La inimputabilidad de los menores

Las acciones delictivas cometidas por menores de edad se vienen incrementando en casi todo el territorio nacional sin que encontremos una solución a este problema que está poniendo en jaque a nuestra sociedad.

 

Asimismo, la inseguridad ciudadana se mantiene como un desafío en todo el territorio nacional, especialmente en las grandes ciudades, para las autoridades policiales y judiciales.

 

Cierto es que la delincuencia, el crimen organizado se han ido incrementando de manera acelerado desde la década del 80, pero también es verdad que ha llegado el momento de que todos deberíamos emprender acciones urgentes y eficaces para proteger a la ciudadanía de la delincuencia.

 

En ese contexto, las acciones reñidas con la ley cometidas por menores de edad constituyen un capítulo aparte que merece un tratamiento especial.

 

Detrás de cada delincuente juvenil generalmente existen personas mayores que inducen al menor a tomar el camino equivocado empezando a utilizarlos y “formarlos” para que cumplan “encargos” y, al final, el joven se vuelve avezado y participa del crimen organizado (Diario El Peruano, 2013).

 

Ellos saben que la única sanción que recibirían es ser enviados a Maranguita de donde saldrán libres para seguir cometiendo fechorías.

 

El Poder Judicial tiene que enfrentar este problema sin infringir la Ley de Menores vigente y, por tanto, no puede adoptar sanciones más drásticas y disuasivas.

 

Según la citada legislación, los menores de edad no cometen delitos, sino infracciones y por tanto son inimputables, pero esa concepción jurídica ya ha sido desbordada por una realidad en la que los delincuentes juveniles cometen crímenes tan horrendos como los que perpetran sujetos adultos.

 

Ahora es común ver cómo jóvenes de entre 15 y 17 años de edad actúan como sicarios, asesinando a personas inocentes, como parte integrante de las bandas de secuestradores, extorsionadores y marcas.

 

Con astucia, son  “asesorados” por  personas adultas, que merecen ser castigadas severamente. Debe tipificarse el agravante de utilizar a menores en sus actos delictivos, aumentando drásticamente las penas.

 

La sociedad tiene la necesidad y el derecho a defenderse. El crimen organizado no solamente causa graves daños a personas y familias, sino que representa un tremendo escollo que dificulta el desarrollo económico y social del país.

 

Por estas razones fundamentales es urgente y necesario que el Congreso de la República debata al más breve plazo posible el proyecto de Ley contra el crimen organizado enviado por el Ejecutivo, incluyendo además otros instrumentos legales que permitan a la Policía Nacional, el Ministerio Público y Poder Judicial actuar con mayor eficacia.

 

Hay otras iniciativas que también deben ser tomadas en cuenta por el Legislativo, como aquella que sugiere que se prolongue la carcelería del delincuente juvenil una vez que cumpla la mayoría de edad, de acuerdo con la gravedad de sus delitos.

 

En consecuencia, se observa que los adolescentes infractores cometen delitos que peligran no solo la salud de las víctimas, sino que generan daños económicos y sociales puesto que la ley solo le castiga como infractores solo con medidas de seguridad y protección.

 

Nos basamos en la teoría positivista del derecho. El positivismo jurídico como una teoría científica del derecho no puede presuponer en su conocimiento y descripción del derecho positivo la existencia de una fuente trascendente del derecho, más allá de toda posible experiencia humana, esto es, la existencia de una voluntad divina cuyo sentido son las normas prescriptivas de conducta humana.

 

Puesto que solamente las normas creadas por una autoridad trascendente, y por lo tanto absoluta, pueden ser consideradas como absolutamente justas e inmutables, el positivismo jurídico no puede aceptar como válida ninguna norma absolutamente justa e inmutable. Sólo puede sostener la validez de normas creadas por el arbitrio humano y que por lo tanto son mutables, esto es, normas que pueden tener contenido diferente en tiempos y lugares diferentes, sea que se trate de normas jurídicas o morales. (Kelsen, 2008).

 

Pero el principio de la justicia que se refiere a la formación del derecho positivo, en tanto que exige un derecho con un contenido determinado, es una norma de la moral positiva, que al igual que el derecho positivo puede ser diferente en tiempos y lugares diferentes. Así como el positivismo jurídico tiene que distinguir entre derecho y moral, como dos órdenes sociales diferentes, tiene que distinguir también entre derecho y justicia, y por ello sostener la posibilidad de un derecho positivo justo, esto es, conforme a una moral determinada, como también la de un derecho positivo injusto, esto es, contrario a una moral positiva determinada.

 

Por lo tanto, no puede hacer dependiente la validez del derecho positivo de su relación con la justicia, porque tal dependencia sólo puede existir si la justicia es un valor absoluto, si se presupone la validez de una norma de justicia que excluye la de toda otra norma contraria.

 

Si se admite la posibilidad de muchas normas de justicia distinta y posiblemente contradictoria entre sí, el valor de justicia solo puede ser relativo. Entonces todo orden jurídico positivo tiene que entrar en contradicción con alguna de estas numerosas normas de justicia y no podría haber un orden jurídico positivo que no pudiera ser considerado como inválido, esto es, contrario a alguna de esas normas de justicia.

Por otro lado, todo orden jurídico positivo puede estar conforme con alguna de las muchas normas de justicia que constituyen valores meramente relativos, sin que tal conformidad pueda ser considerada como fundamento de su validez. Una doctrina jurídica positivista, es decir, realista, no sostiene, como debe ser subrayado, que no existe justicia, sino que de hecho se presuponen muchas normas de justicia diferente y posiblemente contradictorias entre sí. No niega que la formación de un orden jurídico positivo puede estar, y como regla de hecho lo está, determinada por la representación de alguna de las muchas posibles normas de justicia y en especial, no niega que todo orden jurídico positivo, es decir, los actos mediante los cuales son creadas sus normas pueden ser valorados según una de esas normas de justicia y juzgados como justos o injustos.

 

Pero insiste en que esas escalas de valor sólo tienen carácter relativo y que, por lo tanto, los actos mediante los cuales ha sido creado un mismo orden jurídico positivo son justificados como justos si se miden con una escala, pero condenados como injustos si se miden con otra; que, sin embargo, un orden jurídico positivo es independiente en su validez de las normas de justicia según las cuales se valoran los actos creadores de sus normas. Porque una doctrina positiva del derecho reconoce el fundamento de validez de un orden jurídico positivo no en las múltiples normas de justicia, puesto que no puede dar preferencia a ninguna de ellas, sino en la “norma fundamental” hipotética, esto es: presupuesta en el pensamiento jurídico. De acuerdo con ella debemos conducirnos y tratar a los hombres como corresponde a la primera constitución histórica, eficacia en general, sin tener en cuenta si el orden erigido con arreglo a esa constitución corresponde o no a alguna norma de justicia. (Academia., 2008).

