SIETE ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA

ESQUEMA DE LA EVOLUCIÓN ECONÓMICA
I. La economía colonial
En el plano de la economía se percibe mejor que en ningún otro hasta qué punto la Conquista escinde la historia del Perú. La Conquista aparece en este terreno, más netamente que en cualquiera otro, como una solución de continuidad. Hasta la Conquista se desenvolvió en el Perú una economía que brotaba espontánea y libremente del suelo y la gente peruanos. En el Imperio de los Inkas, agrupación de comunas agrícolas y sedentarias, lo más interesante era la economía. Todos los testimonios históricos coinciden en la aserción de que el pueblo inkaico —laborioso, disciplinado, panteísta y sencillo— vivía con bienestar material. Las subsistencias abundaban; la población crecía.

 

El Imperio ignoró radicalmente el problema de Malthus. La organización colectivista, regida por los Inkas, había enervado en los indios el impulso individual; pero había desarrollado extraordinariamente en ellos, en provecho de este régimen económico, el hábito de una humilde y religiosa obediencia a su deber social. Los Inkas sacaban toda la utilidad social posible de esta virtud de su pueblo, valorizaban el vasto territorio del Imperio construyendo caminos, canales, etc., lo extendían sometiendo a su autoridad tribus vecinas. El trabajo colectivo, el esfuerzo común, se empleaban fructuosamente en fines sociales.

 

Los conquistadores españoles destruyeron, sin poder naturalmente reemplazarla, esta formidable máquina de producción. La sociedad indígena, la economía inkaica, se descompusieron y anonadaron completamente al golpe de la conquista. Rotos los vínculos de su unidad, la nación se disolvió en comunidades dispersas. El trabajo indígena cesó de funcionar de un modo solidario y orgánico. Los conquistadores no se ocuparon casi sino de distribuirse y disputarse el pingüe botín de guerra. Despojaron los templos y los palacios de los tesoros que guardaban; se repartieron las tierras y los hombres, sin preguntarse siquiera por su porvenir como fuerzas y medios de producción.

 

El Virreinato señala el comienzo del difícil y complejo proceso de formación de una nueva economía. En este período, España se esforzó por dar una organización política y económica a su inmensa colonia. Los españoles empezaron a cultivar el suelo y a explotar las minas de oro y plata. Sobre las ruinas y los residuos de una economía socialista, echaron las bases de una economía feudal.

Pero no envió España al Perú, como del resto no envió tampoco a sus otras posesiones, una densa masa colonizadora. La debilidad del imperio español residió precisamente en su carácter y estructura de empresa militar y eclesiástica más que política y económica. En las colonias españolas no desembarcaron como en las costas de Nueva Inglaterra grandes bandadas de pioneers.

A la América Española no vinieron casi sino virreyes, cortesanos, aventureros, clérigos, doctores y soldados. No se formó, por esto, en el Perú una verdadera fuerza de colonización. La población de Lima estaba compuesta por una pequeña corte, una burocracia, algunos conventos, inquisidores, mercaderes, criados y esclavos. El pioneer español carecía, además, de aptitud para crear núcleos de trabajo. En lugar de la utilización del indio, parecía perseguir su exterminio. Y los colonizadores no se bastaban a sí mismos para crear una economía sólida y orgánica. La organización colonial fallaba por la base. Le faltaba cimiento demográfico. Los españoles y los mestizos eran demasiado pocos para explotar, en vasta escala, las riquezas del territorio. Y, como para el trabajo de las haciendas de la costa se recurrió a la importación de esclavos negros, a los elementos y características de una sociedad feudal se mezclaron elementos y características de una sociedad esclavista.

Sólo los jesuitas, con su orgánico positivismo, mostraron acaso, en el Perú como en otras tierras de América, aptitud de creación económica. Los latifundios que les fueron asignados prosperaron. Los vestigios de su organización restan como una huella duradera. Quien recuerde el vasto experimento de los jesuitas en el Paraguay, donde tan hábilmente aprovecharon y explotaron la tendencia natural de los indígenas al comunismo, no puede sorprenderse absolutamente de que esta congregación de hijos de San Iñigo de Loyola, como los llama Unamuno, fuese capaz de crear en el suelo peruano los centros de trabajo y producción que los nobles, doctores y clérigos, entregados en Lima a una vida muelle y sensual, no se ocuparon nunca de formar.

Los colonizadores se preocuparon casi únicamente de la explotación del oro y la plata peruanos. Me he referido más de una vez a la inclinación de los españoles a instalarse en la tierra baja. Y a la mezcla de respeto y de desconfianza que les inspiraron siempre los Andes, de los cuales no llegaron jamás a sentirse realmente señores. Ahora bien. Se debe, sin duda, al trabajo de las minas la formación de las poblaciones criollas de la sierra. Sin la codicia de los metales encerrados en las entrañas de los Andes, la conquista de la sierra hubiese sido mucho más incompleta.

 

Estas fueron las bases históricas de la nueva economía peruana. De la economía colonial desde sus raíces —cuyo proceso no ha terminado todavía—. Examinemos ahora los lineamientos de una segunda etapa. La etapa en que una economía feudal deviene, poco a poco, economía burguesa. Pero sin cesar de ser, en el cuadro del mundo, una economía colonial.

II. Las bases económicas de la república
Como la primera, la segunda etapa de esta economía arranca de un hecho político y militar. La primera etapa nace de la Conquista. La segunda etapa
se inicia con la Independencia. Pero, mientras la Conquista engendra totalmente el proceso de la formación de nuestra economía colonial, la Independencia aparece determinada y dominada por ese proceso.

He tenido ya —desde mi primer esfuerzo marxista por fundamentar en el estudio del hecho económico la historia peruana— ocasión de ocuparme en esta faz de la revolución de la Independencia, sosteniendo la siguiente tesis: «Las ideas de la revolución francesa y de la constitución norteamericana encontraron un clima favorable a su difusión en Sudamérica, a causa de que en Sudamérica existía ya aunque fuese embrionariamente, una burguesía que, a causa de sus necesidades e intereses económicos, podía y debía contagiarse del humor revolucionario de la burguesía europea. La Independencia de Hispanoamérica no se habría realizado, ciertamente, si no hubiese contado con una generación heroica, sensible a la emoción de su época, con capacidad y voluntad para actuar en estos pueblos una verdadera revolución. La Independencia, bajo este aspecto, se presenta como una empresa romántica. Pero esto no contradice la
tesis de la trama económica de la revolución emancipadora. Los conductores, los caudillos, los ideólogos de esta revolución no fueron anteriores ni superiores a las premisas y razones económicas de este acontecimiento. El hecho intelectual y sentimental no fue anterior al hecho económico».

 

La política de España obstaculizaba y contrariaba totalmente el desenvolvimiento económico de las colonias al no permitirles traficar con ninguna otra nación y reservarse como metrópoli, acaparándolo exclusivamente, el derecho de todo comercio y empresa en sus dominios.

El impulso natural de las fuerzas productoras de las colonias pugnaba por romper este lazo. La naciente economía de las embrionarias formaciones nacionales de América necesitaba imperiosamente, para conseguir su desarrollo, desvincularse de la rígida autoridad y emanciparse de la medioeval mentalidad del rey de España. El hombre de estudio de nuestra época no puede dejar de ver aquí el más dominante factor histórico de la revolución de la independencia sudamericana, inspirada y movida, de modo demasiado evidente, por los intereses de la población criolla y aun de la española, mucho más que por los intereses de la población indígena.

Enfocada sobre el plano de la historia mundial, la independencia sudamericana se presenta decidida por las necesidades del desarrollo de la civilización occidental o, mejor dicho, capitalista. El ritmo del fenómeno capitalista tuvo en la elaboración de la independencia una función menos aparente y ostensible, pero sin duda mucho más decisiva y profunda que el eco de la filosofía y la literatura de los enciclopedistas. El Imperio Británico, destinado a representar tan genuina y trascendentalmente los intereses de la civilización capitalista, estaba entonces en formación. En Inglaterra, sede del liberalismo y el protestantismo, la industria y la máquina preparaban el porvenir del capitalismo, esto es del fenómeno material del cual aquellos dos fenómenos, político el uno, religioso el otro, aparecen en la historia como la levadura espiritual y filosófica. Por esto le tocó a Inglaterra —con esa clara conciencia de su destino y su misión históricas a que debe su hegemonía en la civilización capitalista-, jugar un papel primario en la independencia de Sudamérica. Y, por esto, mientras el primer ministro de Francia, de la nación que algunos años antes les había dado el ejemplo de su gran revolución, se negaba a reconocer a estas jóvenes repúblicas sudamericanas que podían enviarle «junto con sus productos sus ideas revolucionarias»2,

Mr. Canning, traductor y ejecutor fiel del interés de Inglaterra, consagraba con ese reconocimiento el derecho de estos pueblos a separarse de España y, anexamente, a organizarse republicana y democráticamente. A Mr. Canning, de otro lado, se habían adelantado prácticamente los banqueros de Londres que, con sus préstamos —no por usurarios menos oportunos y eficaces—, habían financiado la fundación de las nuevas repúblicas. El Imperio español tramontaba por no reposar sino sobre bases militares y políticas y, sobre todo, por representar una economía superada. España no podía abastecer abundantemente a sus colonias sino de eclesiásticos, doctores y nobles. Sus colonias sentían apetencia de cosas más prácticas y necesidad de instrumentos más nuevos. Y, en consecuencia, se volvían hacia Inglaterra, cuyos industriales y cuyos banqueros, colonizadores de nuevo tipo, querían a su turno enseñorearse en estos mercados, cumpliendo su función de agentes de un imperio que surgía como creación de una economía manufacturera y librecambista.

El interés económico de las colonias de España y el interés económico del Occidente capitalista se correspondían absolutamente, aunque de esto, como ocurre frecuentemente en la historia, no se diesen exacta cuenta los protagonistas históricos de una ni otra parte. Apenas estas naciones fueron independientes, guiadas por el mismo impulso natural que las había conducido a la revolución de la Independencia, buscaron en el tráfico con el capital y la industria de Occidente los elementos y las relaciones que el incremento de su economía requería. Al Occidente capitalista empezaron a enviar los productos de su suelo y su subsuelo. Y del Occidente capitalista empezaron a recibir tejidos, máquinas y mil productos industriales. Se estableció así un contacto continuo y creciente entre la América del Sur y la civilización occidental. Los países más favorecidos por este tráfico fueron, naturalmente, a causa de su mayor proximidad a Europa, los países situados sobre el Atlántico. La Argentina y el Brasil, sobre  todo, atrajeron a su territorio capitales e inmigrantes europeos en gran cantidad. Fuertes y homogéneos aluviones occidentales aceleraron en estos países la transformación de la economía y la cultura que adquirieron gradualmente la función y la estructura de la economía y la cultura europeas. La democracia burguesa y liberal pudo ahí echar raíces seguras, mientras en el resto de la América del Sur se lo impedía la subsistencia de tenaces y extensos residuos de feudalidad.

En este período, el proceso histórico general del Perú entra en una etapa de diferenciación y desvinculación del proceso histórico de otros pueblos de Sudamérica. Por su geografía, unos estaban destinados a marchar más de prisa que otros. La independencia los había mancomunado en una empresa común para separarlos más tarde en empresas individuales. El Perú se encontraba a una enorme distancia de Europa. Los barcos europeos, para arribar a sus puertos, debían aventurarse en un viaje larguísimo.

Por su posición geográfica, el Perú resultaba más vecino y más cercano al Oriente. Y el comercio entre el Perú y Asia comenzó como era lógico a tornarse considerable. La costa peruana recibió aquellos famosos contingentes de inmigrantes chinos destinados a sustituir en las haciendas a los esclavos negros, importados por el Virreinato, cuya manumisión fue también en cierto modo una consecuencia del trabajo de transformación de una economía feudal en economía más o menos burguesa. Pero el tráfico con Asia, no podía concurrir eficazmente a la formación de la nueva economía peruana. El Perú emergido de la Conquista, afirmado en la Independencia, había menester de las máquinas, de los métodos y de las ideas de los europeos, de los occidentales.

III. El período del guano y del salitre
El capítulo de la evolución de la economía peruana que se abre con el descubrimiento de la riqueza del guano y del salitre y se cierra con su pérdida, explica totalmente una serie de fenómenos políticos de nuestro proceso histórico que una concepción anecdótica y retórica más bien que romántica de la historia peruana se ha complacido tan superficialmente en desfigurar y contrahacer. Pero este rápido esquema de interpretación no se propone ilustrar ni enfocar esos fenómenos sino fijar o definir algunos rasgos sustantivos de la formación de nuestra economía para percibir mejor su carácter de economía colonial. Consideremos sólo el hecho económico.

Empecemos por constatar que al guano y al salitre, sustancias humildes y groseras, les tocó jugar en la gesta de la República un rol que había parecido reservado al oro y a la plata en tiempos más caballerescos y menos positivistas. España nos quería y nos guardaba como país productor de metales preciosos. Inglaterra nos prefirió como país productor de guano y salitre. Pero este diferente gesto no acusaba, por supuesto, un móvil diverso. Lo que cambiaba no era el móvil; era la época. El oro del Perú perdía su poder de atracción en una época en que, en América, la vara del pioneer descubría el oro de California. En cambio el guano y el salitre —que para anteriores civilizaciones hubieran carecido de valor pero que para una civilización industrial adquirían un precio extraordinario— constituían una reserva casi exclusivamente nuestra. El industrialismo europeo u occidental —fenómeno en pleno desarrollo— necesitaba abastecerse de estas materias en el lejano litoral del sur del Pacífico. A la explotación de los dos productos no se oponía, de otro lado, como a la de otros productos peruanos, el estado rudimentario y primitivo de los transportes terrestres. Mientras que para extraer de las entrañas de los Andes el oro, la plata, el cobre, el carbón, se tenía que salvar ásperas montañas y enormes distancias, el salitre y el guano yacían en la costa casi al alcance de los barcos que venían a buscarlos.

La fácil explotación de este recurso natural dominó todas las otras manifestaciones de la vida económica del país. El guano y el salitre ocuparon un puesto desmesurado en la economía peruana. Sus rendimientos se convirtieron en la principal renta fiscal. El país se sintió rico. El Estado usó sin medida de su crédito. Vivió en el derroche, hipotecando su porvenir a la finanza inglesa.

Esta es a grandes rasgos toda la historia del guano y del salitre para el observador que se siente puramente economista. Lo demás, a primera vista, pertenece al historiador. Pero, en este caso, como en todos, el hecho económico es mucho más complejo y trascendental de lo que parece.

El guano y el salitre, ante todo, cumplieron la función de crear un activo tráfico con el mundo occidental en un período en que el Perú, mal situado geográficamente, no disponía de grandes medios de atraer a su suelo las corrientes colonizadoras y civilizadoras que fecundaban ya otros países de la América indo-ibera. Este tráfico colocó nuestra economía bajo el control del capital británico al cual, a consecuencia de las deudas contraídas con la garantía de ambos productos, debíamos entregar más tarde la administración de los ferrocarriles, esto es, de los resortes mismos de la explotación de nuestros recursos.

