, por cuanto para estos casos la aplicación analógica está proscrita.

 

 

ANATOCISMO

El anatocismo consiste en que los intereses vencidos y no pagados se agreguen al capital a efectos de que sobre este nuevo monto se produz­can nuevos intereses. Así, por ejem­plo, en caso tenga una deuda de 100 a una tasa de 5% (interés igual a 5), la suma del interés se agregaría al capital (100 + 5=105), siendo esta nueva suma la base para el cálculo del interés (nuevo interés igual a 5.25). El artículo 1249 del Códi­go Civil establece dicha regla de la prohibición del anatocismo al seña­lar que “[n]o se puede pactar la ca­pitalización de intereses al momento de contraerse la obligación, salvo que se trate de cuentas mercantiles, bancarias o similares”. Tal como se­ñala el artículo, en dichos casos se podrá pactar la capitalización de los intereses al momento de contraerse la obligación.

 

 

ANIMUS DOMINI

Cuando el comportamiento poseso­rio que el sujeto ejerce sobre el bien se realiza de manera exclusiva, es decir, siguiendo un modelo o están­dar de comportamiento dominical y que a su vez suscite una apariencia razonable ante los demás que actúa como si fuera un propietario se dice que se ejerce la posesión con animus domini. Este implica que el sujeto no reconoce en otro la posesión.

Asimismo, cabe agregar que este elemento no se puede circunscribir al fuero interno del sujeto, sino que debe exteriorizarse a través de com­portamientos objetivos, manifies­tos y notorios. Por consiguiente, no se trata de creerse propietario, sino de comportarse como tal. En ese sentido son poseedores con animus domini o en concepto de dueño, los propietarios, precarios, usurpadores, etc. De ello se colige que en una re­lación de mediación posesoria (po­seedor mediato e inmediato) el único que ejerce con animus domini es el mediato. No son poseedores en con­cepto de dueño, los arrendatarios, comodatarios, depositarios, etc.

Nuestro Código Civil asume la teo­ría objetiva en materia posesoria, por cuanto deja de lado el elemen­to subjetivo como el animus domini para configurar la posesión. Así lo menciona el artículo 896 de nues­tro Código Civil cuando señala que la posesión es el ejercicio de hecho de uno o más poderes inherentes a la propiedad. Sin embargo, siguiendo al artículo 950 del Código Civil, que creemos es la única norma, se pue­de sostener que el legislador ha re­cepcionado este elemento subjetivo como relevante para el ejercicio de la posesión para efectos de adquirir la propiedad. No obstante, ello, debe­mos mencionar que esta es una ex­cepción, pues de una interpretación sistemática de las normas referentes a dicho libro se puede llegar a la conclusión de que la teoría acogida por nuestra normativa es la objetiva.

Una de las funciones más trascen­dentales que juega este elemento subjetivo se presenta en la prescrip­ción adquisitiva, como uno de sus requisitos esenciales para que se configure esta manera originaria de adquirir la propiedad. En ese senti­do, el artículo 950 del Código Civil prescribe que la propiedad inmueble se adquiere mediante la posesión continua, pacífica y pública como propietario durante diez años. Se adquiere a los cinco años cuando median justo título y buena fe.

En tal sentido en una relación de mediación posesoria solo puede adquirir mediante prescripción el poseedor mediato. No cabe admi­tir que los poseedores inmediatos o servidores adquieran la propiedad mediante prescripción sea el tiempo que transcurra. Sin embargo, cuan­do el guardián de la casa (servidor de la posesión) ya no se comporta como tal y desconoce la posesión de quien lo contrato para tenerlo como uso exclusivo, es decir actúa como propietario, se dice que el sujeto ya no es un simple tenedor, sino un poseedor. En consecuencia, podrá adquirir la propiedad del bien me­diante prescripción larga si cumple con los otros requisitos que señala la ley (posesión pacífica, pública y continua). Cabe mencionar que estos comportamientos que realiza el suje­to deben ser notorios, manifiestos y públicos.

 

 

ANTICIPO DE HERENCIA

Figura jurídica consistente en consi­derar a los actos de liberalidad del causante hechos en vida a sus he­rederos forzosos, como parte de la masa hereditaria.

El anticipo de herencia se configura frente a un acto de atribución patri­monial a título gratuito (donación o liberalidad) efectuado a favor de los herederos forzosos, para efecto de la colación de bienes al momento de abrirse la sucesión del causante, por lo que el anticipo de herencia efectua­do a favor de un determinado herede­ro forzoso, realizado cuando existen en el momento de la liberalidad otros herederos no incluidos en dicho acto, tiene como finalidad que los bienes materia del anticipo regresen a la masa hereditaria para no perjudicar al resto de herederos forzosos.