 

En tanto que la cuestión versa sobre la validez del derecho positivo, no entra en consideración ninguna otra norma que esa norma fundamental, en particular, ninguna norma de justicia.

 

La norma fundamental es la respuesta de una doctrina positivista del derecho a la pregunta por el fundamento de validez de un orden coercitivo positivo, esto es, creado por vía de legislación y costumbre, que es eficaz en general. No es una respuesta categórica incondicional, sino una respuesta hipotética, condicional. Ella dice: si un derecho positivo es considerado válido, esto es, si se acepta que “debe ser” la conducta prescripta por las normas de ese derecho, entonces se presupone la norma que debe ser la conducta prescripta por la primera constitución histórica de acuerdo a la cual es creado el orden jurídico positivo.

 

Esta norma, la norma fundamental, no es una norma positiva, “puesta” (gesetzt) por un acto de voluntad de una autoridad jurídica, sino una norma “presupuesta” en el pensamiento jurídico. Su presuposición es condición –en el sentido de Kant: condición lógico-trascendental– bajo la cual un orden jurídico positivo es considerado válido. La norma fundamental determina solamente el “fundamento”, no así el “contenido” de validez del derecho positivo. Este fundamento de validez es completamente independiente del contenido de validez. La norma fundamental deja la determinación del contenido del derecho positivo al proceso de creación del derecho, determinado por la constitución: la legislación y la costumbre. (Kelsen, 2008).

 

Por tanto, el derecho positivo no puede jamás estar en contradicción con su norma fundamental, mientras que la posibilidad de un conflicto entre el derecho positivo y el derecho natural es esencial para la doctrina jusnaturalista.

 

Esto significa, empero, que la norma fundamental no representa ninguna escala de valor o de “disvalor”, de justicia o de injusticia del derecho positivo. Justamente por eso se considera insuficiente al positivismo y se le contrapone la doctrina del derecho natural que aparenta proporcionar esa escala como un criterio seguro de justicia o injusticia del derecho positivo y dar una respuesta incondicional a la pregunta por el fundamento de validez de un derecho positivo.

 

Definición de imputabilidad

La tendencia en la doctrina y la legislación ha sido la de determinar la imputabilidad desde las ciencias naturales. En las legislaciones antiguas sobre la base de la psiquiatría y posteriormente en relación a la psicología. Solo modernamente se ha incluido una dirección valorativa y se plantea la imputabilidad como una cuestión a definir normativamente. En todo caso, sin embargo, se tiende a dar una importancia fundamental a las ciencias naturales (Bustos, 1987).

 

Esta tendencia habría que ponerla en revisión desde dos perspectivas diferentes. Por una parte desde el contenido mismo de la fórmula utilizada y, por otra, en relación a la fórmula misma.

  1. – Revisión del contenido de la fórmula

La fórmula actualmente utilizada señala que ser imputable implica la capacidad de conocer la ilicitud del obrar y de poder actuar conforme a tal conocimiento. En definitiva simplemente se pone el acento solo en dos aspectos psicológicos, en el referente al conocimiento (momento cognoscitivo) y el relativo a la voluntad (momento volitivo). (Bustos, 1987,  p. 281).

 

Pero la realidad psicológica del individuo no se agota en estos dos aspectos y habría, por ejemplo, que considerar todo el problema de la afectividad. La fórmula, por tanto, resulta discutible ya en su contenido. Ello justamente tiene especial importancia en el caso de los jóvenes. En efecto, esta tendencia a poner el acento en el conocimiento y la voluntad pareciera basarse en una idea radicalmente racionalista de la sociedad y el hombre, en que las características de éste son el conocimiento y la voluntad. Con lo cual ya de partida el joven aparece como alguien que no aparece dotado de estas características fundamentales del hombre (“maduro”).

 

“De este modo se crea una forma de diferenciación propia a la teoría de la divergencia, en que el joven aparece estigmatizado desde el principio y por tanto sujeto a la tutela del Estado y la sociedad, pues presenta características peligrosas para ésta y de la cual la sociedad ha de defenderse. Sobre la base de la ciencia (natural)” (González, 1985, p. 117) y, por tanto, de una pretendida verdad indiscutible se justifica cualquier intervención del Estado sobre la categoría de los jóvenes. La idea clasificatoria de las ciencias naturales traspasa el sistema penal y permite la creación de una ley especial, en el sentido de una ley conforme a las características de personalidad del sujeto.

 

Pero no solo ha de criticarse el contenido de esta fórmula desde el aspecto puramente psicológico individual, sino también desde una perspectiva social. Se pone el acento solo en el individuo aisladamente, olvidándose que el derecho y el derecho penal en específico están referidos a relaciones sociales y por tanto al sujeto en relación a otros. Luego hay que considerar la interacción social entre los sujetos, que resulta fundamental para enjuiciar la responsabilidad de estos y también por tanto su imputabilidad. Se trata de incorporar a la discusión de la imputabilidad toda la problemática de las llamadas subculturas.

 

Es decir, respecto de determinados individuos (pertenecientes a una determinada subcultura, las cuales se dan en todo sistema social y han de ser reconocidas por toda sociedad abierta o democrática) la cuestión a debatir no está referida a sus aspectos cognoscitivos o volitivos, que resultan innegables, sino en relación a su mundo cultural, a sus vivencias, a sus creencias, que pueden interferir completamente su relación con la cultura dominante o hegemónica (así el caso de los indígenas en América Latina o de los gitanos en Europa).

 

Luego, también desde esta perspectiva la fórmula utilizada tradicionalmente resulta demasiado restringida e insuficiente. Implica pasar por alto una situación existente en todo sistema social y en definitiva no atender las necesidades de vastos grupos sociales, con lo cual se produce una relación de dominación sobre ellos y consecuentemente una política discriminatoria.

 

B.-       Revisión de la fórmula en cuanto tal

La cuestión a discutir es si es posible plantear una definición en torno a este tema sobre la exclusiva perspectiva de las ciencias naturales o sobre un criterio mixto de carácter científico natural y normativo (Gonzales, 1983).

 

El problema de la imputabilidad gira en torno a la consideración del individuo como persona, esto es, como un sujeto dotado de derechos y al que se le pueden imponer obligaciones. Esto es, de un sujeto dotado de autonomía. Se trata, como señala la Constitución de “la dignidad de la persona” y de “los derecho inviolables que le son inherentes”. Luego la discusión sobre la imputabilidad no se puede dar en términos naturalísticos o simplemente de una mixtura de estos elementos con otros de carácter valorativos. La problemática de la imputabilidad es primeramente una cuestión a resolver desde un punto de vista político jurídico.