Las utilidades del guano y del salitre crearon en el Perú, donde la propiedad había conservado hasta entonces un carácter aristocrático y feudal, los primeros elementos sólidos de capital comercial y bancario. Los profiteurs directos e indirectos de las riquezas del litoral empezaron a constituir una clase capitalista. Se formó en el Perú una burguesía, confundida y enlazada en su origen y su estructura con la aristocracia, formada principalmente por los sucesores de los encomenderos y terratenientes de la colonia, pero obligada por su función a adoptar los principios fundamentales de la economía y la política liberales. Con este fenómeno —al cual me refiero en varios pasajes de los estudios que componen este libro—, se relacionan las siguientes constataciones: «En los primeros tiempos de la lndependencia, la lucha de facciones y jefes militares aparece como una consecuencia de la falta de una burguesía orgánica. En el Perú, la revolución hallaba menos definidos, más retrasados que en otros pueblos hispanoamericanos, los elementos de un orden liberal burgués. Para que este orden funcionase más o menos embrionariamente tenía que constituirse una clase capitalista vigorosa. Mientras esta clase se organizaba, el poder estaba a merced de los caudillos militares. El gobierno de Castilla marcó la etapa de solidificación de una clase capitalista. Las concesiones del Estado y los beneficios del guano y del salitre crearon un capitalismo y una burguesía. Y esta clase, que se organizó luego en el “civilismo”, se movió muy pronto a la conquista total del poder».

Otra faz de este capítulo de la historia económica de la República es la afirmación de la nueva economía como economía prevalentemente costeña. La búsqueda del oro y de la plata obligó a los españoles —contra su tendencia a instalarse en la costa—, a mantener y ensanchar en la sierra sus puestos avanzados. La minería —actividad fundamental del régimen económico implantado por España en el territorio sobre el cual prosperó antes una sociedad genuina y típicamente agraria—, exigió que se estableciesen en la sierra las bases de la Colonia. El guano y el salitre vinieron a rectificar esta situación. Fortalecieron el poder de la costa. Estimularon la sedimentación del Perú nuevo en la tierra baja. Y acentuaron el dualismo y el conflicto que hasta ahora constituyen nuestro mayor problema histórico.

Este capítulo del guano y del salitre no se deja, por consiguiente, aislar del desenvolvimiento posterior de nuestra economía. Están ahí las raíces y los factores del capítulo que ha seguido. La guerra del Pacífico, consecuencia del guano y del salitre, no canceló las otras consecuencias del descubrimiento y la explotación de estos recursos, cuya pérdida nos reveló trágicamente el peligro de una prosperidad económica apoyada o cimentada casi exclusivamente sobre la posesión de una riqueza natural, expuesta a la codicia y al asalto de un imperialismo extranjero o a la decadencia de sus aplicaciones por efecto de las continuas mutaciones producidas en el campo industrial por los inventos de la ciencia. Caillaux nos habla con evidente actualidad capitalista, de la inestabilidad económica e industrial que engendra el progreso científico3.

En el período dominado y caracterizado por el comercio del guano y del salitre, el proceso de la transformación de nuestra economía, de feudal en burguesa, recibió su primera enérgica propulsión. Es, a mi juicio, indiscutible que, si en vez de una mediocre metamorfosis de la antigua clase dominante, se hubiese operado el advenimiento de una clase de savia y élan nuevos, ese proceso habría avanzado más orgánica y seguramente. La historia de nuestra posguerra lo demuestra. La derrota —que causó, con la pérdida de los territorios del salitre, un largo colapso de las fuerzas productoras— no trajo como una compensación, siquiera en este orden de cosas, una liquidación del pasado.

IV. Carácter de nuestra economía actual
El último capítulo de la evolución de la economía peruana es el de nuestra posguerra. Este capítulo empieza con un período de casi absoluto colapso de las fuerzas productoras. La derrota no sólo significó para la economía nacional la pérdida de sus principales fuentes: el salitre y el guano. Significó, además, la paralización de las fuerzas productoras nacientes, la depresión general de la producción y del comercio, la depreciación de la moneda nacional, la ruina del crédito exterior. Desangrada, mutilada, la nación sufría una terrible anemia.

El poder volvió a caer, como después de la Independencia, en manos de los jefes militares, espiritual y orgánicamente inadecuados para dirigir un trabajo de reconstrucción económica. Pero, muy pronto, la capa capitalista formada en los tiempos del guano y del salitre, reasumió su función y regresó a su puesto. De suerte que la política de reorganización de la economía del país se acomodó totalmente a sus intereses de clase. La solución que se dio al problema monetario, por ejemplo, correspondió típicamente a un criterio de latifundistas o propietarios, indiferentes no sólo al interés del proletariado sino también al de la pequeña y media burguesía, únicas capas sociales a las cuales podía damnificar la súbita anulación del billete. Esta medida y el contrato Grace fueron, sin duda, los actos más sustantivos y más característicos de una liquidación de las consecuencias económicas de la guerra, inspirada por los intereses y los conceptos de la plutocracia terrateniente.

El contrato Grace, que ratificó el predominio británico en el Perú, entregando los ferrocarriles del Estado a los banqueros ingleses que hasta entonces habían financiado la República y sus derroches, dio al mercado financiero de Londres las prendas y las garantías necesarias para nuevas inversiones en negocios peruanos. En la restauración del crédito del Estado no se obtuvieron los resultados inmediatos. Pero inversiones prudentes y seguras empezaron de nuevo a atraer al capital británico. La economía peruana, mediante el reconocimiento práctico de su condición de economía colonial, consiguió alguna ayuda para su convalecencia. La terminación del ferrocarril a La Oroya abrió al tránsito y al tráfico industriales del departamento de Junín, permitiendo la explotación en vasta escala de su riqueza minera.

La política económica de Piérola se ajustó plenamente a los mismos intereses. El caudillo demócrata, que durante tanto tiempo agitara estruendosamente a las masas contra la plutocracia, se esmeró en hacer una administración «civilista». Su método tributario, su sistema fiscal, disipan todos los equívocos que pueden crear su fraseario y su metafísica. Lo que confirma el principio de que en el plano económico se percibe siempre con más claridad que en el político el sentido y el contorno de la política, de sus hombres y de sus hechos.
Las faces fundamentales de este capítulo en que nuestra economía, convaleciente de la crisis postbélica, se organiza lentamente sobre bases menos pingües, pero más sólidas que las del guano y del salitre, pueden ser concretadas esquemáticamente en los siguientes hechos:

1.º La aparición de la industria moderna. El establecimiento de fábricas, usinas, transportes, etc. que transforman, sobre todo, la vida de la costa. La formación de un proletariado industrial con creciente y natural tendencia a adoptar un ideario clasista, que siega una de las antiguas fuentes del proselitismo caudillista y cambia los términos de la lucha política.
2.º La función del capital financiero. El surgimiento de bancos nacionales que financian diversas empresas industriales y comerciales, pero que se mueven dentro de un ámbito estrecho, enfeudados a los intereses del capital extranjero y de la gran propiedad agraria; y el establecimiento de sucursales de bancos extranjeros que sirven los intereses de la finanza norteamericana e inglesa.
3.º El acortamiento de las distancias y el aumento del tráfico entre el Perú y Estados Unidos y Europa. A consecuencia de la apertura del Canal de Panamá, que mejora notablemente nuestra posición geográfica, se acelera el proceso de incorporación del Perú en la civilización occidental.
4.º La gradual superación del poder británico por el poder norteamericano. El Canal de Panamá, más que a Europa, parece haber aproximado el Perú a los Estados Unidos. La participación del capital norteamericano en la explotación del cobre y del petróleo peruanos, que se convierten en dos de nuestros mayores productos, proporciona una ancha y durable base al creciente predominio yanqui. La exportación a Inglaterra que en 1898 constituía el 56.7 % de la exportación total, en 1923 no llegaba sino al 33.2 %. En el mismo período la exportación a los Estados Unidos subía del 9.5 al 39.7 %. Y este movimiento se acentuaba más aún en la importación, pues mientras la de Estados Unidos en dicho período de veinticinco años pasaba del 10.0 al 38.9 %, la de la Gran Bretaña bajaba del 44.7 al 19.6 %4.
5.º El desenvolvimiento de una clase capitalista, dentro de la cual cesa de prevalecer como antes la antigua aristocracia. La propiedad agraria conserva su potencia; pero declina la de los apellidos virreinales. Se constata el robustecimiento de la burguesía.
6.º La ilusión del caucho. En los años de su apogeo el país cree haber encontrado El Dorado en la montaña, que adquiere temporalmente un valor extraordinario en la economía y, sobre todo, en la imaginación del país. Afluyen a la montaña muchos individuos de «la fuerte raza de los aventureros ». Con la baja del caucho, tramonta esta ilusión bastante tropical en su origen y en sus características5.
7.º Las sobreutilidades del período europeo. El alza de los productos peruanos causa un rápido crecimiento de la fortuna privada nacional. Se opera un reforzamiento de la hegemonía de la costa en la economía peruana.
8.º La política de los empréstitos. El restablecimiento del crédito peruano en el extranjero ha conducido nuevamente al Estado a recurrir a los préstamos para la ejecución de su programa de obras públicas6. También en esta función, Norteamérica ha reemplazado a la Gran Bretaña. Pletórico de oro, el mercado de Nueva York es el que ofrece las mejores condiciones. Los banqueros yanquis estudian directamente las posibilidades de colocación de capital en préstamos a los Estados latinoamericanos. Y cuidan, por supuesto, de que sean invertidos con beneficio para la industria y el comercio norteamericanos.

Me parece que estos son los principales aspectos de la evolución económica del Perú en el período que comienza con nuestra posguerra. No cabe en esta serie de sumarios apuntes un examen prolijo de las anteriores comprobaciones o proposiciones. Me he propuesto solamente la definición esquemática de algunos rasgos esenciales de la formación y el desarrollo de la economía peruana.

Apuntaré una constatación final: la de que en el Perú actual coexisten elementos de tres economías diferentes. Bajo el régimen de economía feudal nacido de la Conquista subsisten en la sierra algunos residuos vivos todavía de la economía comunista indígena. En la costa, sobre un suelo feudal, crece una economía burguesa que, por lo menos en su desarrollo mental, da la impresión de una economía retardada.

V. Economía agraria y latifundismo feudal
El Perú, mantiene, no obstante el incremento de la minería, su carácter de país agrícola. El cultivo de la tierra ocupa a la gran mayoría de la población nacional. El indio, que representa las cuatro quintas partes de ésta, es tradicional y habitualmente agricultor. Desde 1925, a consecuencia del descenso de los precios del azúcar y el algodón y de la disminución de las cosechas, las exportaciones de la minería han sobrepasado largamente a las de la agricultura. La exportación de petróleo y sus derivados, en rápido ascenso, influye poderosamente en este suceso (De Lp. 1’387,778 en 1916 se ha elevado a Lp. 7’421,128 en 1926). Pero la producción agropecuaria no está representada sino en una parte por los productos exportados: algodón, azúcar y derivados, lanas, cueros, gomas. La agricultura y ganadería nacionales proveen al consumo nacional, mientras los productos mineros son casi íntegramente exportados. Las importaciones de sustancias alimenticias y bebidas alcanzaron en 1925 a Lp. 4’148,311. El más grueso renglón de estas importaciones, corresponde al trigo, que se produce en el país en cantidad muy insuficiente aún. No existe estadística completa de la producción y el consumo nacionales. Calculando un consumo diario de 50 centavos de sol por habitante en productos agrícolas y pecuarios del país se obtendrá un total de más de Lp. 84’000,000 sobre la población de 4’609,999 que arroja el cómputo de 1896. Si se supone una población de 5’000,000 de habitantes, el valor del consumo nacional sube a Lp. 91’250,000. Estas cifras atribuyen una enorme primacía a la producción agropecuaria en la economía del país.

La minería, de otra parte, ocupa a un número reducido aún de trabajadores. Conforme al Extracto Estadístico, en 1926 trabajaban en esta industria 28,592 obreros. La industria manufacturera emplea también un contingente modesto de brazos7. Sólo las haciendas de caña de azúcar ocupaban en 1926 en sus faenas de campo 22,367 hombres y 1,173 mujeres. Las haciendas de algodón de la costa, en la campaña de 1922-23, la última a que alcanza la estadística publicada, se sirvieron de 40,557 braceros; y las haciendas de arroz, en la campaña 1924-25, de 11,332.

La mayor parte de los productos agrícolas y ganaderos que se consumen en el país proceden de los valles y planicies de la Sierra. En las haciendas de la costa, los cultivos alimenticios están por debajo del mínimum obligatorio que señala una ley expedida en el período en que el alza del algodón y el azúcar incitó a los terratenientes a suprimir casi totalmente aquellos cultivos, con grave efecto en el encarecimiento de las subsistencias.

La clase terrateniente no ha logrado transformarse en una burguesía capitalista, patrona de la economía nacional8. La minería, el comercio, los transportes, se encuentran en manos del capital extranjero. Los latifundistas se han contentado con servir de intermediarios a éste, en la producción de algodón y azúcar. Este sistema económico, ha mantenido en la agricultura, una organización semifeudal que constituye el más pesado lastre del desarrollo del país.

La supervivencia de la feudalidad en la Costa, se traduce en la languidez y pobreza de su vida urbana. El número de burgos y ciudades de la Costa, es insignificante. Y la aldea propiamente dicha, no existe casi sino en los pocos retazos de tierra donde la campiña enciende todavía la alegría de sus parcelas en medio del agro feudalizado.

En Europa, la aldea desciende del feudo disuelto9. En la costa peruana la aldea no existe casi, porque el feudo, más o menos intacto, subsiste todavía.
La hacienda —con su casa más o menos clásica, la ranchería generalmente miserable, y el ingenio y sus colcas—, es el tipo dominante de agrupación rural. Todos los puntos de un itinerario están señalados por nombres de haciendas. La ausencia de la aldea, la rareza del burgo, prolonga el desierto dentro del valle, en la tierra cultivada y productiva.

Las ciudades, conforme a una ley de geografía económica, se forman regularmente en los valles, en el punto donde se entrecruzan sus caminos. En la costa peruana, valles ricos y extensos, que ocupan un lugar conspicuo en la estadística de la producción nacional, no han dado vida hasta ahora a una ciudad. Apenas si en sus cruceros o sus estaciones, medra a veces un burgo, un pueblo estagnado, palúdico, macilento, sin salud rural y sin traje urbano. Y, en algunos casos, como en el del valle de Chicama, el latifundio ha empezado a sofocar a la ciudad. La negociación capitalista se torna más hostil a los fueros de la ciudad que el castillo o el dominio feudal. Le disputa su comercio, la despoja de su función.

Dentro de la feudalidad europea los elementos de crecimiento, los factores de vida del burgo, eran, a pesar de la economía rural, mucho mayores que dentro de la semifeudalidad criolla. El campo necesitaba de los servicios del burgo, por clausurado que se mantuviese. Disponía, sobre todo, de un remanente de productos de la tierra que tenía que ofrecerle. Mientras tanto, la hacienda costeña produce algodón o caña para mercados lejanos. Asegurado el transporte de estos productos, su comunicación con la vecindad no le interesa sino secundariamente. El cultivo de frutos alimenticios, cuando no ha sido totalmente extinguido por el cultivo del algodón o la caña, tiene por objeto abastecer al consumo de la hacienda. El burgo, en muchos valles, no recibe nada del campo ni posee nada en el campo. Vive, por esto, en la miseria, de uno que otro oficio urbano, de los hombres que suministra al trabajo de las haciendas, de su fatiga triste de estación por donde pasan anualmente muchos miles de toneladas de frutos de la tierra. Una porción de campiña, con sus hombres libres, con su comunidad hacendosa, es un raro oasis en una sucesión de feudos deformados, con máquinas y rieles, sin los timbres de la tradición señorial.