Esta figura está íntimamente ligada a la donación como acto ínter vivos entre causante y heredero forzoso y solo adquiere la denominación de anticipo de herencia con el falleci­miento del causante.

 

 

ANTICRESIS

Figura jurídica que concede al acree­dor un derecho de disfrute de un bien inmueble para la satisfacción de su crédito. Derecho real de garantía en el que el deudor entrega al acree­dor, como garantía de una deuda, un inmueble al acreedor para que este lo explote hasta que satisfaga la deuda.

El acreedor anticrético también puede hacer suyo los frutos para la satisfacción del pago de intereses, obteniéndolos de acuerdo a una de­terminada explotación del bien.

La anticresis, como derecho real de garantía, se extingue al satisfacer la explotación del bien toda la deuda garantizada por el deudor frente al acreedor.

 

 

ANULABILIDAD DEL ACTO JURIDICO

La anulabilidad es la manifestación menos grave de la invalidez del acto jurídico, pues los defectos que pre­senta; estos son subsanables, pues solo afectan a una de las partes, sin afec­tar a una pluralidad de sujetos ajenos al acto, ni a la propia estructura del ordenamiento jurídico, a diferencia de la nulidad, en cuyo caso el acto jurídico no tiene ninguna posibilidad de ser subsanado.

El hecho de que el acto jurídico pre­sente una causal de anulabilidad no lo hace ineficaz en sí mismo, sino que el defecto puede ser subsanado, superviviendo su configuración.

En ese sentido, la anulabilidad del acto jurídico presenta una eficacia precaria del acto, dependiente de la subsanación del defecto o de la confirmación del acto por la parte afectada. Si la parte afectada por el defecto decide ejecutar el ne­gocio, este quedará saneado y, en consecuencia, el acto jurídico ya no tendrá condición de precario, sino que quedará perfeccionado. Por el contrario, si la parte afectada decide destruir las consecuencias indicadas, modificará, con efectos retroactivos, la esfera jurídica de la contraparte, al hacerle perder las situaciones jurídicas subjetivas que esta hubiese adquirido en función del negocio.

A diferencia de la nulidad, en los ca­sos de anulabilidad del acto jurídico, los jueces no pueden declararla de oficio, ni tampoco los terceros pue­den accionar para que esta sea decla­rada, correspondiendo esta potestad a la parte afectada por la causal de anulabilidad.

El Código Civil peruano prescribe que es anulable el acto jurídico.

  1. Por incapacidad relativa del agente.
  2. Por vicio resultante de error, dolo, violencia o intimidación.
  3. Por simulación, cuando el acto real que lo contiene perjudique el derecho de un tercero.
  4. Cuando la ley lo declare nulo.

 

Aplicación supletoria de la ley al contrato

La autonomía privada (o, para otros, la autonomía de la voluntad) consti­tuye el principio fundamental sobre el cual se asienta el Derecho Priva­do en general y el Derecho Civil en particular. Mediante la misma los privados pueden regular intereses de la forma en que la consideren per­tinente siempre que no contraven­gan normas imperativas, el orden público y las buenas costumbres. Más allá de aquellos límites son li­bres de regular sus relaciones como lo prefieran. En tal sentido, será lo que los mismos establezcan lo que deberá primar siempre, salvo que hayan transgredido un límite como los antes señalados. En dicho senti­do, el artículo 1356 del Código Civil prescribe que “Las disposiciones de la ley sobre contratos son supletorias de la voluntad de las partes, salvo que sean imperativas”. Teniendo en cuenta aquello, la ley solo entrará a regular las relaciones entre las par­tes cuando los mismos no hubieran pactado nada de manera expresa o cuando con su regulación se viole una norma imperativa, tal como se­ñala el artículo en mención. En su primera función, se dice que la ley tiene un carácter supletorio respecto de lo pactado en el contrato, al entrar a regular solo en caso de vació de re­gulación de los propios privados. Es usual confundir a las normas suple­torias, las cuales, como su nombre lo indica, tienen como función princi­pal cubrir los vacíos dejados por los particulares, con las normas disposi­tivas. Aquello parte del error de no tener en claro que la contraposición entre las normas no es de normas su­pletorias versus normas imperativas, sino que las primeras de las mismas se contraponen a las normas inter­pretativas, las cuales no sirven para suplir los vacíos del contrato sino para a través de sus propias disposi­ciones interpretarlo, y las segundas a las normas dispositivas. Una norma dispositiva es aquella que puede ser dejada por las partes al momento de vincularse.