 

En primer lugar, entonces, hay un aspecto determinante que condiciona toda la discusión, esto es, que el juicio de imputabilidad o inimputabilidad no puede desvirtuar el carácter de persona del sujeto y por tanto su dignidad y derechos que le son inherentes. No es menos persona un inimputable ni más persona el imputable. Las fórmulas hasta ahora utilizadas tienen, sin embargo la tendencia de plantear una cierta minusvalía respecto de los inimputables (“no tienen capacidad para…”) y a negarles su autonomía como persona, y por tanto, al mismo tiempo a conceder una tutela sobre ellas por parte del Estado. Se produce una confusión entre las diferentes necesidades que pueden tener las personas y las cuales debe tutelar el Estado.

 

Más aún se produce una confusión entre las diferentes necesidades que pueden tener las personas con una diferenciación sobre sus características personales, lo que se utiliza como fundamento para esa tutela del Estado, en razón de su peligrosidad social. Todo ello vulnera clara y palmariamente los deberes positivos del Estado frente a la persona, el principio de la dignidad de la persona y el principio de igualdad.

 

Conforme, por tanto, a los principios constitucionales actuales, propios a un estado social y democrático de derecho, la imputabilidad como juicio sobre un sujeto tiene que partir del principio político jurídico (y no de ciencia natural) de que se trata de un persona y de que éstas son por tanto iguales en dignidad y derecho. De ahí entonces la revisión crítica de las actuales fórmulas sobre imputabilidad, que de algún modo, por su afincamiento en las antiguas posiciones positivistas basadas en las ciencias naturales, tienden a una ideología de la diferenciación.

 

El juicio de imputabilidad tiene pues un primer nivel ineludible en un estado social y democrático de derecho, que el sujeto sobre el que recae es una persona humana y por tanto no se puede hacer ninguna discriminación ni en razón de sus cualidades personales ni tampoco por el grupo o sector personal al cual pertenezca.

 

Ahora bien, a la persona en cuanto se le reconoce como actor social, como sujeto de derechos y obligaciones, se le puede pedir responsabilidad y, por cierto, solo en la medida que se le hayan proporcionado todas las condiciones necesarias para el ejercicio de sus derechos y obligaciones. No se trata simplemente de atender a la enunciación de un postulado, sino a su efectividad, a su desarrollo como principio social. Su responsabilidad puede darse a diferentes niveles político jurídicos.

 

En tal sentido habría que “distinguir entre una responsabilidad penal en general y una penal criminal” (González, 1983, pág. 178). La responsabilidad penal en general está definida en su contenido por el hecho de una intervención coactiva por parte del estado sobre los derechos básicos del sujeto y que obliga por tanto a la consideración de todas las garantías desarrolladas para evitar el abuso y arbitrariedad del Estado frente a los derechos fundamentales (o bien derechos humanos) del individuo.

 

“Es la lucha política que ha desarrollado desde siempre el individuo frente al Estado. Dentro de esta responsabilidad general hay que considerar la responsabilidad penal administrativa, por ejemplo, y también la responsabilidad penal de los inimputables, ya que a ellos se les aplican determinadas sanciones o medidas en forma coactiva” (Giménez S., 1981, p. 145). Principios garantistas básicos en referencia a toda responsabilidad son la responsabilidad por el hecho y la legalidad de los delitos (o, en general, hechos infractores) y las penas de la Constitución.

 

A los inimputables en virtud de su hecho delictivo se les aplican determinadas sanciones o medidas. La cuestión a decidir es entonces la diferencia con los llamados imputables y en definitiva la distinción entre un derecho penal en general y un derecho penal criminal. Determinar cuáles son las razones que hacen posible que a un sujeto en virtud de un hecho delictivo se le aplique una pena no criminal (sanción o medida) y a otro en virtud del mismo hecho delictivo se le aplique una pena criminal.

 

Ello quiere decir entonces que hay un segundo nivel en el juicio de imputabilidad, que evidentemente no puede contradecir el primer nivel, esto es, que esta diferenciación en la pena (criminal y no criminal) no puede residir en una discriminación en cuanto a las personas como tales. Por eso mismo no es posible configurar tal segundo nivel sobre la base de distinciones provenientes de las ciencias naturales, como pretendían los positivistas (en relación a características biológicas, psicológicas o sociales). Tal segundo nivel sólo puede surgir desde una consideración político jurídica y por tanto en forma concreta desde una perspectiva político criminal.

 

“El estado tiene que considerar que respecto de ciertas personas determinadas necesidades no han sido satisfechas y que por tanto se dan respecto de ellos obstáculos que impiden o dificultan las condiciones para su libertad e igualdad y de los grupos en que se integran, o bien, no aparece suficientemente garantizada su participación” (De Leo G, 1985, págs 99 y 101). Luego respecto de estas personas su responsabilidad por los hechos delictivos que cometan no puede ser igual a las de otros en que ello no sucede.

 

De modo entonces que en este nivel del juicio de imputabilidad han de considerarse diferentes niveles de necesidades y de obstáculos a su satisfacción y sólo una vez hecha esta determinación se puede hablar de un sujeto imputable. La imputabilidad es siempre, por tanto, de carácter sociopolítico y ha de estar fundamentada. El juicio de imputabilidad implica en definitiva desde un punto de vista político criminal la incompatibilidad de la respuesta del sujeto con su hecho frente a las exigencias de protección de bienes jurídicos por parte del ordenamiento jurídico.

 

Respuesta implica capacidad de responder (responsabilidad) y ello tiene como supuesto que el sujeto ha sido satisfecho en sus necesidades particulares o se le han removido los obstáculos que impedían tal satisfacción. Por eso el juicio de imputabilidad en este segundo nivel tiene que considerar estos supuestos de la respuesta del sujeto o de su capacidad de responder, pues es un juicio de exigibilidad (de carácter general) (Carbonell, 1987, p.37, 38). Desde un punto de vista político criminal tal respuesta concreta, esto es, considerada desde el hecho realizado y no desde la conducta de vida del sujeto o sus características personales han de ser incompatible con todo el ordenamiento jurídico, es por eso un juicio de incompatibilidad por excelencia, ya que el derecho penal criminal es última ratio.

 

De ahí que la inimputabilidad implique siempre un juicio de determinada compatibilidad. La respuesta del sujeto no será apreciada desde el derecho penal criminal, sino que será considerada, ya que ha habido un injusto penal (un delito) en otros ámbitos sancionatorios coactivos. Luego en caso alguno se niega la capacidad de respuesta del sujeto; lo cual sería negarle su carácter de persona; cuando se plantea un juicio de inimputabilidad, sino simplemente se afirma que su responsabilidad no puede moverse en el ámbito penal criminal, porque ello sería arbitrario y abusivo por parte del Estado, sino dentro de otro ámbito coactivo sancionatorio.

 

Es por eso que el juicio de inimputabilidad no configura una categoría de personas diferentes (“los inimputables”), como ha surgido tendencialmente desde las posiciones positivistas de la peligrosidad, sino que sólo puede significar dentro de un Estado social y democrático de derecho el enjuiciamiento de su responsabilidad en un orden diferente al penal criminal.