La hacienda, en gran número de casos, cierra completamente sus puertas a todo comercio con el exterior: los «tambos» tienen la exclusiva del aprovisionamiento de su población. Esta práctica que, por una parte, acusa el hábito de tratar al peón como una cosa y no como una persona, por otra parte impide que los pueblos tengan la función que garantizaría su subsistencia y desarrollo, dentro de la economía rural de los valles. La hacienda, acaparando con la tierra y las industrias anexas, el comercio y los transportes, priva de medios de vida al burgo, lo condena a una existencia sórdida y exigua.

Las industrias y el comercio de las ciudades están sujetos a un contralor, reglamentos, contribuciones municipales. La vida y los servicios comunales se alimentan de su actividad. El latifundio, en tanto, escapa a estas reglas y tasas. Puede hacer a la industria y comercio urbanos una competencia desleal.
Está en actitud de arruinarlos.

El argumento favorito de los abogados de la gran propiedad es el de la imposibilidad de crear, sin ella, grandes centros de producción. La agricultura moderna —se arguye— requiere costosas maquinarias, ingentes inversiones, administración experta. La pequeña propiedad no se concilia con estas necesidades. Las exportaciones de azúcar y algodón establecen el equilibrio de nuestra balanza comercial.

Mas los cultivos, los «ingenios» y las exportaciones de que se enorgullecen los latifundistas, están muy lejos de constituir su propia obra. La producción de algodón y azúcar ha prosperado al impulso de créditos obtenidos con este objeto, sobre la base de tierras apropiadas y mano de obra barata. La organización financiera de estos cultivos, cuyo desarrollo y cuyas utilidades están regidas por el mercado mundial, no es un resultado de la previsión ni la cooperación de los latifundistas. La gran propiedad no ha hecho sino adaptarse al impulso que le ha venido de fuera. El capitalismo extranjero, en su perenne búsqueda de tierras, brazos y mercados, ha financiado y dirigido el trabajo de los propietarios, prestándoles dinero con la garantía de sus productos y de sus tierras. Ya muchas propiedades cargadas de hipotecas han empezado a pasar a la administración directa de las firmas exportadoras.

La experiencia más vasta y típica de la capacidad de los terratenientes del país, nos la ofrece el departamento de La Libertad. Las grandes haciendas de sus valles se encontraban en manos de su aristocracia latifundista. El balance de largos años de desarrollo capitalista se resume en los hechos notorios: la concentración de la industria azucarera de la región en dos grandes centrales, la de Cartavio y la de Casa Grande, extranjeras ambas: la absorción de las negociaciones nacionales por estas dos empresas, particularmente por la segunda; el acaparamiento del propio comercio de importación por esta misma empresa; la decadencia comercial de la ciudad de Trujillo y la liquidación de la mayor parte de sus firmas importadoras10.

Los sistemas provinciales, los hábitos feudales de los antiguos grandes propietarios de La Libertad no han podido resistir a la expansión de las empresas capitalistas extranjeras. Estas no deben su éxito exclusivamente a sus capitales: lo deben también a su técnica, a sus métodos, a su disciplina. Lo deben a su voluntad de potencia. Lo deben, en general, a todo aquello que ha faltado a los propietarios locales, algunos de los cuales habrían podido hacer lo mismo que la empresa alemana ha hecho, si hubiesen tenido condiciones de capitanes de industria.

Pesan sobre el propietario criollo la herencia y educación españolas, que le impiden percibir y entender netamente todo lo que distingue al capitalismo de la feudalidad. Los elementos morales, políticos, psicológicos del capitalismo no parecen haber encontrado aquí su clima11. El capitalista, o mejor el propietario criollo, tiene el concepto de la renta antes que el de la producción.
El sentimiento de aventura, el ímpetu de creación, el poder organizador, que caracterizan al capitalista auténtico, son entre nosotros casi desconocidos.

La concentración capitalista ha estado precedida por una etapa de libre concurrencia. La gran propiedad moderna no surge, por consiguiente, de la gran propiedad feudal, como los terratenientes criollos se imaginan probablemente. Todo lo contrario, para que la gran propiedad moderna surgiese, fue necesario el fraccionamiento, la disolución de la gran propiedad feudal. El capitalismo es un fenómeno urbano: tiene el espíritu del burgo industrial, manufacturero, mercantil. Por esto, uno de sus primeros actos fue la liberación de la tierra, la destrucción del feudo. El desarrollo de la ciudad necesitaba nutrirse de la actividad libre del campesino.

En el Perú, contra el sentido de la emancipación republicana, se ha encargado al espíritu del feudo —antítesis y negación del espíritu del burgo— la creación de una economía capitalista.

 

Referencias
1. Comentando a Donoso Cortés, el malogrado crítico italiano Piero Gobetti califica a España como «un pueblo de colonizadores, de buscadores de oro, no ajenos a hacer de esclavos en caso de desventura». Hay que rectificar a Gobetti que considera colonizadores a quienes no fueron sino conquistadores. Pero es imposible no meditar el juicio siguiente: «El culto de la corrida es un aspecto de este amor de la diversión y de este catolicismo del espectáculo y de la forma: es natural que el énfasis decorativo constituya el ideal del haraposo que se da el aire del señor y que no puede seguir ni la pedagogía anglosajona del heroísmo serio y testarudo, ni la tradición francesa de la fineza. El ideal español de la señorilidad confina con la holgazanería y por esto comprende como campo propicio y como símbolo la idea de la corte».
2. «Si Europa es obligada a reconocer los gobiernos de hecho de América —decía el Vizconde de Chateaubriand— toda su política debe tender a hacer nacer monarquías en el nuevo mundo, en lugar de estas repúblicas que nos enviarán sus principios con los productos de su suelo.»
3. J. Caillaux, Oú va la France? Oú va l’Europe?, págs. 234 a 239.
4. Extracto Estadístico del Perú. En los años 1924 a 26, el comercio con Estados Unidos ha seguido aventajando más y más al comercio con la Gran Bretaña. El porcentaje de la importación de la Gran Bretaña descendía en 1926 al 15.6 de las importaciones totales y el de la exportación a 28.5. En tanto, la importación de Estados Unidos alcanzaba un porcentaje de 46.2, que compensaba con exceso el descenso del porcentaje de la exportación a 34.5.
5. Véase en el sexto estudio de este volumen sobre Regionalismo y Centralismo, la nota 4.
6. La deuda exterior del Perú, conforme el Extracto Estadístico de 1926, subía al 31 de diciembre de ese año a Lp. 10’341,906. Posteriormente se ha colocado en Nueva York un empréstito de 50 millones de dólares, en virtud de la ley que autoriza al Ejecutivo a la emisión del Empréstito Nacional Peruano, a un tipo no menor del 86 % y con un interés no mayor del 6 %, con destino a la cancelación de los empréstitos anteriores, contratados con un interés del 7 al 8 %.
7. El Extracto Estadístico del Perú no consigna ningún dato sobre el particular. La Estadística Industrial del Perú del Ing. Carlos P. Jiménez (1922) tampoco ofrece una cifra general.

8. Las condiciones en que se desenvuelve la vida agrícola del país son estudiadas en el ensayo sobre el problema de la tierra.
9. «La aldea no es —escribe Lucien Romier— como el burgo o la ciudad, el producto de un agrupamiento: es el resultado de la desmembración de un antiguo dominio, de una señoría, de una tierra laica o eclesiástica en torno de un campanario. El origen unitario de la aldea transparece en varias supervivencias: tal el “espíritu de campanario”, tales las rivalidades inmemoriales entre las parroquias. Explica el hecho tan impresionante de que las rutas antiguas no atraviesen las aldeas: las respetan como propiedades privadas y abordan de preferencia sus confines» (Explication de Notre Temps).
10. Alcides Spelucín ha expuesto recientemente, en un diario de Lima, con mucha objetividad y ponderación, las causas y etapas de esta crisis. Aunque su crítica recalca sobre todo la acción invasora del capitalismo extranjero, la responsabilidad del capitalismo local —por absentismo, por imprevisión y por inercia— es a la postre la que ocupa el primer término.
11. El capitalismo no es sólo una técnica; es además un espíritu. Este espíritu, que en los países anglosajones alcanza su plenitud, entre nosotros es exiguo, incipiente, rudimentario.

 

EL PROBLEMA DEL INDIO
Su nuevo planteamiento
Todas las tesis sobre el problema indígena, que ignoran o eluden a éste como problema económico-social, son otros tantos estériles ejercicios teoréticos —y a veces sólo verbales—, condenados a un absoluto descrédito.

No las salva a algunas su buena fe. Prácticamente, todas no han servido sino para ocultar o desfigurar la realidad del problema. La crítica socialista lo descubre y esclarece, porque busca sus causas en la economía del país y no en su mecanismo administrativo, jurídico o eclesiástico, ni en su dualidad o pluralidad de razas, ni en sus condiciones culturales y morales. La cuestión indígena arranca de nuestra economía. Tiene sus raíces en el régimen de propiedad de la tierra. Cualquier intento de resolverla con medidas de administración o policía, con métodos de enseñanza o con obras de vialidad, constituye un trabajo superficial o adjetivo, mientras subsista la feudalidad de los «gamonales»1.

El «gamonalismo» invalida inevitablemente toda ley u ordenanza de protección indígena. El hacendado, el latifundista, es un señor feudal. Contra su autoridad, sufragada por el ambiente y el hábito, es impotente la ley escrita.
El trabajo gratuito está prohibido por la ley y, sin embargo, el trabajo gratuito, y aun el trabajo forzado, sobreviven en el latifundio. El juez, el subprefecto, el comisario, el maestro, el recaudador, están enfeudados a la gran propiedad. La ley no puede prevalecer contra los gamonales. El funcionario que se obstinase en imponerla, sería abandonado y sacrificado por el poder central, cerca del cual son siempre omnipotentes las influencias del gamonalismo, que actúan directamente o a través del parlamento, por una y otra vía con la misma eficacia.

El nuevo examen del problema indígena, por esto, se preocupa mucho menos de los lineamientos de una legislación tutelar que de las consecuencias del régimen de propiedad agraria. El estudio del doctor José A. Encinas (Contribución a una legislación tutelar indígena) inicia en 1918 esta tendencia, que de entonces a hoy no ha cesado de acentuarse2. Pero, por el carácter mismo de su trabajo, el doctor Encinas no podía formular en él un programa económico-social. Sus proposiciones, dirigidas a la tutela de la propiedad indígena, tenían que limitarse a este objetivo jurídico.

Esbozando las bases del Home Stead indígena, el doctor Encinas recomienda la distribución de tierras del Estado y de la Iglesia. No menciona absolutamente la expropiación de los gamonales latifundistas. Pero su tesis se distingue por una reiterada acusación de los efectos del latifundismo, que sale inapelablemente condenado de esta requisitoria3, que en cierto modo preludia la actual crítica económico-social de la cuestión del indio. Esta crítica repudia y descalifica las diversas tesis que consideran la cuestión con uno u otro de los siguientes criterios unilaterales y exclusivos: administrativo, jurídico, étnico, moral, educacional, eclesiástico.
La derrota más antigua y evidente es, sin duda, la de los que reducen la protección de los indígenas a un asunto de ordinaria administración.

Desde los tiempos de la legislación colonial española, las ordenanzas sabias y prolijas, elaboradas después de concienzudas encuestas, se revelan totalmente infructuosas. La fecundidad de la República, desde las jornadas de la Independencia, en decretos, leyes y providencias encaminadas a amparar a los indios contra la exacción y el abuso, no es de las menos considerables. El gamonal de hoy, como el «encomendero» de ayer, tiene sin embargo muy poco que temer de la teoría administrativa. Sabe que la práctica es distinta.
El carácter individualista de la legislación de la República ha favorecido, incuestionablemente, la absorción de la propiedad indígena por el latifundismo.
La situación del indio, a este respecto, estaba contemplada con mayor realismo por la legislación española. Pero la reforma jurídica no tiene más valor práctico que la reforma administrativa, frente a un feudalismo intacto en su estructura económica. La apropiación de la mayor parte de la propiedad comunal e individual indígena está ya cumplida. La experiencia de todos los países que han salido de su evo feudal, nos demuestra, por otra parte, que sin la disolución del feudo no ha podido funcionar, en ninguna parte, un derecho liberal.

La suposición de que el problema indígena es un problema étnico, se nutre del más envejecido repertorio de ideas imperialistas. El concepto de las razas inferiores sirvió al Occidente blanco para su obra de expansión y conquista.

Esperar la emancipación indígena de un activo cruzamiento de la raza aborigen con inmigrantes blancos es una ingenuidad antisociológica, concebible sólo en la mente rudimentaria de un importador de carneros merinos. Los pueblos asiáticos, a los cuales no es inferior en un ápice el pueblo indio, han asimilado admirablemente la cultura occidental, en lo que tiene de más dinámico y creador, sin transfusiones de sangre europea. La degeneración del indio peruano es una barata invención de los leguleyos de la mesa feudal.

La tendencia a considerar el problema indígena como un problema moral, encarna una concepción liberal, humanitaria, ochocentista, iluminista, que en el orden político de Occidente anima y motiva las «ligas de los Derechos del Hombre». Las conferencias y sociedades antiesclavistas, que en Europa han denunciado más o menos infructuosamente los crímenes de los colonizadores, nacen de esta tendencia, que ha confiado siempre con exceso en sus llamamientos al sentido moral de la civilización. González Prada no se encontraba exento de su esperanza cuando escribía que la «condición del indígena puede mejorar de dos maneras: o el corazón de los opresores se conduele al extremo de reconocer el derecho de los oprimidos, o el ánimo de los oprimidos adquiere la virilidad suficiente para escarmentar a los opresores»4. La Asociación Pro-Indígena (1909-1917) representó, ante todo, la misma esperanza, aunque su verdadera eficacia estuviera en los fines concretos e inmediatos de defensa del indio que le asignaron sus directores, orientación que debe mucho, seguramente, al idealismo práctico, característicamente sajón, de Dora Mayer5. El experimento está ampliamente cumplido, en el Perú y en el mundo. La prédica humanitaria no ha detenido ni embarazado en Europa el imperialismo ni ha bonificado sus métodos. La lucha contra el imperialismo, no confía ya sino en la solidaridad y en la fuerza de los movimientos de emancipación de las masas coloniales.
Este concepto preside en la Europa contemporánea una acción antiimperialista, a la cual se adhieren espíritus liberales como Albert Einstein y Romain Rolland, y que por tanto no puede ser considerada de exclusivo carácter socialista.