 

Aplicación suple­toria del código civil al contrato

Las normas supletorias son aquellas que ante la ausencia de regulación de los privados se encargan de regu­lar aquellas situaciones no reguladas

por ellos, siempre que nos encon­tremos ante un negocio jurídico que contenga los elementos esenciales del mismo. En tal sentido, las nor­mas supletorias tienen como función llenar los vacíos contractuales y, en tal sentido, ahorra costos de transac­ción a los privados al momento de celebrar contratos.

Por ejemplo, en el caso de una com­praventa bastará que las partes ha­yan pactado el precio y el bien para que exista contrato de compraventa quedando los demás aspectos tales como los gastos, por ejemplo, regu­lados por el Código Civil. Así, el ar­tículo 1530 del Código Civil estable­ce que “Los gastos de entrega son de cargo del vendedor y los gastos de transporte a un lugar diferente del de cumplimiento son de cargo del comprador, salvo pacto distinto”. Atendiendo a cada tipo contractual se le aplicarán las normas supleto­rias establecidas en cada contrato, como en el ejemplo anterior. En el caso de los contratos atípicos de de­berá optar por aquel contrato que se asemeje más a aquel.

 

Aplicación tempo­ral de la ley

La ley o, más en general, la norma jurídica tiene un aspecto temporal en el cual la misma podrá ser aplicada. Aquello junto con los aspectos mate­riales (la materia regulada), persona­les (los sujetos a los que se aplica) y espaciales (el lugar donde se aplica).

En tal sentido, dependiendo del mo­mento en el cual la norma jurídica se aplicará podemos señalar los si­guientes tipos de aplicación:

  1. Aplicación inmediata: En este supuesto la ley se aplica a las si­tuaciones jurídicas y a sus con­secuencias existentes al momen­to de entrada en vigencia de una ley. En dicho sentido, se pronun­cia el artículo III del Título Pre­liminar del Código Civil, el cual positiviza la teoría de los hechos cumplidos en cuanto a la aplica­ción temporal de la ley. La teoría de los hechos cumplidos señala que los hechos cumplidos duran­te la vigencia de la ley deroga­da se rigen por aquella mientras que los hechos, consecuencias y situaciones que se materialicen después de la entrada en vigen­cia de la nueva ley se rigen por la misma. Esta teoría se contrapone a la teoría de los derechos adquiridos, la cual establece que al haberse adquirido determina­dos derechos durante la vigencia de la antigua ley debe ser esta la que siga rigiendo las consecuen­cias de aquello y no la nueva ley. Esta última teoría no ha sido acogida en nuestro ordenamiento jurídico.

Además de lo anterior, debe de­jarse constancia que según lo es­tablecido en el artículo 109 de la Constitución Política del Perú la “ley es obligatoria desde el día siguiente de su publicación en el diario oficial, salvo disposición contraria de la misma ley que posterga su vigencia en todo o en parte”.

  1. Aplicación retroactiva: La ley tendrá efectos retroactivos siempre que se haya determinado que la misma se aplicará, inclu­so, a hechos y situaciones ma­terializadas o existentes antes de la entrada en vigencia de la nueva ley. El mismo artículo III antes señalado establece que la ley “[n]o tiene fuerza ni efectos retroactivos, salvo las excepcio­nes previstas en la Constitución Política del Perú”. Al respecto como ejemplos de aquello po­demos señalar el artículo 103 de la Constitución Política del Perú que establece que “Ninguna ley tiene fuerza ni efecto retroac­tivos, salvo en materia penal, cuando favorece al reo”.
  2. Aplicación ultractiva: Por su par­te, estaremos ante una aplicación ultractiva de la ley en aquellos casos en los que a pesar de que la ley hubiera sido derogada la mis­ma sigue rigiendo determinados hechos y situaciones. Al respecto podemos citar el artículo 62 de la Constitución Política que esta­blece que la “libertad de contratar garantiza que las partes pue­den pactar válidamente según las normas vigente al tiempo del contrato. Los términos contrac­tuales no pueden ser modificado pro leyes u otras disposiciones de cualquier clase ( … )”. En tal sentido, se ha establecido la apli­cación ultractiva de los términos contractuales a fin de resguar­dar la seguridad jurídica de los contratantes.