 

El planteamiento positivista ha llevado en definitiva dentro de la ciencia penal a considerar dos categorías anómalas de personas, los inimputables por una parte y los imputables por otra. Unos y otros serían peligrosos y la sociedad ha de defenderse de ellos. El simplemente agregar un planteamiento valorativo, como ha sucedido con la fórmula tradicional utilizada en la imputabilidad, ciertamente no ha podido cambiar este orden de cosas y por el contrario ha servido para encubrir esta realidad y justificar el tratamiento estigmatizador y denigratorio que reciben unos y otros.

 

Es por eso que el juicio de inimputabilidad, en la medida que plantea la responsabilidad por el hecho dentro de otro orden jurídico sancionatorio, no puede implicar que se desmonte todo el edificio de garantías que se ha construido alrededor del individuo en su relación con la intervención del Estado. “Por el contrario, se trata de aumentar estas garantías, ya que se parte del reconocimiento que el Estado por diferentes circunstancias (psicológico individuales, psicológico sociales o sociales) no ha estado en condición de satisfacer las necesidades de ese individuo o de remover los obstáculos para su satisfacción” (González, 1983, p. 179). De modo entonces que se han producido interferencias significativas en la respuesta del sujeto, que impiden que el Estado pueda intervenir con la coacción penal criminal. Solo queda entonces considerar otros ámbitos del orden coactivo penal, siempre que ello no implique transgredir las garantías generales del orden penal y las particulares del orden penal que se le aplique.

 

La inimputabilidad del menor

Dentro del marco conceptual anterior hay que considerar el juicio de inimputabilidad en relación al menor. Evidentemente la fórmula tradicional de inimputabilidad como falta de capacidad de conocer el injusto o falta de capacidad de actuar en consecuencia con el conocimiento del injusto, no se puede aplicar al caso del menor.

 

La problemática del menor no se puede reducir a estos términos de conocimiento y voluntad, sino que se trata en su caso de una consideración global de su situación dentro del sistema social. Se trata de una consideración fundamentalmente político criminal y no por tanto psicologista. Resultaría hoy totalmente absurdo y una total ficción plantear sin más que el menor no tiene capacidad para conocer el injusto o no tiene capacidad para actuar en consecuencia con su conocimiento. Tal planteamiento carecería de toda fundamentación e implicaría negar la complejidad de la realidad del menor.

 

Pero no sólo es objetable el contenido de la fórmula tradicional en el caso de los menores, sino también la fórmula misma.

 

Como señalábamos anteriormente dos son los niveles que tienen que entrar en consideración en el juicio de imputabilidad e inimputabilidad. El primero implica el reconocimiento de persona del sujeto enjuiciado y por tanto de su dignidad y de los derechos que le son inherentes. Ahora bien, en el caso de los menores el juicio de inimputabilidad, dado que el “control social de los menores desviados está fundamentado desde sus inicios en las bases ideológicas de la teoría positivista”, ha implicado siempre una negación de su carácter de persona, de ente autónomo, y ha pasado a quedar sujeto bajo la tutela del Estado.

 

En definitiva, por tanto, “el juicio de inimputabilidad del joven respecto del hecho injusto por él cometido, no significa “irresponsabilidad”, ya que siempre se le aplica una sanción, aunque sea mediante un fraude de etiquetas (señalándose que es una medida tutelar o benéfica y no una pena)” (Albrecht, 1987).

 

Se produce en razón del hecho injusto (delito) una intervención coactiva del Estado respecto del joven. Es por eso que no se puede hablar de irresponsabilidad del menor, al menor se le hace evidentemente responsable por sus hechos, de ahí la medida coactiva, y ello porque ciertamente es responsable, porque es persona y, por tanto, sus actos son plenos de significación dentro del sistema social. De ahí entonces que resulte un burdo fraude de etiquetas plantear que al menor no se le aplica un derecho penal, sino otra cosa.

 

La inimputabilidad del joven no impide su responsabilidad ni que se le aplique un derecho penal. Por eso mismo han de aplicarse todas las garantías del derecho penal en general, además de una profundización de ellas en virtud de la situación especial en que se encuentra el joven frente al Estado.

 

La edad penal

La problemática de la edad penal está indisolublemente ligada con la del menor y por tanto también con el juicio de imputabilidad. Ahora bien, tradicionalmente la edad penal ha sido confundida con la edad penal criminal y el centro de la discusión sólo ha estado referido a este límite. Pero ciertamente la cuestión a debatir es más amplia, pues se trata también de determinar la edad penal en general, ya que como hemos explicado anteriormente también al menor se le hace responsable penalmente (aunque no sea con carácter criminal).

 

Luego habrá que poner en discusión cuál es la edad del menor que se ha de poner como límite a su responsabilidad penal no criminal. En suma dos son las cuestiones a debatir en relación al menor respecto a la edad, una referente a cuál es el límite en que termina la responsabilidad penal no criminal y otra en relación a cuál es el límite en que empieza la responsabilidad penal no criminal.

 

  1. Límite en que termina la responsabilidad penal no criminal

Por una parte, el derecho penal criminal es última ratio, esto es, ha de intervenir solo en última instancia, luego respetando el orden y condiciones de los controles anteriores en primer lugar, y además sólo cuando han fracasado todos los controles anteriores. Luego en este caso de los jóvenes resultaría contradictoria su intervención, pues no se estaría respetando el orden y condiciones de los controles anteriores, que incluyen al menor de 18 solo dentro de un determinado nivel; habría en su aplicación un salto y sustitución de niveles, que implicaría que el derecho penal criminal pase a ser no última ratio sino prima ratio.

 

Por otra parte, la fundamentación de la intervención del Estado en materia penal criminal es la protección de bienes jurídicos y ello supone la participación efectiva y plena de todos los sujetos en su establecimiento como tales.

 

Ese no es el caso cuando se trata de los menores de 18, pues ellos no están en capacidad jurídica de discutir y participar efectivamente en la configuración de las leyes. Respecto de ellos el principio de legalidad de los delitos y las penas tiene, por tanto, una debilidad de origen. La conciencia de la norma y del injusto están en el grupo de los mayores, en ellos está en formación o en re formulación.

 

Por último, en la medida que el derecho penal criminal es un control social específico, resulta indispensable enjuiciarlo también desde sus consecuencias, es decir, éstas no podrían ser perjudiciales socialmente. Desde un punto de vista general, la aplicación del derecho penal criminal tiene un carácter estigmatizador, es decir, segrega o tiende a segregar al sujeto de su participación sociopolítica.

 

Por tanto su aplicación al menor de 18, que ya está limitado en su participación sociopolítica, resulta altamente perjudicial, pues va a destruir todos sus procesos de formación participativa. Va a impedir, en definitiva, que el joven llegue a participar efectivamente. Lo cual evidentemente es perjudicial desde el punto de vista social y se opone a los objetivos constitucionales y sociopolíticos del sistema. Ahora bien, desde el punto de vista concreto, en relación a las penas aplicables, se ratifica lo anteriormente señalado, pues la pena por excelencia del derecho penal criminal es la pena privativa de libertad. Respecto de ésta hay abundantes investigaciones que demuestran sus efectos perniciosos sobre el sujeto (en general procesos de despersonalización) y, por tanto, con mayor razón sobre el menor de 18 años.