En el terreno de la razón y la moral, se situaba hace siglos, con mayor energía,
o al menos mayor autoridad, la acción religiosa. Esta cruzada no obtuvo, sin embargo, sino leyes y providencias muy sabiamente inspiradas. La suerte de los indios no varió sustancialmente. González Prada, que como sabemos no consideraba estas cosas con criterio propia o sectariamente socialista, busca la explicación de este fracaso en la entraña económica de la cuestión: «No podía suceder de otro modo: oficialmente se ordenaba la explotación del vencido y se pedía humanidad y justicia a los ejecutores de la explotación; se pretendía que humanamente se cometiera iniquidades o equitativamente se consumaran injusticias. Para extirpar los abusos, habría sido necesario abolir los repartimientos y las mitas, en dos palabras, cambiar todo el régimen Colonial. Sin las faenas del indio americano se habrían vaciado las arcas del tesoro español»6. Más evidentes posibilidades de éxito que la prédica liberal tenía, con todo, la prédica religiosa. Ésta apelaba al exaltado y operante catolicismo español mientras aquélla intentaba hacerse escuchar del exiguo y formal liberalismo criollo.

Pero hoy la esperanza en una solución eclesiástica es indiscutiblemente la más rezagada y antihistórica de todas. Quienes la representan no se preocupan siquiera, como sus distantes -¡tan distantes!- maestros, de obtener una nueva declaración de los derechos del indio, con adecuadas autoridades y ordenanzas, sino de encargar al misionero la función de mediar entre el indio y el gamonal7. La obra que la Iglesia no pudo realizar en un orden medioeval, cuando su capacidad espiritual e intelectual podía medirse por frailes como el padre de Las Casas, ¿con qué elementos contaría para prosperar ahora? Las misiones adventistas, bajo este aspecto, han ganado la delantera al clero católico, cuyos claustros convocan cada día menor suma de vocaciones de evangelización.

El concepto de que el problema del indio es un problema de educación, no aparece sufragado ni aun por un criterio estricta y autónomamente pedagógico. La pedagogía tiene hoy más en cuenta que nunca los factores sociales y económicos. El pedagogo moderno sabe perfectamente que la educación no es una mera cuestión de escuela y métodos didácticos. El medio económico social condiciona inexorablemente la labor del maestro.

El gamonalismo es fundamentalmente adverso a la educación del indio: su subsistencia tiene en el mantenimiento de la ignorancia del indio el mismo interés que en el cultivo de su alcoholismo8. La escuela moderna —en el supuesto de que, dentro de las circunstancias vigentes, fuera posible multiplicarla en proporción a la población escolar campesina— es incompatible con el latifundio feudal. La mecánica de la servidumbre, anularía totalmente la acción de la escuela, si esta misma, por un milagro inconcebible dentro de la realidad social, consiguiera conservar, en la atmósfera del feudo, su pura misión pedagógica. La más eficiente y grandiosa enseñanza normal no podría operar estos milagros. La escuela y el maestro están irremisiblemente condenados a desnaturalizarse bajo la presión del ambiente feudal, inconciliable con la más elemental concepción progresista o evolucionista de las cosas. Cuando se comprende a medias esta verdad, se descubre la fórmula salvadora en los internados indígenas. Mas la insuficiencia clamorosa de esta fórmula se muestra en toda su evidencia, apenas se reflexiona en el insignificante porcentaje de la población escolar indígena que resulta posible alojar en estas escuelas.

La solución pedagógica, propugnada por muchos con perfecta buena fe, está ya hasta oficialmente descartada. Los educacionistas son, repito, los que menos pueden pensar en independizarla de la realidad económicosocial. No existe, pues, en la actualidad, sino como una sugestión vaga e informe, de la que ningún cuerpo y ninguna doctrina se hace responsable. El nuevo planteamiento consiste en buscar el problema indígena en el problema de la tierra.

Sumaria revisión histórica
La población del Imperio Inkaico, conforme a cálculos prudentes, no era menor de diez millones. Hay quienes la hacen subir a doce y aun a quince millones. La Conquista fue, ante todo, una tremenda carnicería. Los conquistadores españoles, por su escaso número, no podían imponer su dominio sino aterrorizando a la población indígena, en la cual produjeron una impresión supersticiosa las armas y los caballos de los invasores, mirados como seres sobrenaturales. La organización política y económica de la Colonia, que siguió a la Conquista, no puso término al exterminio de la raza indígena. El Virreinato estableció un régimen de brutal explotación. La codicia de los metales preciosos, orientó la actividad económica española hacia la explotación de las minas que, bajo los inkas, habían sido trabajadas en muy modesta escala, en razón de no tener el oro y la plata sino aplicaciones ornamentales y de ignorar los indios, que componían un pueblo esencialmente agrícola, el empleo del hierro. Establecieron los españoles, para la explotación de las minas y los «obrajes», un sistema abrumador de trabajos forzados y gratuitos, que diezmó la población aborigen. Esta no quedó así reducida sólo a un estado de servidumbre —como habría acontecido si los españoles se hubiesen limitado a la explotación de las tierras conservando el carácter agrario del país— sino, en gran parte, a un estado de esclavitud. No faltaron voces humanitarias y civilizadoras que asumieron ante el Rey de España la defensa de los indios. El padre de Las Casas sobresalió eficazmente en esta defensa. Las Leyes de Indias se inspiraron en propósitos de protección de los indios, reconociendo su organización típica en «comunidades». Pero, prácticamente, los indios continuaron a merced de una feudalidad despiadada que destruyó la sociedad y la economía inkaicas, sin sustituirlas con un orden capaz de organizar progresivamente la producción. La tendencia de los españoles a establecerse en la Costa ahuyentó de esta región a los aborígenes a tal punto que se carecía de brazos para el trabajo. El Virreinato quiso resolver este problema mediante la importación de esclavos negros, gente que resulto adecuada al clima y las fatigas de los valles o llanos cálidos de la Costa, e inaparente, en cambio, para el trabajo de las minas, situadas en la Sierra fría. El esclavo negro reforzó la dominación española que a pesar de la despoblación indígena, se habría sentido de otro modo demográficamente demasiado débil frente al indio, aunque sometido, hostil y enemigo. El negro fue dedicado al servicio doméstico y a los oficios. El blanco se mezcló fácilmente con el negro, produciendo este mestizaje uno de los tipos de población costeña con características de mayor adhesión a lo español y mayor resistencia a lo indígena.

La Revolución de la Independencia no constituyó, como se sabe, un movimiento indígena. La promovieron y usufructuaron los criollos y aun los españoles de las colonias. Pero aprovechó el apoyo de la masa indígena. Y, además, algunos indios ilustrados como Pumacahua, tuvieron en su gestación parte importante. El programa liberal de la Revolución comprendía lógicamente la redención del indio, consecuencia automática de la aplicación de sus postulados igualitarios. Y, así, entre los primeros actos de la República, se contaron varias leyes y decretos favorables a los indios. Se ordenó el reparto de tierras, la abolición de los trabajos gratuitos, etc.; pero no representando la revolución en el Perú el advenimiento de una nueva clase dirigente, todas estas disposiciones quedaron sólo escritas, faltas de gobernantes capaces de actuarlas. La aristocracia latifundista de la Colonia, dueña del poder, conservó intactos sus derechos feudales sobre la tierra y, por consiguiente, sobre el indio. Todas las disposiciones aparentemente enderezadas a protegerlo, no han podido nada contra la feudalidad subsistente hasta hoy.

El Virreinato aparece menos culpable que la República. Al Virreinato le corresponde, originalmente, toda la responsabilidad de la miseria y la depresión de los indios. Pero, en ese tiempo inquisitorial, una gran voz cristiana, la de fray Bartolomé de Las Casas, defendió vibrantemente a los indios contra los métodos brutales de los colonizadores. No ha habido en la República un defensor tan eficaz y tan porfiado de la raza aborigen.

Mientras el Virreinato era un régimen medioeval y extranjero, la República es formalmente un régimen peruano y liberal. Tiene, por consiguiente, la República deberes que no tenía el Virreinato. A la República le tocaba elevar la condición del indio. Y contrariando este deber, la República ha pauperizado al indio, ha agravado su depresión y ha exasperado su miseria. La República ha significado para los indios la ascensión de una nueva clase dominante que se ha apropiado sistemáticamente de sus tierras. En una raza de costumbre y de alma agrarias, como la raza indígena, este despojo ha constituido una causa de disolución material y moral. La tierra ha sido siempre toda la alegría del indio. El indio ha desposado la tierra. Siente que «la vida viene de la tierra» y vuelve a la tierra. Por ende, el indio puede ser indiferente a todo, menos a la posesión de la tierra que sus manos y su aliento labran y fecundan religiosamente. La feudalidad criolla se ha comportado, a este respecto, más ávida y más duramente que la feudalidad española. En general, en el encomendero español había frecuentemente algunos hábitos nobles de señorío. El encomendero criollo tiene todos los defectos del plebeyo y ninguna de las virtudes del hidalgo. La servidumbre del indio, en suma, no ha disminuido bajo la República. Todas las revueltas,  todas las tempestades del indio, han sido ahogadas en sangre. A las reivindicaciones desesperadas del indio les ha sido dada siempre una respuesta marcial. El silencio de la puna ha guardado luego el trágico secreto de estas respuestas. La República ha restaurado, en fin, bajo el título de conscripción vial, el régimen de las mitas.

La República, además, es responsable de haber aletargado y debilitado las energías de la raza. La causa de la redención del indio se convirtió bajo la República, en una especulación demagógica de algunos caudillos. Los partidos criollos la inscribieron en su programa. Disminuyeron así en los indios la voluntad de luchar por sus reivindicaciones.

En la Sierra, la región habitada principalmente por los indios, subsiste apenas modificada en sus lineamientos, la más bárbara y omnipotente feudalidad.
El dominio de la tierra coloca en manos de los gamonales, la suerte de la raza indígena, caída en un grado extremo de depresión y de ignorancia.

Además de la agricultura, trabajada muy primitivamente, la Sierra peruana presenta otra actividad económica: la minería, casi totalmente en manos de dos grandes empresas norteamericanas. En las minas rige el salariado; pero la paga es ínfima, la defensa de la vida del obrero casi nula, la ley de accidentes de trabajo burlada. El sistema del «enganche», que por medio de anticipos falaces esclaviza al obrero, coloca a los indios a merced de estas empresas capitalistas. Es tanta la miseria a que los condena la feudalidad agraria, que los indios encuentran preferible, con todo, la suerte que les ofrecen las minas.

La propagación en el Perú de las ideas socialistas ha traído como consecuencia un fuerte movimiento de reivindicación indígena. La nueva generación peruana siente y sabe que el progreso del Perú será ficticio, o por lo menos no será peruano, mientras no constituya la obra y no signifique el bienestar de la masa peruana que en sus cuatro quintas partes es indígena y campesina. Este mismo movimiento se manifiesta en el arte y en la literatura nacionales en los cuales se nota una creciente revalorización de las formas y asuntos autóctonos, antes depreciados por el predominio de un espíritu y una mentalidad coloniales españolas. La literatura indigenista parece destinada a cumplir la misma función que la literatura «mujikista» en el período prerrevolucionario ruso. Los propios indios empiezan a dar señales de una nueva conciencia. Crece día a día la articulación entre los diversos núcleos indígenas antes incomunicados por las enormes distancias.

Inició esta vinculación, la reunión periódica de congresos indígenas, patrocinada por el Gobierno, pero como el carácter de sus reivindicaciones se hizo pronto revolucionario, fue desnaturalizada luego con la exclusión de los elementos avanzados y la leva de representaciones apócrifas. La corriente indigenista presiona ya la acción oficial. Por primera vez el Gobierno se ha visto obligado a aceptar y proclamar puntos de vista indigenistas, dictando algunas medidas que no tocan los intereses del gamonalismo y que resultan por esto ineficaces. Por primera vez también el problema indígena, escamoteado antes por la retórica de las clases dirigentes, es planteado en sus términos sociales y económicos, identificándosele ante todo con el problema de la tierra. Cada día se impone, con más evidencia, la convicción de que este problema no puede encontrar su solución en una fórmula humanitaria. No puede ser la consecuencia de un movimiento filantrópico.

Los patronatos de caciques y de rábulas son una befa. Las ligas del tipo de la extinguida Asociación Pro-Indígena son una voz que clama en el desierto. La Asociación Pro-Indígena no llegó en su tiempo a convertirse en un movimiento. Su acción se redujo gradualmente a la acción generosa, abnegada, nobilísima, personal de Pedro S. Zulen y Dora Mayer. Como experimento, el de la Asociación Pro-Indígena sirvió para contrastar, para medir, la insensibilidad moral de una generación y de una época.

La solución del problema del indio tiene que ser una solución social. Sus realizadores deben ser los propios indios. Este concepto conduce a ver en la reunión de los congresos indígenas un hecho histórico. Los congresos indígenas, desvirtuados en los últimos años por el burocratismo, no representaban todavía un programa; pero sus primeras reuniones señalaron una ruta comunicando a los indios de las diversas regiones. A los indios les falta vinculación nacional. Sus protestas han sido siempre regionales. Esto ha contribuido, en gran parte, a su abatimiento. Un pueblo de cuatro millones de hombres, consciente de su número, no desespera nunca de su porvenir.
Los mismos cuatro millones de hombres, mientras no sean sino una masa inorgánica, una muchedumbre dispersa, son incapaces de decidir su rumbo histórico.