 

 

APROPIACIÓN

Tradicionalmente se entiende que la apropiación es un modo originario de adquisición de la propiedad ya que los bienes que son adquiridos a través de dicho mecanismo no perte­necen a nadie, es decir son bienes sin dueño o res nullius (cosa de nadie). Sin embargo, la realidad normativa nos lleva a verificar que podemos encontrarnos ante un supuesto de apropiación, pero sin embargo estar ante un modo derivativo de adqui­sición de la propiedad. El Código Civil ha regulado dicho modo de ad­quisición en diversos artículos:

  1. Apropiación en sentido estricto: El artículo 929 del Código Civil se encarga de encarga de regular la apropiación de determinados bienes que tienen la condición de ser inanimados. Así, se esta­blece que las piedras, conchas u otros análogos que se hallen en el mar o en los ríos o en sus pla­yas u orillas, se adquieren por las personas que las aprehenden. En tal sentido, el acto material de la aprehensión traerá como conse­cuencia jurídica el incremento patrimonial de un sujeto a través de la adquisición de la propiedad

de los bienes aprehendidos. Por otro lado, se establece que aque­llo se hace sin perjuicio de las previsiones establecidas en otras leyes o reglamentos.

  1. Caza y pesca: El artículo 930 del Código Civil se encarga de regular la apropiación de deter­minados bienes animados, tales como los animales de caza y los peces, estableciendo que los mismos se considerarán apropia­dos si (a) han sido cogidos, (b) han caído en trampas o redes o (c) en caso se haber sido heridos hubieran sido perseguidos sin interrupción.

En estos casos, no debe descui­darse el hecho que a la fecha existe la Ley N° 27308, Ley Forestal y de Fauna Silvestre, la cual establece que los “recursos forestales y de fauna silvestre mantenidos en su fuente y las tierras del Estado cuya capaci­dad de uso mayor es forestal, con bosques o sin ellos, integran el Patrimonio Forestal Nacio­nal. No pueden ser utilizados con fines agropecuarios u otras actividades que afecten la co­bertura vegetal, el uso sostenible y la conservación del recurso forestal, cualquiera sea su ubi­cación en el territorio nacional, salvo en los casos que señale la presente Ley y su reglamento”. Asimismo, contamos con el De­creto Ley N° 25977, Ley Gene­ral de Pesca, que establece en su artículo 2 que “Son patrimonio de la Nación los recursos hi­drobiológicos contenidos en las aguas jurisdiccionales del Perú. En consecuencia, corresponde al Estado regular el manejo integral y la explotación racional de di­chos recursos, considerando que la actividad pesquera es de inte­rés nacional”. Dicho lo anterior, no debe quedar duda que en este caso nos encontramos ante su­puestos de adquisición derivada de la propiedad.

  1. Hallazgo: El hallazgo consiste en el evento mediante el cual un sujeto toma posesión de un bien que ha tenido un propietario pre­vio, pero que ha perdido el bien o lo ha abandonado. Sea cual fuere el supuesto, el que ha hallado el bien no lo adquiere en propiedad como en el caso de la apropiación debido a que nos encontramos ante un bien que tiene propieta­rio y no ante una res nullius (cosa de nadie) como en el caso de la apropiación en sentido estricto.
  2. Búsqueda de tesoro: El Código Civil también regula la búsque­da de tesoro en propiedad ajena, estableciendo en el primer pá­rrafo del artículo 934 que “[n]o está permitido buscar tesoro en terreno ajeno cercado, sembra­do o edificado, salvo autoriza­ción expresa del propietario. El tesoro hallado en contravención de este artículo pertenece ínte­gramente al dueño del suelo”.

En tal sentido, a pesar de que un sujeto hubiera realizado todos los esfuerzos para obtener el te­soro, el propietario del mismo seguirá siendo el propietario del terreno. No se dice nada respec­to de la autorización previa del propietario, por lo que no se deberá presumir una regla sino atender a los acuerdos expresos o aquello que se pueda deducir de las circunstancias. Adicio­nalmente, se establece que “[e]l tesoro descubierto en terreno aje­no no cercado, sembrado o edifi­cado, se divide por partes iguales entre el que lo halla y el pro­pietario del terreno, salvo pacto distinto”. Luego, en resguardo del interés público, el artículo 936 del Código Civil, refiriéndo­se a lo aselado con anterioridad establece que aquello solo será “cuando no sean opuestos a las normas que regulan el patrimo­nio cultural de la Nación”.

 

 

 

ARBITRIO

El arbitrio está vinculado con la de­terminación de la obligación que es objeto del contrato por parte de un tercero. La determinación del terce­ro viene a constituir un mecanismo de integración del contrato. A dichos efectos se determina al arbitrio del tercero la determinación de la obli­gación, por ello a dicho tercero suele denominarse arbitrador no debiendo confundir a aquel con el árbitro, el cual es el encargado de dirimir un conflicto de intereses a través de un laudo.