 

En definitiva, analizada la problemática de la edad límite superior de lo que ha de entenderse por joven jurídicamente, resulta necesariamente que, si se quiere ser consecuente desde un punto de vista tanto general como particular con el sistema, la edad tiene que fijarse en los 18 años. La responsabilidad penal criminal ha de empezar a los 18 años.

 

Cuestión totalmente diferente es que por razones políticas criminales específicas se considere la conveniencia de otorgar al juez penal criminal facultad para aplicar al mayor de 18 y hasta una determinada edad (por ejemplo 21) y siempre que se den determinadas circunstancias, el estatuto jurídico penal del joven.

 

B.-       Límite en que comienza la responsabilidad penal no criminal

La otra cuestión a dilucidar en relación a la edad penal del menor es hasta qué edad mínima se puede plantear su responsabilidad penal. Es decir hasta qué edad mínima se puede enfrentar su capacidad de respuesta con las exigencias del ordenamiento jurídico. Ciertamente hay un área que se podría situar hasta los siete años en que de modo alguno alguien podría sostener que se le pueden plantear exigencias jurídicas con sanción penal. Sin embargo, de ahí en adelante se podría entrar a discutir el tema, y se podrían dar argumentos de todo tipo para una u otra postura en cuanto a la edad mínima.

 

Habría que descartar, con el objeto de no caer nuevamente en tesis peligrosistas o positivistas en general, todas aquellas argumentaciones basadas exclusivamente en planteamientos biológicos, psicológicos, psiquiátricos o sociológicos. En otras palabras, “el criterio determinante ha de ser, como en el caso del límite máximo, de carácter político criminal”. (Giménez, 1981, pág. 271.)

 

Pareciera que este límite mínimo es necesario ponerlo en conexión con la obligación educativa del Estado, es decir, solo se puede exigir una respuesta determinada en la medida que se ha dado al sujeto las bases de formación para una tal capacidad de respuesta (Cantarero, 1988, pág. 229).

 

Delincuencia juvenil

Muchas han sido las teorías realizadas a lo largo de la historia en el campo de la Criminología que han intentado averiguar el origen y las causas de la delincuencia juvenil, desde los más diversos enfoques y corrientes científicas. Así encontramos teorías de carácter endógeno y exógeno cuyo fundamento se basa en aspectos psicológicos, biológicos, sociales, etc.  Realizadas sobre diferentes estudios e investigaciones empíricas [estadísticas policiales, judiciales y penitenciarias, informes de autodenuncia (self-reporter studies), encuestas de victimización, comparaciones de grupos, etc.

 

Para su mejor entendimiento y comprensión se han clasificado las diversas teorías en tres grandes bloques perfectamente diferenciados.

 

El primero, y más numeroso, engloba las teorías de la criminalidad o teorías etiológicas de la criminalidad, que se corresponde con aquellas teorías que ya sea desde una visión biológica, psicológica o sociológica, integran lo que se conoce como la criminología clásica. En segundo lugar me ocuparé de las teorías de la criminalización que son aquellas realizadas bajo los postulados de la criminología crítica. Seguidamente se estudiarán las teorías integradoras que, como su propio nombre indica, intentan integrar o armonizar los postulados de la Criminología clásica con los de la Criminología crítica. Por último, intentaré dejar constancia de mi postura al respecto.

 

Teoría Contemporánea

Que es un adolescente Infractor.- Según el Código del Niño y Adolescente; se considera adolescente infractor a aquel cuya responsabilidad ha sido determinada como autor o participe de un hecho punible tipificado como delito o falta en la ley penal. Por otro lado, en cuanto a la sanción por comisión de infracción, en lugar de denominarla pena, se le denomina medida socio- educativa, siendo la más grave la medida socio-educativa de internación.

 

Teorías de la criminalidad. La criminología clásica

Vásquez (2003), señala en su obra Teorías Criminológicas. “Los defensores de estas teorías tratan de explicar el comportamiento criminal en función de anomalías o disfunciones orgánicas, en la creencia de que son factores endógenos o internos del individuo, los que al concurrir en algunas personas les llevan a una predisposición congénita para la comisión de actos antisociales o delictivos. Del estudio de los rasgos biológicos o del estudio psicológico de la personalidad criminal tratan de obtener aquellos factores que predisponen a algunas personas al delito”.

 

La tesis de LOMBROSO, en base a sus estudios biológicos y antropomórficos realizados sobre presidiarios que el delincuente era una especie de ser atávico “que reproduce en su persona los instintos feroces de la humanidad primitiva y los animales inferiores”, degenerado, marcado por una serie de anomalías corporales y cerebrales fácilmente reconocibles (mandíbulas enormes, pómulos altos, orejas grandes, frente prominente, insensibilidad al dolor, tatuajes, etc”.

Peña E. (2006) señala en su libro Agresión y Conducta Antisocial en la Adolescencia (Editorial 2006)- Madrid. Aunque la agresión física y la violencia se han asociado a la adolescencia, tiene su inicio en una etapa anterior. Encontrándola en una etapa escolar los niños muestran ya conductas físicamente agresivas, tales como rabietas sin motivo peleas que suelen estar motivadas por la adquisición de juguetes, o golosinas, por lo que se considera actos agresivos de tipo instrumental. Durante el transcurso de la infancia intermedia, a partir de 5 o 6b años, la agresión física y otras formas de conducta antisocial manifiesta como por ejemplo la desobediencia comienzan a descender a medida que el niño se va haciendo más competente a la hora de resolver sus disputas de forma más amigable.

 

Teorías psicobiológicas

Los defensores de estas teorías tratan de explicar el comportamiento criminal en función de anomalías o disfunciones orgánicas, en la creencia de que son factores endógenos o internos del individuo, los que al concurrir en algunas personas les llevan a una predisposición congénita para la comisión de actos antisociales o delictivos. Del estudio de los rasgos biológicos o del estudio psicológico de la personalidad criminal tratan de obtener aquellos factores que predisponen a algunas personas al delito.

 

La tesis de Lombroso (1975). La Escuela positivista italiana (Ferri y Garofalo, 2010). La doctrina se muestra prácticamente unánime al considerar que la Criminología, tal y como la conocemos hoy en día, con el rango de una ciencia empírica independiente del Derecho Penal y de otras ciencias afines, se debe a Lombroso, quien fundamentalmente en su famosísima obra L’Uomo delinquente, desarrolló su teoría sobre el “delincuente nato” o “criminal atávico”. Fácilmente reconocibles (mandíbulas enormes, pómulos altos, orejas grandes, frente prominente, insensibilidad al dolor, tatuajes, etc). El delincuente nato se caracterizaba por los siguientes rasgos psicológicos:

  • Insensibilidad moral.
  • Precocidad antisocial.
  • Imprevisión.