Referencias
1. En el prólogo de Tempestad en los Andes de Valcárcel, vehemente y beligerante evangelio indigenista, he explicado así mi punto de vista:
«La fe en el resurgimiento indígena no proviene de un proceso de “occidentalización” material de la tierra quechua. No es la civilización, no es el alfabeto del blanco, lo que levanta el alma del indio. Es el mito, es la idea de la revolución socialista. La esperanza indígena es absolutamente revolucionaria. El mismo mito, la misma idea, son agentes decisivos del despertar de otros viejos pueblos, de otras viejas razas en colapso: hindúes, chinos, etc. La historia universal tiende hoy como nunca a regirse por el mismo cuadrante. ¿Por qué ha de ser el pueblo inkaico, que construyó el más desarrollado y armónico sistema comunista, el único insensible a la emoción mundial? La consanguinidad del movimiento indigenista con las corrientes revolucionarias mundiales es demasiado evidente para que precise documentarla. Yo he dicho ya que he llegado al entendimiento y a la valorización justa de lo indígena por la vía del socialismo. El caso de Valcárcel demuestra lo exacto de mi experiencia personal.
Hombre de diversa formación intelectual, influido por sus gustos tradicionalistas, orientado por distinto género de sugestiones y estudios, Valcárcel resuelve políticamente su indigenismo en socialismo. En este libro nos dice, entre otras cosas, que “el proletariado indígena espera su Lenin”. No sería diferente el lenguaje de un marxista.
La reivindicación indígena carece de concreción histórica mientras se mantiene en un plano filosófico o cultural. Para adquirirla —esto es para adquirir realidad, corporeidad— necesita convertirse en reivindicación económica y política. El socialismo nos ha enseñado a plantear el problema indígena en nuevos términos.
Hemos dejado de considerarlo abstractamente como problema étnico o moral para reconocerlo concretamente como problema social, económico y político. Y entonces lo hemos sentido, por primera vez, esclarecido y demarcado.
Los que no han roto todavía el cerco de su educación liberal burguesa y, colocándose en una posición abstractista y literaria, se entretienen en barajar los aspectos raciales del problema, olvidan que la política y, por tanto la economía, lo dominan fundamentalmente. Emplean un lenguaje seudoidealista para escamotear la realidad disimulándola bajo sus atributos y consecuencias.
Oponen a la dialéctica revolucionaria un confuso galimatías crítico, conforme al cual la solución del problema indígena no puede partir de una reforma o hecho político porque a los efectos inmediatos de éste escaparía una compleja multitud de costumbres y vicios que sólo pueden transformarse a través de una evolución lenta y normal.
La historia, afortunadamente, resuelve todas las dudas y desvanece todos los equívocos. La Conquista fue un hecho político. Interrumpió bruscamente el proceso autónomo de la nación quechua, pero no implicó una repentina sustitución de las leyes y costumbres de los nativos por las de los conquistadores.
Sin embargo, ese hecho político abrió, en todos los órdenes de cosas, así espirituales como materiales, un nuevo período. El cambio de régimen bastó para mudar desde sus cimientos la vida del pueblo quechua. La Independencia fue otro hecho político. Tampoco correspondió a una radical transformación de la estructura económica y social del Perú; pero inauguró, no obstante, otro período de nuestra historia, y si no mejoró prácticamente la condición del indígena, por no haber tocado casi la infraestructura económica colonial, cambió su situación jurídica, y franqueó el camino de su emancipación política y social. Si la República no siguió este camino, la responsabilidad de la omisión corresponde exclusivamente a la clase que usufructuó la obra de los libertadores tan rica potencialmente en valores y principios creadores.
El problema indígena no admite ya la mistificación a que perpetuamente lo ha sometido una turba de abogados y literatos, consciente o inconscientemente mancomunados con los intereses de la casta latifundista. La miseria moral y material de la raza indígena aparece demasiado netamente como una simple consecuencia del régimen económico y social que sobre ella pesa desde hace siglos. Este régimen sucesor de la feudalidad colonial, es el gamonalismo. Bajo su imperio, no se puede hablar seriamente de redención del indio.
El término “gamonalismo” no designa sólo una categoría social y económica: la de los latifundistas o grandes propietarios agrarios. Designa todo un fenómeno.
El gamonalismo no está representado sólo por los gamonales propiamente dichos. Comprende una larga jerarquía de funcionarios, intermediarios, agentes, parásitos, etc. El indio alfabeto se transforma en un explotador de su propia raza porque se pone al servicio del gamonalismo. El factor central del fenómeno es la hegemonía de la gran propiedad semifeudal en la política y el mecanismo del Estado. Por consiguiente, es sobre este factor sobre el que se debe actuar si se quiere atacar en su raíz un mal del cual algunos se empeñan en no contemplar sino las expresiones episódicas o subsidiarias.
Esa liquidación del gamonalismo, o de la feudalidad, podía haber sido realizada por la República dentro de los principios liberales y capitalistas. Pero por las razones que llevo ya señaladas estos principios no han dirigido efectiva y plenamente nuestro proceso histórico. Saboteados por la propia clase encargada de aplicarlos, durante más de un siglo han sido impotentes para redimir al indio de una servidumbre que constituía un hecho absolutamente solidario con el de la feudalidad.

No es el caso de esperar que hoy, que estos principios están en crisis en el mundo, adquieran repentinamente en el Perú una insólita vitalidad creadora.
El pensamiento revolucionario, y aun el reformista, no puede ser ya liberal sino socialista. El socialismo aparece en nuestra historia no por una razón de azar, de imitación o de moda, como espíritus superficiales suponen, sino como una fatalidad histórica. Y sucede que mientras, de un lado, los que profesamos el socialismo propugnamos lógica y coherentemente la reorganización del país sobre bases socialistas y —constatando que el régimen económico y político que combatimos se ha convertido gradualmente en una fuerza de colonización del país por los capitalismos imperialistas extranjeros—, proclamamos que este es un instante de nuestra historia en que no es posible ser efectivamente nacionalista y revolucionario sin ser socialista; de otro lado no existe en el Perú, como no ha existido nunca, una burguesía progresista, con sentido nacional, que se profese liberal y democrática y que inspire su política en los postulados de su doctrina.»
2. González Prada, que ya en uno de sus primeros discursos de agitador intelectual había dicho que formaban el verdadero Perú los millones de indios de los valles andinos, en el capítulo «Nuestros indios» incluido en la última edición de Horas de Lucha, tiene juicios que lo señalan como el precursor de una nueva conciencia social: «Nada cambia más pronto ni más radicalmente la psicología del hombre que la propiedad: al sacudir la esclavitud del vientre, crece en cien palmos. Con sólo adquirir algo el individuo asciende algunos peldaños en la escala social, porque las clases se reducen a grupos clasificados por el monto de la riqueza. A la inversa del globo aerostático, sube más el que más pesa. Al que diga: la escuela, respóndasele: la escuela y el pan. La cuestión del indio, más que pedagógica, es económica, es social».

3. «Sostener la condición económica del indio —escribe Encinas— es el mejor modo de elevar su condición social. Su fuerza económica se encuentra en la tierra, allí se encuentra toda su actividad. Retirarlo de la tierra es variar, profunda y peligrosamente, ancestrales tendencias de la raza. No hay como el trabajo de la tierra para mejorar sus condiciones económicas. En ninguna otra parte, ni en ninguna otra forma puede encontrar mayor fuente de riqueza como en la tierra» (Contribución a una legislación tutelar indígena, pág. 39). Encinas, en otra parte, dice: «Las instituciones jurídicas relativas a la propiedad tienen su origen en las necesidades económicas. Nuestro Código Civil no está en armonía con los principios económicos, porque es individualista en lo que se refiere a la propiedad. La ilimitación del derecho de propiedad ha creado el latifundio con detrimento de la propiedad indígena. La propiedad del suelo improductivo ha creado la enfeudación de la raza y su miseria» (pág. 13).
4. González Prada, Horas de Lucha, 2ª edición, «Nuestros indios».
5. Dora Mayer de Zulen resume así el carácter del experimento Pro-Indígena: «En fría concreción de datos prácticos, la Asociación Pro-Indígena significa para los historiadores lo que Mariátegui supone un experimento de rescate de la atrasada y esclavizada Raza Indígena por medio de un cuerpo protector extraño a ella, que gratuitamente y por vías legales ha procurado servirle como abogado en sus reclamos ante los Poderes del Estado». Pero, como aparece en el mismo interesante balance de la Pro-Indígena, Dora Mayer piensa que esta asociación trabajó, sobre todo, por la formación de un sentido de responsabilidad. «Dormida estaba —anota— a los cien años de la emancipación republicana del Perú, la conciencia de los gobernantes, la conciencia de los gamonales, la conciencia del clero, la conciencia del público ilustrado y semiilustrado, respecto a sus obligaciones para con la población que no sólo merecía un filantrópico rescate de vejámenes inhumanos, sino a la cual el patriotismo peruano debía un resarcimiento de honor nacional, porque la Raza Incaica había descendido a escarnio de propios y extraños.» El mejor resultado de la Pro-Indígena resulta sin embargo, según el leal testimonio de Dora Mayer, su influencia en el despertar indígena. «Lo que era deseable que sucediera, estaba sucediendo; que los indígenas mismos, saliendo de la tutela de las clases ajenas concibieran los medios de su reivindicación.»
6. Obra citada.
7. «Sólo el misionero —escribe el señor José León y Bueno, uno de los líderes de la “Acción Social de la Juventud”— puede redimir y restituir al indio. Siendo el intermediario incansable entre el gamonal y el colono, entre el latifundista y el comunero, evitando las arbitrariedades del Gobernador que obedece sobre todo al interés político del cacique criollo; explicando con sencillez la lección objetiva de la naturaleza e interpretando la vida en su fatalidad y en su libertad; condenando el desborde sensual de las muchedumbres en las fiestas; segando la incontinencia en sus mismas fuentes y revelando a la raza su misión excelsa, puede devolver al Perú su unidad, su dignidad y su fuerza» (Boletín de la A. S. J., Mayo de 1928).
8. Es demasiado sabido que la producción —y también el contrabando— de aguardiente de caña, constituye uno de los más lucrativos negocios de los hacendados de la Sierra. Aun los de la Costa, explotan en cierta escala este filón. El alcoholismo del peón y del colono resulta indispensable a la prosperidad de nuestra gran propiedad agrícola.

EL PROBLEMA DE LA TIERRA
El problema agrario y el problema del indio
Quienes desde puntos de vista socialistas estudiamos y definimos el problema del indio, empezamos por declarar absolutamente superados los puntos de vista humanitarios o filantrópicos, en que, como una prolongación de la apostólica batalla del padre de Las Casas, se apoyaba la antigua campaña pro-indígena. Nuestro primer esfuerzo tiende a establecer su carácter de problema fundamentalmente económico. Insurgimos primeramente, contra la tendencia instintiva —y defensiva— del criollo o «misti», a reducirlo a un problema exclusivamente administrativo, pedagógico, étnico o moral, para escapar a toda costa del plano de la economía. Por esto, el más absurdo de los reproches que se nos pueden dirigir es el de lirismo o literaturismo. Colocando en primer plano el problema económico-social, asumimos la actitud menos lírica y menos literaria posible. No nos contentamos con reivindicar el derecho del indio a la educación, a la cultura, al progreso, al amor y al cielo. Comenzamos por reivindicar, categóricamente, su derecho a la tierra. Esta reivindicación perfectamente materialista, debería bastar para que no se nos confundiese con los herederos o repetidores del verbo evangélico del gran fraile español, a quien, de otra parte, tanto materialismo no nos impide admirar y estimar fervorosamente.

Y este problema de la tierra —cuya solidaridad con el problema del indio es demasiado evidente—, tampoco nos avenimos a atenuarlo o adelgazarlo oportunistamente. Todo lo contrario. Por mi parte, yo trato de plantearlo en términos absolutamente inequívocos y netos.
El problema agrario se presenta, ante todo, como el problema de la liquidación de la feudalidad en el Perú. Esta liquidación debía haber sido realizada ya por el régimen demoburgués formalmente establecido por la revolución de la independencia. Pero en el Perú no hemos tenido en cien años de república, una verdadera clase burguesa, una verdadera clase capitalista.

La antigua clase feudal —camuflada o disfrazada de burguesía republicana— ha conservado sus posiciones. La política de desamortización de la propiedad agraria iniciada por la revolución de la Independencia —como una consecuencia lógica de su ideología—, no condujo al desenvolvimiento de la pequeña propiedad. La vieja clase terrateniente no había perdido su predominio. La supervivencia de un régimen de latifundistas produjo, en la práctica, el mantenimiento del latifundio. Sabido es que la desamortización atacó más bien a la comunidad. Y el hecho es que durante un siglo de república, la gran propiedad agraria se ha reforzado y engrandecido a despecho del liberalismo teórico de nuestra Constitución y de las necesidades prácticas del desarrollo de nuestra economía capitalista.

Las expresiones de la feudalidad sobreviviente son dos: latifundio y servidumbre.
Expresiones solidarias y consustanciales, cuyo análisis nos conduce a la conclusión de que no se puede liquidar la servidumbre, que pesa sobre la raza indígena, sin liquidar el latifundio.
Planteado así el problema agrario del Perú, no se presta a deformaciones equívocas. Aparece en toda su magnitud de problema económico-social — y por tanto político— del dominio de los hombres que actúan en este plano de hechos e ideas. Y resulta vano todo empeño de convertirlo, por ejemplo, en un problema técnico-agrícola del dominio de los agrónomos.

Nadie ignora que la solución liberal de este problema sería, conforme a la ideología individualista, el fraccionamiento de los latifundios para crear la pequeña propiedad. Es tan desmesurado el desconocimiento, que se constata a cada paso, entre nosotros, de los principios elementales del socialismo, que no será nunca obvio ni ocioso insistir en que esta fórmula —fraccionamiento de los latifundios en favor de la pequeña propiedad— no es utopista, ni herética, ni revolucionaria, ni bolchevique, ni vanguardista, sino ortodoxa, constitucional, democrática, capitalista y burguesa. Y que tiene su origen en el ideario liberal en que se inspiran los Estatutos constitucionales de todos los Estados demoburgueses. Y que en los países de la Europa Central y Oriental —donde la crisis bélica trajo por tierra las últimas murallas de la feudalidad, con el consenso del capitalismo de Occidente que desde entonces opone precisamente a Rusia este bloque de países anti-bolcheviques—, en Checoslovaquia, Rumania, Polonia, Bulgaria, etc., se ha sancionado leyes agrarias que limitan, en principio, la propiedad de la tierra, al máximum de 500 hectáreas.
Congruentemente con mi posición ideológica, yo pienso que la hora de ensayar en el Perú el método liberal, la fórmula individualista, ha pasado ya.
Dejando aparte las razones doctrinales, considero fundamentalmente este factor incontestable y concreto que da un carácter peculiar a nuestro problema agrario: la supervivencia de la comunidad y de elementos de socialismo práctico en la agricultura y la vida indígenas.

Pero quienes se mantienen dentro de la doctrina demoliberal —si buscan de veras una solución al problema del indio, que redima a éste, ante todo, de su servidumbre—, pueden dirigir la mirada a la experiencia checa o rumana, dado que la mexicana, por su inspiración y su proceso, les parece un ejemplo peligroso. Para ellos es aún tiempo de propugnar la fórmula liberal. Si lo hicieran, lograrían, al menos, que en el debate del problema agrario provocado por la nueva generación, no estuviese del todo ausente el pensamiento liberal, que, según la historia escrita, rige la vida del Perú desde la fundación de la República.

Colonialismo = Feudalismo
El problema de la tierra esclarece la actitud vanguardista o socialista, ante las supervivencias del Virreinato. El «perricholismo» literario no nos interesa sino como signo o reflejo del colonialismo económico. La herencia colonial que queremos liquidar no es, fundamentalmente, la de «tapadas» y celosías, sino la del régimen económico feudal, cuyas expresiones son el gamonalismo, el latifundio y la servidumbre. La literatura colonialista —evocación nostálgica del Virreinato y de sus fastos—, no es para mí sino el mediocre producto de un espíritu engendrado y alimentado por ese régimen. El Virreinato no sobrevive en el «perricholismo» de algunos trovadores y algunos cronistas. Sobrevive en el feudalismo, en el cual se asienta, sin imponerle todavía su ley, un capitalismo larvado e incipiente. No renegamos, propiamente, la herencia española; renegamos la herencia feudal.

España nos trajo el Medioevo: inquisición, feudalidad, etc. Nos trajo luego, la Contrarreforma: espíritu reaccionario, método jesuítico, casuismo escolástico.
De la mayor parte de estas cosas, nos hemos ido liberando, penosamente, mediante la asimilación de la cultura occidental, obtenida a veces a través de la propia España. Pero de su cimiento económico, arraigado en los intereses de una clase cuya hegemonía no canceló la revolución de la independencia, no nos hemos liberado todavía. Los raigones de la feudalidad están intactos. Su subsistencia es responsable, por ejemplo, del retardamiento de nuestro desarrollo capitalista.
El régimen de propiedad de la tierra determina el régimen político y administrativo de toda nación. El problema agrario —que la República no ha podido hasta ahora resolver— domina todos los problemas de la nuestra. Sobre una economía semifeudal no pueden prosperar ni funcionar instituciones democráticas y liberales.
En lo que concierne al problema indígena, la subordinación al problema de la tierra resulta más absoluta aún, por razones especiales. La raza indígena es una raza de agricultores. El pueblo inkaico era un pueblo de campesinos, dedicados ordinariamente a la agricultura y el pastoreo. Las industrias, las artes, tenían un carácter doméstico y rural. En el Perú de los Inkas era más cierto que en pueblo alguno el principio de que «la vida viene de la tierra».