El arbitrador puede actuar con ar­bitrio de equidad (arbitrium boni viri) o con mero arbitrio (arbitrium merum), según se haya determinado por las partes o por la ley ante el si­lencio de estas.

a) Arbitrio de equidad.- El artículo 1407 establece que, si no resulta “que las partes quisieron remi­tirse a su mero arbitrio, el terce­ro debe proceder haciendo una apreciación de carácter equitati­vo”. En este caso estaremos ante el arbitrio boni viri, mediante el cual el arbitrador deberá proce­der con carácter equitativo a fin de proceder a integrar el contrato. Este tipo de arbitrio es presumi­do por ley, ya que ante ausencia de haber señalado que las partes se someten al mero arbitrio del tercero, se deberá presumir que se han sometido al arbitrio de equidad.

b) Mero arbitrio.- El artículo 1408 establece que la “determina­ción librada al mero arbitrio de un tercero no puede impugnar­se si no se prueba su mala fe”. En este caso, estaremos ante el mero arbitrio. El arbitrador de­berá actuar a su libre elección en la determinación encargada, pero siempre de buena fe, caso contrario se podría cuestionar la integración del contrato.

 

ARRAS

Las arras son aquel pacto por el cual una persona entrega a otra un bien, por lo general dinero, con la finali­dad de confirmar la celebración de un contrato definitivo (compraventa o alguno otro), resarcir su incumpli­miento u otorgar el derecho de re­tractarse de un contrato preparatorio, bajo sanción de pérdidas de las arras o la devolución del doble de estas.

Existen tres modalidades de arras, las confirmatorias, penales y de retractación.

Las arras confirmatorias tienen por función servir de señal de la celebra­ción de un contrato, siendo la suma o el bien entregado en arras un anti­cipo del precio convenido. Las arras confirmatorias, por lo tanto, suponen un principio de ejecución del contrato, pues no solo demuestra su cele­bración, sino que también demuestra que ya ha empezado a ser cumplido. En ese sentido, el artículo 1477 del Código Civil establece que la entre­ga de arras confirmatorias importa la conclusión del contrato. En caso de cumplimiento, quien recibió las arras las devolverá o las imputará sobre su crédito, según la naturaleza de la prestación.

Por su parte, las arras penales son una especie de las arras confirma­torias, funcionando no solo como señal de la celebración del contrato o como entrega de parte del precio pactado, sino que además permite indemnizar a la parte fiel en caso la parte que entregó o recibió las arras no cumpliera su obligación. En ese sentido, el artículo 1478, que regu­la las arras penales, señala que, si la parte que hubiese entregado las arras no cumple la obligación por causa imputable a ella, la otra parte puede dejar sin efecto el contrato conser­vando las arras. Asimismo, dispone que si quien no cumplió es la par­te que las ha recibido, la otra puede dejar sin efecto el contrato y exigir el doble de las arras. Por lo tanto, las arras penales se ubican en una posición intermedia entre las arras confirmatorias y las de retractación.

Finalmente, las arras de retractación son aquellas que en los contratos preparatorios permiten a las partes la posibilidad de desvincularse de di­cho contrato, perdiendo la cantidad entregada como arras o devolvien­do el doble de lo recibido. Sobre el particular, el artículo 1480 prescribe que la entrega de las arras de retrac­tación solo es válida en los contratos preparatorios y concede a las partes el derecho de retractarse de ellos. El artículo 1481 señala que si se re­tracta la parte que entrega las arras, las pierde en provecho del otro con­tratante; mientras que si se retracta quien recibe las arras, debe devol­verlas dobladas al tiempo de ejerci­tar el derecho. Asimismo, el artículo 1483 precisa que si se celebra el contrato definitivo, quien recibe las arras las devolverá de inmediato o las imputará sobre su crédito, según la naturaleza de la prestación.

 

 

ARRENDAMIENTO

El arrendamiento es aquel contrato mediante el cual una de las partes (el arrendador) se obliga a ceder a la otra (el arrendatario) el uso de un bien por un tiempo determinado, a cambio del pago de una renta.

Entre las características más impor­tantes que presenta el contrato de arrendamiento tenemos que se trata de un contrato típico, en la medida que se encuentra no solo recogido sino normado en el Código Civil; igualmente es un contrato princi­pal o autónomo, pues no depende de ningún otro; es conmutativo, en razón que desde el momento de la celebración del contrato tanto el arrendador como el arrendatario co­nocen las prerrogativas y desventa­jas que les originará el contrato; es un típico contrato de administración, entendiéndose por administración a aquel acto que tiende a la conserva­ción y explotación del patrimonio, así como al empleo de las rentas; es consensual, pues el contrato se per­fecciona con el simple acuerdo de voluntades entre las partes, sin que sea necesario que el contrato se ma­terialice en un documento que reúna alguna formalidad; y es de prestacio­nes recíprocas, pues el arrendatario es acreedor del bien materia del con­trato y deudor de la renta convenida, mientras que el arrendador es acree­dor de la renta que ha pactado por el bien, pero a la vez es deudor del bien que debe ceder temporalmente en uso al arrendatario.