 

La conclusión a la que llegaba no podía ser otra que la existencia de individuos que debían ser considerados delincuentes desde su nacimiento, ya que estaban fuertemente predestinados al delito que mantenía Lombroso en base a sus estudios biológicos y antropomórficos realizados sobre presidiarios que el delincuente era una especie de ser atávico “que reproduce en su persona los instintos feroces de la humanidad primitiva y los animales inferiores”, degenerado, marcado por una serie de anomalías corporales y cerebrales.

 

Esta teoría ha sido cuestionada porque establece que el delincuente nace según ciertos rasgos; sin embargo ha sido ampliada por otras teorías como los sociológicos.

 

Teorías sociológicas:

La moderna Sociología Criminal contempla el delito como un fenómeno social, procediendo a su explicación desde diversos enfoques teóricos.

  1. a) Teorías de la socialización deficiente. Este grupo de teorías que vamos a intentar explicar a continuación, tienen en común, en mayor o menor grado, el que centran su explicación de la delincuencia en procesos deficientes de socialización de los individuos, ya sea por un defectuoso aprendizaje en la infancia o por imitar, asociarse o integrarse en diversos grupos o subculturas delincuentes.

 

Antecedentes: la Escuela Cartográfica y la Escuela sociológica francesa en la primera mitad del siglo XIX comienzan a tener una cierta importancia en el estudio de la criminalidad la elaboración y análisis de las estadísticas criminales. A ello se dedican un grupo de eminentes sociólogos franceses (la llamada Estadística Moral o Escuela Cartográfica, cuyos principales representantes son Quételet y Guerry, y, posteriormente la Escuela Sociológica o Escuela Francesa de Lyon, cuyos autores más destacados fueron Lacassgne y Tarde) que abordan el fenómeno criminal al amparo de los datos que les ofrecen las estadísticas criminales, estudiando el crimen como un fenómeno social y, oponiéndose por tanto a las ideas predominantes de la Escuela positiva italiana, principalmente a la concepción del criminal nato de Lombroso y al carácter biológico de la criminalidad.

 

La Nueva Criminología

La influencia del Funcionalismo en la Criminología condujo al estudio de la respuesta al delito a partir de las funciones y disfunciones del sistema legal y su relación con el sistema social, de este modo se concibe el control social como una  reacción a la desviación. El problema no es ya el delincuente, sino las agencias que lo convierten en tal, por lo que aparece la denominada teoría del “etiquetamiento”  utilizan el Interaccionismo simbólico que identifica una corriente de pensamiento de corte  sociológico según la cual lo que rige el comportamiento humano no es la norma, sino la interpretación que de la conducta de unos hacen los demás, en este sentido la ley existe no porque haya consenso social, sino todo lo contrario, para resolver los conflictos sociales que se crean por la existencia de diversidad  de clases sociales, credos, grupos étnicos, etc.

 

Esta teoría concibe la sociedad de modo pluralista y contradictoria. La Ley juega un rol importante, pero los procesos de criminalización están marcados por la reacción social.

 

Este vuelco produce un cambio de paradigma en cuanto al estudio de la desviación social, al desplazarse el centro del objeto de estudio de la Criminología, del paradigma etiológico referido al delincuente y las causas de su comportamiento, al paradigma de la reacción social.

 

Las interrogantes que generó la teoría del etiquetamiento condujeron a los criminólogos a establecer otros agentes implicados en esta perspectiva, llegándose a la conclusión de que algunos medios de control social tienen un papel importante en el etiquetamiento de los individuos que delinquen, a saber: Las Leyes, La Policía, Los Órganos de la Administración de Justicia, etc.

 

Las teorías del “Etiquetamiento” se radicalizaron en Europa y Estados Unidos en la década de los 70, esto generó que se identificara toda manifestación delictiva como política surgiendo así  “La nueva teoría de la desviación” en medio de un clima de efervescencia revolucionaria ante los múltiples acontecimientos ocurridos en esta época que provocaron manifestaciones y protestas populares pro derechos humanos

 

El desarrollo de la nueva teoría de la desviación entrañaba un potencial subversivo del sistema capitalista que dio lugar a la Criminología crítica, la cual  descalificaba la mayoría de los presupuestos anteriores, pero  no se despojó totalmente del pensamiento marxista al centrar su atención en la concepción de que todo el Derecho respondía a los intereses de la clase dominante.

 

Pero la década de los 80 se inicia para algunos países de Europa y en EE.UU. con un proceso de fortalecimiento de la derecha que hace peligrar el Estado social; el terrorismo y las Legislaciones anti-terroristas complican el panorama político-criminal, la clase obrera pierde protagonismo, todo ello arrastra consigo la Contrarreforma que comienza negando el carácter político de la delincuencia.

 

A pesar de esta situación, los criminólogos críticos en Europa y EE.UU continuaron los estudios basados en la reacción social, pero con una nueva lectura, estos discursos pretendían esclarecer las funciones de la Política Criminal y del Derecho Penal desde el sistema de ideas de la Criminología

 

Las divergencias teóricas que se produjeron como consecuencia de las distintas posiciones asumidas por los criminólogos críticos se agruparon en tres tendencias  fundamentales:

 

1-     El Neorrealismo de Izquierda.

2-     La teoría del Derecho Penal Mínimo.

3-     El Abolicionismo.

 

El Aprendizaje Social:

El aprendizaje social es una teoría general socio-psicológica que ofrece una explicación sobre la adquisición, el mantenimiento y la modificación de la conducta delictiva y desviada. La misma adopta factores sociales, no sociales y culturales que intervienen tanto para motivar y controlar la conducta delictiva, como para fomentar y socavar la conformidad. Los principios de aprendizaje social de la teoría no se limitan a explicar la conducta novedosa, sino que constituyen principios fundamentales de actuación que explican la adquisición, el mantenimiento y la modificación de la conducta humana.

 

Como se acaba de decir, la conducta delictiva y desviada se aprende y se modifica (se adquiere, se ejecuta, se repite, se mantiene y se modifica) a través de los mismos mecanismos cognitivos y conductivos que la conducta conforme. Difieren en la dirección, el contenido y los resultados de la conducta aprendida. Por tanto, es impreciso afirmarlo.

 

Norma: Jurisprudencia nacional e internacional

El proyecto de ley No. 01107 “Ley que modifica los artículos 20 y 22 del Código Penal”; propuesta por el Congresista William Monterola del grupo parlamentario “Perú Posible” y,

 

El proyecto de ley 01124 “Ley que modifica la edad mínima de responsabilidad penal en el Perú”; propuesta por el Congresista Marco Falconí del grupo parlamentario “Alianza Parlamentaria”.