Los trabajos públicos, las obras colectivas más admirables del Tawantinsuyo, tuvieron un objeto militar, religioso o agrícola. Los canales de irrigación de la sierra y de la costa, los andenes y terrazas de cultivo de los Andes, quedan como los mejores testimonios del grado de organización económica alcanzado por el Perú inkaico. Su civilización se caracterizaba, en todos sus rasgos dominantes, como una civilización agraria. «La tierra —escribe Valcárcel estudiando la vida económica del Tawantinsuyo— en la tradición regnícola, es la madre común: de sus entrañas no sólo salen los frutos alimenticios, sino el hombre mismo. La tierra depara todos los bienes. El culto de la Mama Pacha es par de la heliolatría, y como el sol no es de nadie en particular, tampoco el planeta lo es. Hermanados los dos conceptos en la ideología aborigen, nació el agrarismo, que es propiedad comunitaria de los campos y religión universal del astro del día1.»

Al comunismo inkaico —que no puede ser negado ni disminuido por haberse desenvuelto bajo el régimen autocrático de los Inkas—, se le designa por esto como comunismo agrario. Los caracteres fundamentales de la economía inkaica —según César Ugarte, que define en general los rasgos de nuestro proceso con suma ponderación—, eran los siguientes: «Propiedad colectiva de la tierra cultivable por el “ayllu” o conjunto de familias emparentadas, aunque dividida en lotes individuales intransferibles; propiedad colectiva de las aguas, tierras de pasto y bosques por la marca o tribu, o sea la federación de ayllus establecidos alrededor de una misma aldea; cooperación común en el trabajo; apropiación individual de las cosechas y frutos2.»

La destrucción de esta economía —y por ende de la cultura que se nutría de su savia— es una de las responsabilidades menos discutibles del coloniaje, no por haber constituido la destrucción de las formas autóctonas, sino por no haber traído consigo su sustitución por formas superiores. El régimen colonial desorganizó y aniquiló la economía agraria inkaica, sin reemplazarla por una economía de mayores rendimientos. Bajo una aristocracia indígena, los nativos componían una nación de diez millones de hombres, con un Estado eficiente y orgánico cuya acción arribaba a todos los ámbitos de su soberanía; bajo una aristocracia extranjera, los nativos se redujeron a una dispersa y anárquica masa de un millón de hombres, caídos en la servidumbre y el «felahísmo».

El dato demográfico es, a este respecto, el más fehaciente y decisivo.
Contra todos los reproches que —en el nombre de conceptos liberales, esto es modernos, de libertad y justicia— se puedan hacer al régimen inkaico, está el hecho histórico —positivo, material— de que aseguraba la subsistencia y el crecimiento de una población que, cuando arribaron al Perú los conquistadores, ascendía a diez millones y que, en tres siglos de dominio español, descendió a un millón. Este hecho condena al coloniaje y no desde los puntos de vista abstractos o teóricos o morales —o como quiera calificárseles— de la justicia, sino desde los puntos de vista prácticos, concretos y materiales de la utilidad.
El coloniaje, impotente para organizar en el Perú al menos una economía feudal, injertó en ésta elementos de economía esclavista.

La política del coloniaje: Despoblación y esclavitud
Que el régimen colonial español resultara incapaz de organizar en el Perú una economía de puro tipo feudal se explica claramente. No es posible organizar una economía sin claro entendimiento y segura estimación, si no de sus principios, al menos de sus necesidades. Una economía indígena, orgánica, nativa, se forma sola. Ella misma determina espontáneamente sus instituciones. Pero una economía colonial se establece sobre bases en parte artificiales y extranjeras, subordinada al interés del colonizador. Su desarrollo regular depende de la aptitud de éste para adaptarse a las condiciones ambientales o para transformarlas.
El colonizador español carecía radicalmente de esta aptitud. Tenía una idea, un poco fantástica, del valor económico de los tesoros de la naturaleza, pero no tenía casi idea alguna del valor económico del hombre.
La práctica de exterminio de la población indígena y de destrucción de sus instituciones —en contraste muchas veces con las leyes y providencias de la metrópoli— empobrecía y desangraba al fabuloso país ganado por los conquistadores para el Rey de España, en una medida que éstos no eran capaces de percibir y apreciar. Formulando un principio de la economía de su época, un estadista sudamericano del siglo XIX debía decir más tarde, impresionado por el espectáculo de un continente semidesierto: «Gobernar es poblar». El colonizador español, infinitamente lejano de este criterio, implantó en el Perú un régimen de despoblación.
La persecución y esclavizamiento de los indios deshacía velozmente un capital subestimado en grado inverosímil por los colonizadores: el capital humano. Los españoles se encontraron cada día más necesitados de brazos para la explotación y aprovechamiento de las riquezas conquistadas.
Recurrieron entonces al sistema más antisocial y primitivo de colonización: el de la importación de esclavos. El colonizador renunciaba así, de otro lado, a la empresa para la cual antes se sintió apto el conquistador: la de asimilar al indio. La raza negra traída por él le tenía que servir, entre otras cosas, para reducir el desequilibrio demográfico entre el blanco y el indio.
La codicia de los metales preciosos —absolutamente lógica en un siglo en que tierras tan distantes casi no podían mandar a Europa otros productos—, empujó a los españoles a ocuparse preferentemente en la minería. Su interés pugnaba por convertir en un pueblo minero al que, bajo sus inkas y desde sus más remotos orígenes, había sido un pueblo fundamentalmente agrario.
De este hecho nació la necesidad de imponer al indio la dura ley de la esclavitud.

El trabajo del agro, dentro de un régimen naturalmente feudal, hubiera hecho del indio un siervo vinculándolo a la tierra. El trabajo de las minas y las ciudades, debía hacer de él un esclavo. Los españoles establecieron, con el sistema de las mitas, el trabajo forzado, arrancando al indio de su suelo y de sus costumbres.
La importación de esclavos negros que abasteció de braceros y domésticos a la población española de la costa, donde se encontraba la sede y corte del Virreinato, contribuyó a que España no advirtiera su error económico y político. El esclavismo se arraigó en el régimen, viciándolo y enfermándolo.

El profesor Javier Prado, desde puntos de vista que no son naturalmente los míos, arribó en su estudio sobre el estado social del Perú del coloniaje a conclusiones que contemplan precisamente un aspecto de este fracaso de la empresa colonizadora: «Los negros —dice— considerados como mercancía comercial, e importados a la América, como máquinas humanas de trabajo, debían regar la tierra con el sudor de su frente; pero sin fecundarla, sin dejar frutos provechosos. Es la liquidación constante siempre igual que hace la civilización en la historia de los pueblos: el esclavo es improductivo en el trabajo como lo fue en el Imperio Romano y como lo ha sido en el Perú; y es en el organismo social un cáncer que va corrompiendo los sentimientos y los ideales nacionales. De esta suerte ha desaparecido el esclavo en el Perú, sin dejar los campos cultivados; y después de haberse vengado de la raza blanca, mezclando su sangre con la de ésta, y rebajando en ese contubernio el criterio moral e intelectual, de los que fueron al principio sus crueles amos, y más tarde sus padrinos, sus compañeros y sus hermanos3 ».

La responsabilidad de que se puede acusar hoy al coloniaje, no es la de haber traído una raza inferior —éste era el reproche esencial de los sociólogos de hace medio siglo—, sino la de haber traído con los esclavos, la esclavitud, destinada a fracasar como medio de explotación y organización económicas de la colonia, a la vez que a reforzar un régimen fundado sólo en la conquista y en la fuerza.

El carácter colonial de la agricultura de la costa, que no consigue aún librarse de esta tara, proviene en gran parte del sistema esclavista. El latifundista costeño no ha reclamado nunca, para fecundar sus tierras, hombres sino brazos. Por esto, cuando le faltaron los esclavos negros, les buscó un sucedáneo en los culis chinos. Esta otra importación típica de un régimen de «encomenderos» contrariaba y entrababa como la de los negros la formación regular de una economía liberal congruente con el orden político establecido por la revolución de la independencia. César Ugarte lo reconoce en su estudio ya citado sobre la economía peruana, afirmando resueltamente que lo que el Perú necesitaba no era «brazos» sino «hombres4».

El colonizador español
La incapacidad del coloniaje para organizar la economía peruana sobre sus naturales bases agrícolas, se explica por el tipo de colonizador que nos tocó. Mientras en Norteamérica la colonización depositó los gérmenes de un espíritu y una economía que se plasmaban entonces en Europa y a los cuales pertenecía el porvenir, a la América española trajo los efectos y los métodos de un espíritu y una economía que declinaban ya y a los cuales no pertenecía sino el pasado. Esta tesis puede parecer demasiado simplista a quienes consideran sólo su aspecto de tesis económica y, supérstites, aunque lo ignoren, del viejo escolasticismo retórico, muestran esa falta de aptitud para entender el hecho económico que constituye el defecto capital de nuestros aficionados a la historia. Me complace por esto encontrar en el reciente libro de José Vasconcelos Indología, un juicio que tiene el valor de venir de un pensador a quien no se puede atribuir ni mucho marxismo ni poco hispanismo. «Si no hubiese tantas otras causas de orden moral y de orden físico —escribe Vasconcelos— que explican perfectamente el espectáculo aparentemente desesperado del enorme progreso de los sajones en el Norte y el lento paso desorientado de los latinos del Sur, sólo la comparación de los dos sistemas, de los dos regímenes de propiedad, bastaría para explicar las razones del contraste. En el Norte no hubo reyes que estuviesen disponiendo de la tierra ajena como de cosa propia. Sin mayor gracia de parte de sus monarcas y más bien en cierto estado de rebelión moral contra el monarca inglés, los colonizadores del norte fueron desarrollando un sistema de propiedad privada en el cual cada quien pagaba el precio de su tierra y no ocupaba sino la extensión que podía cultivar. Así fue que en lugar de encomiendas hubo cultivos. Y en vez de una aristocracia guerrera y agrícola, con timbres de turbio abolengo real, abolengo cortesano de abyección y homicidio, se desarrolló una aristocracia de la aptitud que es lo que se llama democracia, una democracia que en sus comienzos no reconoció más preceptos que los del lema francés: libertad, igualdad, fraternidad.
Los hombres del norte fueron conquistando la selva virgen, pero no permitían que el general victorioso en la lucha contra los indios se apoderase, a la manera antigua nuestra, “hasta donde alcanza la vista”. Las tierras recién conquistadas no quedaban tampoco a merced del soberano para que las repartiese a su arbitrio y crease nobleza de doble condición moral: lacayuna ante el soberano e insolente y opresora del más débil. En el Norte, la República coincidió con el gran movimiento de expansión y la República apartó una buena cantidad de las tierras buenas, creó grandes reservas sustraídas al comercio privado, pero no las empleó en crear ducados, ni en premiar servicios patrióticos, sino que las destinó al fomento de la instrucción popular. Y así, a medida que una población crecía, el aumento del valor de las tierras bastaba para asegurar el servicio de la enseñanza. Y cada vez que se levantaba una nueva ciudad en medio del desierto no era el régimen de concesión, el régimen de favor el que privaba, sino el remate público de los lotes en que previamente se subdividía el plano de la futura urbe. Y con la limitación de que una sola persona no pudiera adquirir muchos lotes a la vez. De este sabio, de este justiciero régimen social procede el gran poderío norteamericano. Por no haber procedido en forma semejante, nosotros hemos ido caminando tantas veces para atrás5.»
La feudalidad es, como resulta del juicio de Vasconcelos, la tara que nos dejó el coloniaje. Los países que, después de la Independencia, han conseguido curarse de esa tara son los que han progresado; los que no lo han logrado todavía, son los retardados. Ya hemos visto cómo a la tara de la feudalidad, se juntó la tara del esclavismo.
El español no tenía las condiciones de colonización del anglosajón. La creación de los EE. UU. se presenta como la obra del pioneer. España después de la epopeya de la conquista no nos mandó casi sino nobles, clérigos y villanos. Los conquistadores eran de una estirpe heroica; los colonizadores, no. Se sentían señores, no se sentían pioneers. Los que pensaron que la riqueza del Perú eran sus metales preciosos, convirtieron a la minería, con la práctica de las mitas, en un factor de aniquilamiento del capital humano y de decadencia de la agricultura. En el propio repertorio civilista encontramos testimonios de acusación. Javier Prado escribe que «el estado que presenta la agricultura en el virreinato del Perú es del todo lamentable debido al absurdo sistema económico mantenido por los españoles», y que de la despoblación del país era culpable su régimen de explotación6.
El colonizador, que en vez de establecerse en los campos se estableció en las minas, tenía la psicología del buscador de oro. No era, por consiguiente, un creador de riqueza. Una economía, una sociedad, son la obra de los que colonizan y vivifican la tierra; no de los que precariamente extraen los tesoros de su subsuelo. La historia del florecimiento y decadencia de no pocas poblaciones coloniales de la sierra, determinados por el descubrimiento y el abandono de minas prontamente agotadas o relegadas, demuestra ampliamente entre nosotros esta ley histórica.

Tal vez las únicas falanges de verdaderos colonizadores que nos envió España fueron las misiones de jesuitas y dominicos. Ambas congregaciones, especialmente la de jesuitas, crearon en el Perú varios interesantes núcleos de producción. Los jesuitas asociaron en su empresa los factores religioso, político y económico, no en la misma medida que en el Paraguay, donde realizaron su más famoso y extenso experimento, pero sí de acuerdo con los mismos principios.

Esta función de las congregaciones no sólo se conforma con toda la política de los jesuitas en la América española, sino con la tradición misma de los monasterios en el Medioevo. Los monasterios tuvieron en la sociedad medioeval, entre otros, un rol económico. En una época guerrera y mística, se encargaron de salvar la técnica de los oficios y las artes, disciplinando y cultivando elementos sobre los cuales debía constituirse más tarde la industria burguesa. Jorge Sorel es uno de los economistas modernos que mejor remarca y define el papel de los monasterios en la economía europea, estudiando a la orden benedictina como el prototipo del monasterio-empresa industrial. «Hallar capitales —apunta Sorel— era en ese tiempo un problema muy difícil de resolver; para los monjes era asaz simple. Muy rápidamente las donaciones de ricas familias les prodigaron grandes cantidades de metales preciosos; la acumulación primitiva resultaba muy facilitada. Por otra parte los conventos gastaban poco y la estricta economía que imponían las reglas recuerda los hábitos parsimoniosos de los primeros capitalistas.
Durante largo tiempo los monjes estuvieron en grado de hacer operaciones excelentes para aumentar su fortuna.» Sorel nos expone, cómo «después de haber prestado a Europa servicios eminentes que todo el mundo reconoce, estas instituciones declinaron rápidamente» y cómo los benedictinos «cesaron de ser obreros agrupados en un taller casi capitalista y se convirtieron en burgueses retirados de los negocios, que no pensaban sino en vivir en una dulce ociosidad en la campiña7».

Este aspecto de la colonización, como otros muchos de nuestra economía, no ha sido aún estudiado. Me ha correspondido a mí, marxista convicto y confeso, su constatación. Juzgo este estudio, fundamental para la justificación económica de las medidas que, en la futura política agraria, concernirán a los fundos de los conventos y congregaciones, porque establecerá concluyentemente la caducidad práctica de su dominio y de los títulos reales en que reposaba.