 

La principal obligación que la sus­cripción de este contrato origina al arrendador es la de ceder temporal­mente al arrendatario el uso de un bien por cierta renta convenida. Ade­más el arrendador tiene las siguien­tes obligaciones: entregar al arrenda­tario el bien arrendado con todos sus accesorios, en el plazo, lugar y esta­do convenidos; mantener al arren­datario en el uso del bien durante el plazo del contrato y a conservarlo en buen estado para el fin del arrenda­miento; y, a realizar durante el arren­damiento todas las reparaciones ne­cesarias, salvo pacto distinto.

Por su parte, el arrendatario tiene como principal obligación pagar la renta en el plazo y lugar convenidos. Otras obligaciones del arrendatario son: recibir el bien, cuidarlo dili­gentemente y usarlo para el destino que se le concedió en el contrato o al que pueda presumirse de las cir­cunstancias; pagar puntualmente los servicios públicos suministrados en beneficio del bien, a dar aviso in­mediato al arrendador de cualquier usurpación, perturbación o imposi­ción de servidumbre que se intente contra el bien; permitir al arrendador que inspeccione por causa justifi­cada el bien, previo aviso de siete días; efectuar las reparaciones que le correspondan conforme a la ley o al contrato; no hacer uso imprudente del bien o contrario al orden público o a las buenas costumbres; no intro­ducir cambios ni modificaciones en el bien, sin asentimiento del arren­dador; no subarrendar el bien, total o parcialmente, ni ceder el contrato, sin asentimiento escrito del arrenda­dor; y devolver el bien al arrendador al vencerse el plazo del contrato en el estado en que lo recibió, sin más deterioro que el de su uso ordinario.

 

 

ARRENDAMIENTO FINANCIERO

El arrendamiento financiero es el contrato que tiene por objeto la lo­cación de bienes muebles o inmue­bles por una empresa locadora para el uso por la arrendataria, median­te pago de cuotas periódicas y con opción a favor de la arrendataria de comprar dichos bienes por un valor pactado. Así define a este contrato el Decreto Legislativo N° 299, norma que regula el contrato mercantil de arrendamiento financiero, del 29 de julio de 1984.

Este contrato admite dos modalida­des: el leasing financiero y el leasing operativo.

El leasing financiero puede ser de­finido como aquel contrato por el cual una de las partes (la empresa de leasing) se obliga a adquirir de un tercero (el proveedor) determinados bienes que la otra parte (la empresa usuaria o arrendataria) ha elegido previamente, contra el pago de una renta mutuamente convenida, para su uso y disfrute durante cierto tiem­po, que generalmente coincide con la vida útil del bien, corriendo todos los gastos y riesgos por cuenta del arrendatario, quien al finalizar dicho periodo, podrá optar por la devolu­ción del bien, concretar un nuevo contrato o adquirir los bienes por un valor residual.

Por su parte, en el leasing operati­vo una empresa, generalmente fa­bricante o proveedor, se obliga a ceder temporalmente a una empresa arrendataria el uso de un determi­nado bien, a cambio de una renta periódica, como contraprestación. Una importante diferencia con el leasing financiero es que la relación contractual prescinde de la empresa intermediaria, pues se produce una vinculación directa entre el usuario y el fabricante o productor.

ASOCIACIÓN

El derecho a asociarse se constituye en uno de los pilares fundamentales en cualquier sociedad democrática, por ello el ordenamiento jurídico se encarga de brindar a los sujetos los mecanismos necesarios para que de esta manera efectivicen su derecho. En ese sentido el derecho a asociar­se se configura en dos vertientes que podemos llamar positiva y negativa. El primero hace referencia a la liber­tad que tienen los sujetos para deci­dir si deciden agruparse en una aso­ciación o no, siempre que cumplan los requisitos que exige la ley. Es lo que suele llamarse “libertad positiva de asociación”. De modo contra­rio, el segundo hace referencia a la libertad que tienen los sujetos para retirarse, sin ningún inconvenien­te, de cualquier asociación a la que hayan pertenecido. Es lo que suele denominarse “libertad negativa de asociación”.