 

En relación a estos proyectos de ley (Nº 1113/2011–CR, 1024/2011–CR, 1107/2011–CR) que en líneas generales, proponen que los adolescentes de 16 y 17 años que infrinjan la ley sean juzgados bajo el marco legal del derecho penal de adultos; CONADENNA junto con otras redes y colectivos invocan al Congreso de la República y la opinión pública a una mayor reflexión sobre dichas propuestas.

 

Para esta conclusión es importante tomar en cuenta que desde el punto de vista de los derechos de las niñas, niños y adolescentes (entendiéndose como adolescente a toda persona menor de edad entre 12 y 18 años) el abordaje sobre responsabilidad penal en los adolescentes debe considerar:

 

Que la Convención sobre los Derechos del Niño, suscrito por el Estado Peruano el 3 de agosto de 1990 y que compromete de manera vinculante a adecuar sus normas nacionales a los principios y derechos reconocidos de manera internacional, resalta en los artículos 37, 40 y 41, que los Estados deben tener especial cuidado cuando juzguen a personas menores de 18 años, usando la privación de la libertad como último recurso, junto con la convención existe a nivel mundial suficiente un marco normativo internacional sobre adolescentes infractores: Las Directrices de Riad para la prevención de la Delincuencia Juvenil, las Reglas de las Naciones Unidas para la protección de los menores privados de libertad, y las Reglas de Beijing o Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para la Administración de la Justicia de Menores, también las buenas prácticas desde la Justicia Penal Restaurativas y otras acciones, incluyendo aquellas que fomenten la prevención y atención a los adolescentes.

 

Así mismo, la Observación General de las Naciones Unidas N° 10 sobre los Derechos del Niño, en el tema de justicia de adolescentes, emitida en el año 2007, por el Comité Internacional de Derechos del Niño con sede en Ginebra, Suiza, ofrece a los Estados parte, criterios y orientaciones para la formulación de una política general de justicia juvenil y refirma la importancia de aplicar la privación de la libertad como último recurso, por el periodo más breve y de disponer de una amplia variedad de alternativas a la internación de personas menores de edad, enfatizando una intervención de carácter social y educativa y salvaguardando el Interés Superior del Niño y su reintegración social.

 

En concordancia con estos instrumentos internacionales, el Estado Peruano ha adecuado su normatividad promulgando el Código de los Niños y Adolescentes en 1992 y modificándolo por Ley 27337 del año 2000, estableciendo una serie de medidas de carácter socio-educativo para todo adolescente infractor, entre las cuales se encuentra la internación, sólo cómo último recurso.

 

Principales hitos de los derechos de los niños, niñas y adolescentes en el Perú

  • 1989: Convención sobre los Derechos del Niño.
  • 1990: Perú firma la Convención sobre los Derechos del Niño.
  • 1992: Se promulga la Ley Nº 26102 Código de los Niños y Adolescentes.
  • 2000: Se promulga la Ley Nº 27337 Nuevo Código de los Niños y Adolescentes.
  • 2006: Congreso de la República realizó un fórum para analizar el Código de los Niños y
  • Adolescentes concluyendo que era necesario formar una Comisión Revisora de dicho cuerpo legal.
  • 2011: Presentan proyecto de ley del Nuevo Código de los Niños, Niñas y Adolescentes.
  • 2012: En mayo de ese año la Comisión de Justicia y Derechos Humanos del Congreso emite dictamen y presenta texto sustitutorio llamado “Código de la Niñez y Adolescencia.

 

 

Que el Código Penal del Perú en su artículo 22 declara que el adolescente que trasgrede la normatividad jurídica son inimputables, por lo tanto se les reconoce una responsabilidad penal atenuada propia de su etapa de desarrollo humano, por lo que dicha responsabilidad deberá ser compartida por el Estado, la sociedad y la familia, en la medida que falló el control social.

 

Que en el actual Plan Nacional de Acción por la Infancia 2012-2021, elaborado por el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP) como ente rector de la infancia y adolescencia, establece una serie de estrategias para la disminución de la tasa de adolescentes en conflicto con la ley penal, resaltando “modificar leyes y normas que prioricen la aplicación de medidas alternativas a la privación de libertad”. Es muy interesante verificar que en el Objetivo Estratégico 3, Resultado 11, ya establece avances en la materia, planteando diversas acciones de implementación para la disminución de la tasa de adolescentes en conflicto con la ley penal.

 

Finalmente es en el mismo Estado que se ha logrado desarrollar prácticas innovadoras con resultados favorables para la prevención y atención de la violencia en materia de justicia juvenil. Una de ellas es el modelo de Justicia Juvenil Restaurativa y que, ante sus resultados positivos el Ministerio Público ha creado el Programa Estratégico de Justicia Juvenil Restaurativa, el cual se viene implementando progresivamente a nivel nacional y que ha sido reconocido como una buena práctica en gestión pública, siendo motivo de estudio y análisis por otros países.

Es evidente que una política que solo se centra en la represión fundada en una ley se muestra más como una medida populista que como una verdadera solución que brinde atención a las verdaderas causas del problema como son el contexto socio-familiar de violencia y el abandono por parte del Estado a este grupo etario.

 

Al revisar el panorama internacional, hay que tomar en cuenta que las experiencias como el “Plan Mano Dura” (2003) en El Salvador dio evidencias de fracaso en la lucha contra el pandillaje (Los Maras) ya que contribuyó a agudizar los niveles de violencia, incrementando el encarcelamiento, mayor gente privada de su libertad y más homicidios, a la vez que revivió un esquema autoritario pasado con recuerdos amargos en aquel país.

 

Esta práctica no ofreció una solución integral al problema del pandillaje, al no contemplar medidas de carácter socio–educativo que conllevaran a la integración social de estos adolescentes. Por lo tanto, es importante profundizar la reflexión sobre la violencia en adolescente y sus nuevas expresiones, en el marco de los compromisos asumidos por el Estado Peruano y los avances logrados en la materia, para garantizar a nivel local, regional y nacional políticas integrales de prevención, generación de oportunidades, así como las condiciones adecuadas para la resocialización de los adolescentes infractores en base a experiencias positivas existentes en nuestro país.

 

Conadenna reafirma su compromiso con la infancia y adolescencia peruana, permaneciendo en alerta frente a las situaciones de vulneración de los derechos de las niñas, niños y adolescentes, promoviendo su bienestar y desarrollo integral.

 

El artículo 40 de la Convención sobre los Derechos del Niño establece cuáles son los lineamientos que se deben respetar cuando un adolescente es infractor de la ley penal. Por ello, que el adolescente merece ser tratado respetando su dignidad y valor, fomentando el respeto por los derechos humanos reconocido y libertades fundamentales de terceros. Además, se tomará en cuenta la edad del niño y se buscará promover su reintegración para que asuma una función constructiva en la sociedad. El referido artículo también se encarga de señalar la función de los Estados Partes para garantizar la situación aquellos adolescentes infractores de la ley penal.