La «comunidad» bajo el coloniaje
Las Leyes de Indias amparaban la propiedad indígena y reconocían su organización comunista. La legislación relativa a las «comunidades» indígenas, se adaptó a la necesidad de no atacar las instituciones ni las costumbres indiferentes al espíritu religioso y al carácter político del Coloniaje. El comunismo agrario del «ayllu», una vez destruido el Estado Inkaico, no era incompatible con el uno ni con el otro. Todo lo contrario. Los jesuitas aprovecharon precisamente el comunismo indígena en el Perú, en México y en mayor escala aún en el Paraguay, para sus fines de catequización. El régimen medioeval, teórica y prácticamente, conciliaba la propiedad feudal con la propiedad comunitaria.

El reconocimiento de las comunidades y de sus costumbres económicas por las Leyes de Indias, no acusa simplemente sagacidad realista de la política colonial sino se ajusta absolutamente a la teoría y la práctica feudales. Las disposiciones de las leyes coloniales sobre la comunidad, que mantenían sin inconveniente el mecanismo económico de ésta, reformaban, en cambio, lógicamente, las costumbres contrarias a la doctrina católica (la prueba matrimonial, etc.) y tendían a convertir la comunidad en una rueda de su maquinaria administrativa y fiscal. La comunidad podía y debía subsistir, para la mayor gloria y provecho del Rey y de la Iglesia.
Sabemos bien que esta legislación en gran parte quedó únicamente escrita.
La propiedad indígena no pudo ser suficientemente amparada, por razones dependientes de la práctica colonial. Sobre este hecho están de acuerdo todos los testimonios. Ugarte hace las siguientes constataciones: «Ni las medidas previsoras de Toledo, ni las que en diferentes oportunidades trataron de ponerse en práctica, impidieron que una gran parte de la propiedad indígena pasara legal o ilegalmente a manos de los españoles o criollos.
Una de las instituciones que facilitó este despojo disimulado fue la de las “Encomiendas”. Conforme al concepto legal de la institución, el encomendero era un encargado del cobro de los tributos y de la educación y cristianización de sus tributarios. Pero en la realidad de las cosas, era un señor feudal, dueño de vidas y haciendas, pues disponía de los indios como si fueran árboles del bosque y muertos ellos o ausentes, se apoderaba por uno u otro medio de sus tierras. En resumen, el régimen agrario colonial determinó la sustitución de una gran parte de las comunidades agrarias indígenas por latifundios de propiedad individual, cultivados por los indios bajo una organización feudal. Estos grandes feudos, lejos de dividirse con el transcurso del tiempo, se concentraron y consolidaron en pocas manos a causa de que la propiedad inmueble estaba sujeta a innumerables trabas y gravámenes perpetuos que la inmovilizaron, tales como los mayorazgos, las capellanías, las fundaciones, los patronatos y demás vinculaciones de la propiedad8».

La feudalidad dejó análogamente subsistentes las comunas rurales en Rusia, país con el cual es siempre interesante el paralelo porque a su proceso histórico se aproxima el de estos países agrícolas y semifeudales mucho más que al de los países capitalistas de Occidente. Eugéne Schkaff, estudiando la evolución del mir en Rusia, escribe: «Como los señores respondían por los impuestos, quisieron que cada campesino tuviera más o menos la misma superficie de tierra para que cada uno contribuyera con su trabajo a pagar los impuestos; y para que la efectividad de éstos estuviera asegurada, establecieron la responsabilidad solidaria. El gobierno la extendió a los demás campesinos. Los repartos tenían lugar cuando el número de siervos había variado. El feudalismo y el absolutismo transformaron poco a poco la organización comunal de los campesinos en instrumento de explotación. La emancipación de los siervos no aportó, bajo este aspecto, ningún cambio9». Bajo el régimen de propiedad señorial, el mir ruso, como la comunidad peruana, experimentó una completa desnaturalización. La superficie de tierras disponibles para los comuneros resultaba cada vez más insuficiente y su repartición cada vez más defectuosa. El mir no garantizaba a los campesinos la tierra necesaria para su sustento; en cambio garantizaba a los propietarios la provisión de brazos indispensables para el trabajo de sus latifundios. Cuando en 1861 se abolió la servidumbre, los propietarios encontraron el modo de subrogarla reduciendo los lotes concedidos a sus campesinos a una extensión que no les consintiese subsistir de sus propios productos. La agricultura rusa conservó, de este modo, su carácter feudal. El latifundista empleó en su provecho la reforma. Se había dado cuenta ya de que estaba en su interés otorgar a los campesinos una parcela, siempre que no bastara para la subsistencia de él y de su familia.
No había medio más seguro para vincular el campesino a la tierra, limitando al mismo tiempo, al mínimo, su emigración. El campesino se veía forzado a prestar sus servicios al propietario, quien contaba para obligarlo al trabajo en su latifundio —si no hubiese bastado la miseria a que lo condenaba la ínfima parcela— con el dominio de prados, bosques, molinos, aguas, etc.
La convivencia de comunidad y latifundio en el Perú, está, pues, perfectamente explicada, no sólo por las características del régimen del Coloniaje sino también por la experiencia de la Europa feudal. Pero la comunidad, bajo este régimen, no podía ser verdaderamente amparada sino apenas tolerada. El latifundista le imponía la ley de su fuerza despótica sin control posible del Estado. La comunidad sobrevivía, pero dentro de un régimen de servidumbre. Antes había sido la célula misma del Estado que le aseguraba el dinamismo necesario para el bienestar de sus miembros. El coloniaje la petrificaba dentro de la gran propiedad, base de un Estado nuevo, extraño a su destino.
El liberalismo de las leyes de la República, impotente para destruir la feudalidad y para crear el capitalismo, debía, más tarde, negarle el amparo formal que le había concedido el absolutismo de las leyes de la Colonia.

La revolución de la independencia y la propiedad agraria
Entremos a examinar ahora cómo se presenta el problema de la tierra bajo la República. Para precisar mis puntos de vista sobre este período, en lo que concierne a la cuestión agraria, debo insistir en un concepto que ya he expresado respecto al carácter de la revolución de la independencia en el Perú. La revolución encontró al Perú retrasado en la formación de su burguesía.
Los elementos de una economía capitalista eran en nuestro país más embrionarios que en otros países de América donde la revolución contó con una burguesía menos larvada, menos incipiente.
Si la revolución hubiese sido un movimiento de las masas indígenas o hubiese representado sus reivindicaciones, habría tenido necesariamente una fisonomía agrarista. Está ya bien estudiado cómo la revolución francesa benefició particularmente a la clase rural, en la cual tuvo que apoyarse para evitar el retorno del antiguo régimen. Este fenómeno, además, parece peculiar en general así a la revolución burguesa como a la revolución socialista, a juzgar por las consecuencias mejor definidas y más estables del abatimiento de la feudalidad en la Europa central y del zarismo en Rusia.

Dirigidas y actuadas principalmente por la burguesía urbana y el proletariado urbano, una y otra revolución han tenido como inmediatos usufructuarios a los campesinos. Particularmente en Rusia, ha sido ésta la clase que ha cosechado los primeros frutos de la revolución bolchevique, debido a que en ese país no se había operado aún una revolución burguesa que a su tiempo hubiera liquidado la feudalidad y el absolutismo e instaurado en su lugar un régimen demoliberal.

Pero, para que la revolución demoliberal haya tenido estos efectos, dos premisas han sido necesarias: la existencia de una burguesía consciente de los fines y los intereses de su acción y la existencia de un estado de ánimo revolucionario en la clase campesina y, sobre todo, su reivindicación del derecho a la tierra en términos incompatibles con el poder de la aristocracia terrateniente. En el Perú, menos todavía que en otros países de América, la revolución de la independencia no respondía a estas premisas.
La revolución había triunfado por la obligada solidaridad continental de los pueblos que se rebelaban contra el dominio de España y porque las circunstancias políticas y económicas del mundo trabajaban a su favor. El nacionalismo continental de los revolucionarios hispanoamericanos se juntaba a esa mancomunidad forzosa de sus destinos, para nivelar a los pueblos más avanzados en su marcha al capitalismo con los más retrasados en la misma vía.
Estudiando la revolución argentina y por ende, la americana, Echeverría clasifica las clases en la siguiente forma: «La sociedad americana —dice—estaba dividida en tres clases opuestas en intereses, sin vínculo alguno de sociabilidad moral y política. Componían la primera los togados, el clero y los mandones; la segunda los enriquecidos por el monopolio y el capricho de la fortuna; la tercera los villanos, llamados “gauchos” y “compadritos” en el Río de la Plata, “cholos” en el Perú, “rotos” en Chile, “leperos” en México. Las castas indígenas y africanas eran esclavas y tenían una existencia extrasocial. La primera gozaba sin producir y tenía el poder y fuero del hidalgo. Era la aristocracia compuesta en su mayor parte de españoles y de muy pocos americanos. La segunda gozaba, ejerciendo tranquilamente su industria o comercio, era la clase media que se sentaba en los cabildos; la tercera, única productora por el trabajo manual, componíase de artesanos y proletarios de todo género. Los descendientes americanos de las dos primeras clases que recibían alguna educación en América o en la Península, fueron los que levantaron el estandarte de la revolución10».

La revolución americana, en vez del conflicto entre la nobleza terrateniente y la burguesía comerciante, produjo en muchos casos su colaboración, ya por la impregnación de ideas liberales que acusaba la aristocracia, ya porque ésta en muchos casos no veía en esa revolución sino un movimiento de emancipación de la corona de España. La población campesina, que en el Perú era indígena, no tenía en la revolución una presencia directa, activa. El programa revolucionario no representaba sus reivindicaciones.
Mas este programa se inspiraba en el ideario liberal. La revolución no podía prescindir de principios que consideraban existentes reivindicaciones agrarias, fundadas en la necesidad práctica y en la justicia teórica de liberar el dominio de la tierra de las trabas feudales. La República insertó en su estatuto estos principios. El Perú no tenía una clase burguesa que los aplicase en armonía con sus intereses económicos y su doctrina política y jurídica.
Pero la República —porque este era el curso y el mandato de la historia debía constituirse sobre principios liberales y burgueses—. Sólo que las consecuencias prácticas de la revolución en lo que se relacionaba con la propiedad agraria, no podían dejar de detenerse en el límite que les fijaban los intereses de los grandes propietarios.
Por esto, la política de desvinculación de la propiedad agraria, impuesta por los fundamentos políticos de la República, no atacó al latifundio. Y —aunque en compensación las nuevas leyes ordenaban el reparto de tierras a los indígenas— atacó, en cambio, en el nombre de los postulados liberales, a la «comunidad».
Se inauguró así un régimen que, cualesquiera que fuesen sus principios, empeoraba en cierto grado la condición de los indígenas en vez de mejorarla. Y esto no era culpa del ideario que inspiraba la nueva política y que, rectamente aplicado, debía haber dado fin al dominio feudal de la tierra convirtiendo a los indígenas en pequeños propietarios.
La nueva política abolía formalmente las «mitas», encomiendas, etc.
Comprendía un conjunto de medidas que significaban la emancipación del indígena como siervo. Pero como, de otro lado, dejaba intactos el poder y la fuerza de la propiedad feudal, invalidaba sus propias medidas de protección de la pequeña propiedad y del trabajador de la tierra.
La aristocracia terrateniente, si no sus privilegios de principio, conservaba sus posiciones de hecho. Seguía siendo en el Perú la clase dominante. La revolución no había realmente elevado al poder a una nueva clase. La burguesía profesional y comerciante era muy débil para gobernar. La abolición de la servidumbre no pasaba, por esto, de ser una declaración teórica. Porque la revolución no había tocado el latifundio. Y la servidumbre no es sino una de las caras de la feudalidad, pero no la feudalidad misma.

Política agraria de la República

Durante el período de caudillaje militar que siguió a la revolución de la independencia, no pudo lógicamente desarrollarse, ni esbozarse siquiera, una política liberal sobre la propiedad agraria. El caudillaje militar era el producto natural de un período revolucionario que no había podido crear una nueva clase dirigente. El poder, dentro de esta situación, tenía que ser ejercido por los militares de la revolución que, de un lado, gozaban del prestigio marcial de sus laureles de guerra y, de otro lado, estaban en grado de mantenerse en el gobierno por la fuerza de las armas. Por supuesto, el caudillo no podía sustraerse al influjo de los intereses de clase o de las fuerzas históricas en contraste. Se apoyaba en el liberalismo inconsistente y retórico del demos urbano o el conservantismo colonialista de la casta terrateniente. Se inspiraba en la clientela de tribunos y abogados de la democracia citadina o de literatos y rétores de la aristocracia latifundista.
Porque, en el conflicto de intereses entre liberales y conservadores, faltaba una directa y activa reivindicación campesina que obligase a los primeros a incluir en su programa la redistribución de la propiedad agraria. Este problema básico habría sido advertido y apreciado de todos modos por un estadista superior. Pero ninguno de nuestros caciques militares de este período lo era.

El caudillaje militar, por otra parte, parece orgánicamente incapaz de una reforma de esta envergadura que requiere ante todo un avisado criterio jurídico y económico. Sus violencias producen una atmósfera adversa a la experimentación de los principios de un derecho y de una economía nuevos.
Vasconcelos observa a este respecto lo siguiente: «En el orden económico es constantemente el caudillo el principal sostén del latifundio.
Aunque a veces se proclamen enemigos de la propiedad, casi no hay caudillo que no remate en hacendado. Lo cierto es que el poder militar trae fatalmente consigo el delito de apropiación exclusiva de la tierra; llámese el soldado, caudillo, Rey o Emperador: despotismo y latifundio son términos correlativos. Y es natural, los derechos económicos, lo mismo que los políticos, sólo se pueden conservar y defender dentro de un régimen de libertad.
El absolutismo conduce fatalmente a la miseria de los muchos y al boato y al abuso de los pocos. Sólo la democracia a pesar de todos sus defectos ha podido acercarnos a las mejores realizaciones de la justicia social, por lo menos la democracia antes de que degenere en los imperialismos de las repúblicas demasiado prósperas que se ven rodeadas de pueblos en decadencia. De todas maneras, entre nosotros el caudillo y el gobierno de los militares han cooperado al desarrollo del latifundio. Un examen siquiera superficial de los títulos de propiedad de nuestros grandes terratenientes, bastaría para demostrar que casi todos deben su haber, en un principio, a la merced de la Corona española, después a concesiones y favores ilegítimos acordados a los generales influyentes de nuestras falsas repúblicas. Las mercedes y las concesiones se han acordado, a cada paso, sin tener en cuenta los derechos de poblaciones enteras de indígenas o de mestizos que carecieron de fuerza para hacer valer su dominio11».
Un nuevo orden jurídico y económico no puede ser, en todo caso, la obra de un caudillo sino de una clase. Cuando la clase existe, el caudillo funciona como su intérprete y su fiduciario. No es ya su arbitrio personal, sino un conjunto de intereses y necesidades colectivas lo que decide su política. El Perú carecía de una clase burguesa capaz de organizar un Estado fuerte y apto. El militarismo representaba un orden elemental y provisorio, que apenas dejase de ser indispensable, tenía que ser sustituido por un orden más avanzado y orgánico. No era posible que comprendiese ni considerase siquiera el problema agrario. Problemas rudimentarios y momentáneos acaparaban su limitada acción. Con Castilla rindió su máximo fruto el caudillaje militar. Su oportunismo sagaz, su malicia aguda, su espíritu mal cultivado, su empirismo absoluto, no le consintieron practicar hasta el fin una política liberal. Castilla se dio cuenta de que los liberales de su tiempo constituían un cenáculo, una agrupación, mas no una clase. Esto le indujo a evitar con cautela todo acto seriamente opuesto a los intereses y principios de la clase conservadora. Pero los méritos de su política residen en lo que tuvo de reformadora y progresista. Sus actos de mayor significación histórica, la abolición de la esclavitud de los negros y de la contribución de indígenas, representan su actitud liberal.