El artículo 80 del Código Civil pe­ruano señala que la asociación es una organización estable de perso­nas naturales o jurídicas, o de ambas, que a través de una actividad común persigue un fin no lucrativo. Es muy importante entender a la norma en lo relativo al fin no lucrativo que busca la asociación, pues aquel se consti­tuye en un elemento sustancial para definir semejante figura jurídica. En ese sentido, el fin no lucrativo hace referencia, no a la obtención de ex­cedentes o ganancias que se derivan de las mismas actividades que reali­za la asociación, sino, sobre todo, al fin que se busca con ello. Es decir, si las ganancias son utilizadas para ser repartidas entre los mismos miem­bros o si son utilizadas para servir como una suerte de inversión para las futuras actividades que se preten­da realizar. Esta última es lo que se constituye en el fin no lucrativo, por ello se resalta que la distinción entre fin lucrativo y no lucrativo, no se da en la mayor obtención de ganancias que se pudiera recaudar, sino en la manera cómo los sujetos se compor­tan para con ella; en consecuencia, si se busca un reparto de esos exce­dentes, será considerado como fin lucrativo, de lo contrario, es decir, si se busca conseguir fondos para reali­zar el fin social de la asociación, será considerado como fin no lucrativo.

En consecuencia, una asociación que se dedica a difundir actividades culturales como el teatro, no podrá repartirse entre sus miembros las ga­nancias obtenidas, sino que aquella servirá para mejorar y potenciar di­chas actividades teatrales.

Por otro lado, la asociación solo ten­drá la calidad de persona jurídica cuando esta se inscriba en Registros Públicos debiendo cumplir con todas las formalidades que prevé la ley. Así, por ejemplo, el estatuto deberá constar por escritura pública, que viene a ser la norma interna de la asociación, para luego pasar a inscribirse en el registro respectivo. De lo contrario, en caso de no inscribirlo, será consi­derado como un sujeto derecho.

El órgano supremo de la asociación lo constituye la asamblea tal como lo señala el artículo 80 del Código Civil. Aquella se encargará de diri­gir las actividades más trascenden­tales de la asociación y en esencia representa el órgano que representa la voluntad de los asociados.

 

ATENTADO CONTRA LA VIDA DEL CÓNYUGE

El atentado contra la vida del cón­yuge constituye una causal de sepa­ración de cuerpos y de divorcio con­templada en el artículo 333 inciso 3 del Código Civil.

Desde el punto de vista penal, la ten­tativa se caracteriza por el comienzo de la ejecución de un delito.

En este caso, se trata del intento de homicidio de uno de los cónyuges contra el otro, sean o no comunes, e independientemente de si el cónyu­ge es el autor principal del delito, o si actúa como cómplice (primario o secundario) o instigador.

Como la calificación de la tenta­tiva por el juez de la separación o del divorcio, no está sujeta a previo juzgamiento en sede penal, se ha planteado la cuestión de determinar si los actos preparatorios, no consti­tutivos de tentativa desde el punto de vista penal, pueden ser considerados como tentativa a los efectos de la se­paración de cuerpos y el divorcio. Se ha sostenido que aun cuando el acto preparatorio no caiga bajo la acción del Código Penal, nada obsta a que constituya causal de divorcio.

En sentido contrario, se ha dicho que, si los actos preparatorios no llegan al grado de tentativa, es decir, al co­mienzo de ejecución del delito, no se constituiría el presupuesto de esta causal, sin perjuicio de que los he­chos configuren injuria grave.

Sobre el particular, la doctrina mayo­ritariamente se inclina por la segun­da posición, ya que, aun cuando los actos preparatorios no sean punibles según el Derecho Penal, nada obsta a que constituyan injuria grave, y, en su caso, sean causal de divorcio.

Por otro lado, la pretensión de sepa­ración de cuerpos o de divorcio por esta causal caduca a los seis meses de conocida esta por el cónyuge que la imputa y, en todo caso, a los cinco años de producida.

 

AUSENCIA

La ausencia, en sentido lato, es un fenómeno jurídico que se manifiesta por el hecho que una persona no está presente en el lugar de su domicilio en condiciones que dan un entorno de incertidumbre sobre diversos as­pectos de su esfera jurídica inclu­yendo sus relaciones personales, fa­miliares y patrimoniales e, incluso, sobre su existencia. La ausencia, así entendida, es la falta de presencia en el lugar donde la persona jurídi­camente debería encontrarse aunada a determinadas condiciones que, se­gún el caso, generan diversos efec­tos jurídicos.

El Código Civil hace referencia a tres manifestaciones de la ausencia: la de­saparición, la declaración de ausencia y la declaración de muerte presunta.

La desaparición, como manifesta­ción de la ausencia, viene a ser un hecho jurídico que se configura cuando la persona no se halla en el lugar de su domicilio y han transcu­rrido más de sesenta días sin noticias sobre su paradero.

En cambio, la declaración judicial de ausencia se genera a partir de cir­cunstancias más complejas que la simple desaparición, lo cual genera también que las consecuencias jurí­dicas que se producen sean mucho más severas.