 

Por ello, resulta necesaria la aplicación del “Derecho Penal Mínimo”, que establece una serie de reglas y mecanismos especiales, cuando nos encontramos frente a menores de edad, que infringen la ley penal. Entre estas reglas, cabe resaltar que la privación de libertad debe ser aplicada solamente como última ratio, es decir, como un último recurso en casos excepcionales. Asimismo, se alude a un tratamiento especializado, en el que los menores sean tratados de manera apropiada y se guarde proporción entre las circunstancias y la infracción.

 

Ello implica, además, que en dicho tratamiento se tomará en cuenta la personalidad, aptitudes, inteligencia y valores del menor; sobre todo, las circunstancias que lo llevaron a cometer la infracción. Por otra parte, el menor deberá recibir apoyo socio familiar, a través del cual se le brinde asistencia en capacitación profesional y se utilicen todos los medios posibles para que el menor tenga una comunicación adecuada con el mundo exterior

 

Entre las normas internacionales que se encargan de regular la situación penal de los menores de edad contamos con los siguientes instrumentos:

 

  • Convención sobre los Derechos del Niño (20/11/89)
  • Reglas Mínimas Uniformes de las Naciones Unidas para la Administración de Justicia (28/11/1985)
  • Directrices de las Naciones Unidas para la Prevención de la Delincuencia Juvenil. (14/12/1990)
  • Reglas Mínimas de las Naciones Unidas sobre Medidas no privativas de libertad / Reglas de Tokio (14/12/1990).
  • Reglas de las Naciones Unidas para la Protección de los Menores privados de libertad (14/12/1990)
  • Observación General Nº10 “Los derechos del Niño en la justicia de menores” (25/4/2007)

 

Medidas socioeducativas

Las medidas socioeducativas no privativas de la libertad, que se encuentran estipuladas en el CNA, son:

 

  1. La amonestación, que consiste en una recriminación o llamada de atención que realiza el juez al adolescente y a sus padres o responsables (art. 231°).

 

  1. La prestación de servicios a la comunidad, que consiste en establecer tareas acordes a la aptitud del adolescente y que no pueden perjudicar su salud, escolaridad ni su trabajo. Esta medida puede tener una duración de hasta seis meses, debiendo dicha labor ser supervisada por el técnico de la Gerencia de Operaciones de Centros Juveniles del Poder Judicial en coordinación con los Gobiernos Locales, que serían las instituciones, entre otras, en donde puede cumplirse esta medida (art. 232°).

 

  1. La libertad asistida, que consiste en la designación, por parte de la Gerencia de Operaciones de Centros Juveniles, de un tutor al adolescente para su orientación, supervisión y promoción, así como de su familia. Para ello se debe presentar informes periódicos al juez. Esta medida no puede exceder los ocho meses (art. 233°).

 

  1. La libertad restringida, que consiste en la asistencia y participación diaria y obligatoria del adolescente en el Servicio de Orientación al Adolescente (SOA) a cargo de la Gerencia de Operaciones de Centros Juveniles. El plazo máximo es de 12 meses (art. 234°).

 

Como se aprecia, solo tres de estas medidas tienen un efecto directo sobre el adolescente, ya que la amonestación no implica consecuencia alguna ni la aplicación de algún tipo de tratamiento que permita atenderlo.

 

En cuanto al resto de medidas, es la Gerencia de Centros Juveniles del Poder Judicial la que, al igual que en el caso de la internación, es responsable de su ejecución, debiendo, en algunos casos, cumplirla ella misma y, en otros, coordinar con instituciones como los municipios.

 

Estas medidas, que conforman el denominado Sistema Abierto, plantean la aplicación de programas no secuenciales, por lo que cada uno de ellos tiene una estrategia propia:

 

  1. Programa de asistencia y promoción, el cual busca que el adolescente, acompañado por un operador y con el apoyo de las redes sociales u otros servicios comunitarios, construya un plan individual que le sirva para potenciar sus capacidades y habilidades a fin de superar una situación problemática por sus propios medios. En este caso la asistencia al centro juvenil es opcional.

 

  1. Programa formativo, el cual promueve la formación personal del adolescente mediante un apoyo intensivo basado en una educación en valores y al aprendizaje de habilidades sociales. En este caso la asistencia al local del centro juvenil es obligatoria y periódica, de acuerdo con la evaluación que se realice del adolescente.

 

  1. Programa de integración social, que consiste en acciones de apoyo a los dos programas anteriores mediante una mayor capacitación técnica califcada, opciones laborales u otros programas de reforzamiento que favorezcan el proceso de inserción del adolescente.

 

Medidas de protección

El CNA de 1992 establecía en su artículo 42° la existencia de una Defensoría del Niño y del Adolescente (Demuna) en diversos niveles, incluido el municipal, a fn de proteger y promover el derecho de los niños y adolescentes.15 Sobre la base de dicha norma en 1993, Rädda Barnen (Save the Children de Suecia) inició una experiencia piloto para promover la organización de Defensorías Municipales del Niño y del Adolescente en municipios de los distritos de la ciudad de Lima Metropolitana y el Callao.

 

El desarrollo de estos programas, que luego se extendieron a nivel nacional, se estableció con la municipalidad, ya que es una de las instituciones que al formar parte de la estructura del Estado tiene la posibilidad de atender de manera cercana las necesidades de desarrollo local de los pueblos.

 

En 1993, no existían antecedentes de iniciativas municipales que ofrecieran un servicio orientado a proteger los derechos de los niños. Pero, la aplicación del modelo en su etapa piloto mostró la factibilidad de la propuesta: garantizar que las municipalidades a través de sus Demunas realicen acciones de protección de los derechos del niño (atención de casos) y difusión local –sensibilización sobre la problemática de la infancia–, estableciendo relaciones de coordinación con instituciones y organizaciones locales para trabajos conjuntos.

 

Entre 1994 y 1996, se desarrolla la segunda etapa que permite extender la promoción de Demunas a nivel nacional, y se logra su desarrollo paulatino.

 

La Demuna es un mecanismo especializado en atención de la infancia (a nivel distrital, provincial, regional y nacional), alternativo en la atención de la problemática de los derechos del niño, de carácter gratuito, y que contribuye a la desjudicialización y acceso a la justicia.

 

En la actualidad, el CNA (art. 45°) establece las funciones de las Demunas, las que se desarrollan mediante tres ejes principales: protección a los niños y los adolescentes mediante la atención de casos; difusión de los Derechos de los niños y los adolescentes en la comunidad, y capacitación en los derechos de los niños.

 

Esta experiencia, que ha logrado consolidarse a nivel nacional, ha demostrado que el municipio constituye un ámbito que puede realizar acciones concretas para la defensa de los derechos de los niños, siendo un mecanismo accesible para el ciudadano por su cercanía y el entendimiento de la realidad de los vecinos del lugar.

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS

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