La consecuencia jurídica directa, que surge a partir de la declaración judicial de ausencia, es que se da la posesión temporal de los bienes del ausente a quienes serían sus herede­ros forzosos, en caso de muerte del mismo al tiempo de declararla. Esta situación se entiende debido a que, en principio, los herederos forzosos, los familiares más cercanos, son los llamados a proteger los intereses eco­nómicos del desaparecido. Se entien­de, además, debido a que los herede­ros forzosos tienen una expectativa a salvaguardar ya que el patrimonio en cuestión, de confirmarse la muer­te del desaparecido, se transmitiría a ellos. Por tal razón, se les otorga la posesión temporal de los bienes que, eventualmente, recibirán en herencia.

Asimismo, la declaración de ausen­cia también produce efectos extrapa­trimoniales. La principal consecuen­cia de este tipo es, naturalmente, el propio estado de ausencia de la per­sona. En este sentido, el Código pe­ruano omite la problemática relativa a la obligación que tendrían los pa­rientes, ya sean herederos forzosos o no, y/o del curador interino, de ser el caso, para proceder a la búsqueda del declarado ausente, tal y como es­tablece el Código Civil español.

Por otro lado, si el declarado ausente tuviese hijos, la patria potestad respec­to a estos queda en suspenso confor­me al artículo 466 numeral 23. Debe tenerse en cuenta que si los dos padres declarados ausentes, será necesario constituir la correspondiente tutela.

Finalmente, no debe perderse de vista que la declaración de ausen­cia no rompe el vínculo matrimo­nial. En tal sentido, en caso que el cónyuge del declarado ausente se casará nuevamente, el nuevo ma­trimonio sería nulo según lo es­tablece el artículo 274 numeral 3 del Código. No obstante, tal matri­monio solo podrá ser impugnado mientras el estado de ausencia, por el nuevo cónyuge y siempre que hu­biese procedido de buena fe.

AVULSIÓN

Antes de definir a la avulsión, se debe hablar de accesión. Esta cons­tituye un modo adquisitivo de la propiedad consistente en la atribu­ción al propietario de un bien, de todo aquello que se le une o adhiere materialmente.

En tal sentido, el presupuesto de la accesión es la existencia de dos bie­nes, uno de los cuales tendrá el ca­rácter de principal, y el otro de ac­cesorio, siendo este último el que se adhiere en el primero. Sin embargo, el conflicto de intereses nos e pre­senta cuando el titular de los dos bienes (principal y accesorio) es la misma persona, pues en tal caso no caben dudas quién es el propietario del objeto resultante. El conflicto re­quiere que los propietarios de ambos bienes, antes de la accesión, sean dis­tintas personas. Por lo tanto, el pre­supuesto para que opere esta figura es la modificación objetiva del bien.

Las accesiones pueden ser fluviales, de edificaciones o de bienes mue­bles. La avulsión se encuentra den­tro de las primeras.

Así, una tradición histórica prove­niente del Derecho romano incluye dentro de la accesión los problemas derivados de las mutaciones produ­cidas en los predios por efecto de las aguas. Los problemas clásicos sobre esta materia son: el aluvión, la avulsión, la mutación de los cau­ces y la formación de islas. El Có­digo Civil peruano solo regula las dos primeras figuras, mientras las otras dos han quedado sin ordena­ción jurídica.

En el caso específico de la avulsión, esta se produce cuando una parte considerable y conocida de un fundo contiguo al curso de un río o to­rrente es arrancado de él y transpor­tado por la fuerza de las aguas hacia un fundo inferior o hacia la ribera opuesta. Según el Derecho romano, el terreno desprendido se mantiene en la esfera del propietario del terre­no principal, aunque este solo puede reivindicarlo mientras la parte des­prendida no se hubiera adherido al nuevo fundo y los árboles hubieran echado raíces en él.

El Código Civil peruano en su ar­tículo 940 sigue el criterio tempo­ral –al igual que los códigos civiles francés e italiano– pues se establece que el primer propietario del terre­no desprendido puede reclamarlo dentro del plazo de dos años desde el suceso: vencido este plazo, pierde su derecho de propiedad a favor del titular del fundo al que se adhirió el terreno, siempre que este haya toma­do la posesión. Es decir, no basta la adición de una porción desprendida del terreno vecino; sino, además, es necesaria la inacción del primer pro­pietario por dos años y la posesión del propietario del campo al que se unión la porción.

Cumplidos estos requisitos, se pro­duce la adquisición de la propiedad por accesión de dicha porción des­prendida de terreno. Por lo demás, la diferencia entre el aluvión y la avulsión se halla en que la primera surge cuando el acrecentamiento del terreno se produce por acción insen­sible, lenta y paulatina de las aguas; mientras la segunda se produce por una fuerza súbita.