Desde la promulgación del Código Civil se entró en el Perú en un período de organización gradual. Casi no hace falta remarcar que esto acusaba entre otras cosas la decadencia del militarismo. El Código, inspirado en los mismos principios que los primeros decretos de la República sobre la tierra, reforzaba y continuaba la política de desvinculación y movilización de la propiedad agraria. Ugarte, registrando las consecuencias de este progreso de la legislación nacional en lo que concierne a la tierra, anota que el Código «confirmó la abolición legal de las comunidades indígenas y de las vinculaciones de dominio; innovando la legislación precedente, estableció la ocupación como uno de los modos de adquirir los inmuebles sin dueño; en las reglas sobre sucesiones, trató de favorecer la pequeña propiedad12».

Francisco García Calderón atribuye al Código Civil efectos que en verdad no tuvo o que, por lo menos, no revistieron el alcance radical y absoluto que su optimismo les asigna: «La constitución —escribe— había destruido los privilegios y la ley civil dividía las propiedades y arruinaba la igualdad de derecho en las familias. Las consecuencias de esta disposición eran, en el orden político, la condenación de toda oligarquía, de toda aristocracia de los latifundios; en el orden social, la ascensión de la burguesía y del mestizaje». «Bajo el aspecto económico, la partición igualitaria de las sucesiones favoreció la formación de la pequeña propiedad antes entrabada por los grandes dominios señoriales13.»
Esto estaba sin duda en la intención de los codificadores del derecho en el Perú. Pero el Código Civil no es sino uno de los instrumentos de la política liberal y de la práctica capitalista. Como lo reconoce Ugarte, en la legislación peruana «se ve el propósito de favorecer la democratización de la propiedad rural, pero por medios puramente negativos aboliendo las trabas más bien que prestando a los agricultores una protección positiva14». En ninguna parte la división de la propiedad agraria, o mejor, su redistribución, ha sido posible sin leyes especiales de expropiación que han transferido el dominio del suelo a la clase que lo trabaja.
No obstante el Código, la pequeña propiedad no ha prosperado en el Perú. Por el contrario, el latifundio se ha consolidado y extendido. Y la propiedad de la comunidad indígena ha sido la única que ha sufrido las consecuencias de este liberalismo deformado.

La gran propiedad y el poder político
Los dos factores que se opusieron a que la revolución de la independencia planteara y abordara en el Perú el problema agrario —extrema incipiencia de la burguesía urbana y situación extrasocial, como la define Echeverría, de los indígenas—, impidieron más tarde que los gobiernos de la República desarrollasen una política dirigida en alguna forma a una distribución menos desigual e injusta de la tierra.

Durante el período del caudillaje militar, en vez de fortalecerse el demos urbano, se robusteció la aristocracia latifundista. En poder de extranjeros el comercio y la finanza, no era posible económicamente el surgimiento de una vigorosa burguesía urbana. La educación española, extraña radicalmente a los fines y necesidades del industrialismo y del capitalismo, no preparaba comerciantes ni técnicos sino abogados, literatos, teólogos, etc. Estos, a menos de sentir una especial vocación por el jacobinismo o la demagogia, tenían que constituir la clientela de la casta propietaria. El capital comercial, casi exclusivamente extranjero, no podía a su vez hacer otra cosa que entenderse y asociarse con esta aristocracia que, por otra parte, tácita o explícitamente, conservaba su  predominio político. Fue así como la aristocracia terrateniente y sus ralliés resultaron usufructuarios de la política fiscal y de la explotación del guano y del salitre. Fue así también como esta casta, forzada por su rol económico, asumió en el Perú la función de clase burguesa, aunque sin perder sus resabios y prejuicios coloniales y aristocráticos. Fue así, en fin, como las categorías burguesas urbanas —profesionales, comerciantes— concluyeron por ser absorbidas por el civilismo.

El poder de esta clase —civilistas o «neogodos»— procedía en buena cuenta de la propiedad de la tierra. En los primeros años de la Independencia, no era precisamente una clase de capitalistas sino una clase de propietarios. Su condición de clase propietaria —y no de clase ilustrada— le había consentido solidarizar sus intereses con los de los comerciantes y prestamistas extranjeros y traficar a este título con el Estado y la riqueza pública. La propiedad de la tierra, debida al Virreinato, le había dado bajo la República la posesión del capital comercial. Los privilegios de la Colonia habían engendrado los privilegios de la República.
Era, por consiguiente, natural e instintivo en esta clase el criterio más conservador respecto al dominio de la tierra. La subsistencia de la condición extrasocial de los indígenas, de otro lado, no oponía a los intereses feudales del latifundismo las reivindicaciones de masas campesinas conscientes. Estos han sido los factores principales del mantenimiento y desarrollo de la gran propiedad. El liberalismo de la legislación republicana, inerte ante la propiedad feudal, se sentía activo sólo ante la propiedad comunitaria. Si no podía nada contra el latifundio, podía mucho contra la «comunidad». En un pueblo de tradición comunista, disolver la «comunidad» no servía a crear la pequeña propiedad. No se transforma artificialmente a una sociedad.

Menos aún a una sociedad campesina, profundamente adherida a su tradición y a sus instituciones jurídicas. El individualismo no ha tenido su origen en ningún país ni en la Constitución del Estado ni en el Código Civil. Su formación ha tenido siempre un proceso a la vez más complicado y más espontáneo. Destruir las comunidades no significaba convertir a los indígenas en pequeños propietarios y ni siquiera en asalariados libres, sino entregar sus tierras a los gamonales y a su clientela. El latifundista encontraba así, más fácilmente, el modo de vincular el indígena al latifundio.
Se pretende que el resorte de la concentración de la propiedad agraria en la costa ha sido la necesidad de los propietarios de disponer pacíficamente de suficiente cantidad de agua. La agricultura de riego, en valles formados por ríos de escaso caudal, ha determinado, según esta tesis, el florecimiento de la gran propiedad y el sofocamiento de la media y la pequeña.

Pero esta es una tesis especiosa y sólo en mínima parte exacta. Porque la razón técnica o material que superestima, únicamente influye en la concentración de la propiedad desde que se han establecido y desarrollado en la costa vastos cultivos industriales. Antes de que estos prosperaran, antes de que la agricultura de la costa adquiriera una organización capitalista, el móvil de los riegos era demasiado débil para decidir la concentración de la propiedad. Es cierto que la escasez de las aguas de regadío, por las dificultades de su distribución entre múltiples regantes, favorece a la gran propiedad.
Mas no es cierto que ésta sea el origen de que la propiedad no se haya subdividido. Los orígenes del latifundio costeño se remontan al régimen colonial. La despoblación de la costa, a consecuencia de la práctica colonial, he ahí, a la vez que una de las consecuencias, una de las razones del régimen de gran propiedad. El problema de los brazos, el único que ha sentido el terrateniente costeño, tiene todas sus raíces en el latifundio. Los terratenientes quisieron resolverlo con el esclavo negro en los tiempos de la colonia, con el culi chino en los de la república. Vano empeño. No se puebla ya la tierra con esclavos. Y sobre todo no se la fecunda. Debido a su política, los grandes propietarios tienen en la costa toda la tierra que se puede poseer; pero en cambio no tienen hombres bastantes para vivificarla y explotarla. Esta es la defensa de la gran propiedad. Mas es también su miseria y su tara.

La situación agraria de la sierra demuestra, por otra parte, lo artificioso de la tesis antecitada. En la sierra no existe el problema del agua. Las lluvias abundantes permiten, al latifundista como al comunero, los mismos cultivos.
Sin embargo, también en la sierra se constata el fenómeno de concentración de la propiedad agraria. Este hecho prueba el carácter esencialmente político-social de la cuestión.
El desarrollo de cultivos industriales, de una agricultura de exportación, en las haciendas de la costa, aparece íntegramente subordinado a la colonización económica de los países de América Latina por el capitalismo occidental.

Los comerciantes y prestamistas británicos se interesaron por la explotación de estas tierras cuando comprobaron la posibilidad de dedicarlas con ventaja a la producción de azúcar primero y de algodón después. Las hipotecas de la propiedad agraria las colocaban, en buena parte, desde época muy lejana, bajo el control de las firmas extranjeras. Los hacendados, deudores a los comerciantes, prestamistas extranjeros, servían de intermediarios, casi de yanacones, al capitalismo anglosajón para asegurarle la explotación de campos cultivados a un costo mínimo por braceros esclavizados y miserables, curvados sobre la tierra bajo el látigo de los «negreros» coloniales.

Pero en la costa el latifundio ha alcanzado un grado más o menos avanzado de técnica capitalista, aunque su explotación repose aún sobre prácticas y principios feudales. Los coeficientes de producción de algodón y caña corresponden al sistema capitalista. Las empresas cuentan con capitales poderosos y las tierras son trabajadas con máquinas y procedimientos modernos. Para el beneficio de los productos funcionan poderosas plantas industriales. Mientras tanto, en la sierra las cifras de producción de las tierras de latifundio no son generalmente mayores a las de tierras de la comunidad. Y, si la justificación de un sistema de producción está en sus resultados, como lo quiere un criterio económico objetivo, este solo dato condena en la sierra de manera irremediable el régimen de propiedad agraria.

La «comunidad» bajo la República
Hemos visto ya cómo el liberalismo formal de la legislación republicana no se ha mostrado activo sino frente a la «comunidad» indígena. Puede decirse que el concepto de propiedad individual casi ha tenido una función antisocial en la República a causa de su conflicto con la subsistencia de la «comunidad». En efecto, si la disolución y expropiación de ésta hubiese sido decretada y realizada por un capitalismo en vigoroso y autónomo crecimiento, habría aparecido como una imposición del progreso económico. El indio entonces habría pasado de un régimen mixto de comunismo y servidumbre a un régimen de salario libre. Este cambio lo habría desnaturalizado un poco; pero lo habría puesto en grado de organizarse y emanciparse como clase, por la vía de los demás proletariados del mundo. En tanto, la expropiación y absorción graduales de la «comunidad» por el latifundismo, de un lado lo hundía más en la servidumbre y de otro destruía la institución económica y jurídica que salvaguardaba en parte el espíritu y la materia de su antigua civilización15.

Durante el período republicano, los escritores y legisladores nacionales han mostrado una tendencia más o menos uniforme a condenar la «comunidad » como un rezago de una sociedad primitiva o como una supervivencia de la organización colonial. Esta actitud ha respondido en unos casos al interés del gamonalismo terrateniente y en otros al pensamiento individualista y liberal que dominaba automáticamente una cultura demasiado verbalista y estática.

Un estudio del doctor M. V. Villarán, uno de los intelectuales que con más aptitud crítica y mayor coherencia doctrinal representa este pensamiento en nuestra primera centuria, señaló el principio de una revisión prudente de sus conclusiones respecto a la «comunidad» indígena. El doctor Villarán mantenía teóricamente su posición liberal, propugnando en principio la individualización de la propiedad, pero prácticamente aceptaba la protección de las comunidades contra el latifundismo, reconociéndoles una función a la que el Estado debía su tutela.

Mas la primera defensa orgánica y documentada de la comunidad indígena tenía que inspirarse en el pensamiento socialista y reposar en un estudio concreto de su naturaleza, efectuado conforme a los métodos de investigación de la sociología y la economía modernas. El libro de Hildebrando Castro Pozo, Nuestra Comunidad Indígena, así lo comprueba. Castro Pozo, en este interesante estudio, se presenta exento de preconceptos liberales.

Esto le permite abordar el problema de la «comunidad» con una mente apta para valorarla y entenderla. Castro Pozo, no sólo nos descubre que la «comunidad» indígena, malgrado los ataques del formalismo liberal puesto al servicio de un régimen de feudalidad, es todavía un organismo viviente, sino que, a pesar del medio hostil dentro del cual vegeta sofocada y deformada, manifiesta espontáneamente evidentes posibilidades de evolución y desarrollo.
Sostiene Castro Pozo, que «el ayllu o comunidad, ha conservado su natural idiosincrasia, su carácter de institución casi familiar en cuyo seno continuaron subsistentes, después de la conquista, sus principales factores constitutivos16 ».
En esto se presenta, pues, de acuerdo con Valcárcel, cuyas proposiciones respecto del ayllu, parecen a algunos excesivamente dominadas por su ideal de resurgimiento indígena.

¿Qué son y cómo funcionan las «comunidades» actualmente? Castro Pozo cree que se les puede distinguir conforme a la siguiente clasificación: «Primero: Comunidades agrícolas; Segundo: Comunidades agrícolas ganaderas; Tercero: Comunidades de pastos y aguas; y Cuarto: Comunidades de usufructuación. Debiendo tenerse en cuenta que en un país como el nuestro, donde una misma institución adquiere diversos caracteres, según el medio en que se ha desarrollado, ningún tipo de los que en esta clasificación se presume se encuentra en la realidad, tan preciso y distinto de los otros que, por sí solo, pudiera objetivarse en un modelo. Todo lo contrario, en el primer tipo de las comunidades agrícolas se encuentran caracteres correspondientes a los otros y en éstos, algunos concernientes a aquél; pero como el conjunto de factores externos ha impuesto a cada uno de estos grupos un determinado género de vida en sus costumbres, usos y sistemas de trabajo, en sus propiedades e industrias, priman los caracteres agrícolas, ganaderos, ganaderos en pastos y aguas comunales o sólo los dos últimos y los de falta absoluta o relativa de propiedad de las tierras y la usufructuación de éstas por el “ayllu” que, indudablemente, fue su único propietario17».
Estas diferencias se han venido elaborando no por evolución o degeneración natural de la antigua «comunidad», sino al influjo de una legislación dirigida a la individualización de la propiedad y, sobre todo, por efecto de la expropiación de las tierras comunales en favor del latifundismo. Demuestran, por ende, la vitalidad del comunismo indígena que impulsa invariablemente a los aborígenes a variadas formas de cooperación y asociación.
El indio, a pesar de las leyes de cien años de régimen republicano, no se ha hecho individualista. Y esto no proviene de que sea refractario al progreso como pretende el simplismo de sus interesados detractores. Depende, más bien, de que el individualismo, bajo un régimen feudal, no encuentra las condiciones necesarias para afirmarse y desarrollarse. El comunismo, en cambio, ha seguido siendo para el indio su única defensa. El individualismo no puede prosperar, y ni siquiera existe efectivamente, sino dentro de un régimen de libre concurrencia. Y el indio no se ha sentido nunca menos libre que cuando se ha sentido solo.

Por esto, en las aldeas indígenas donde se agrupan familias entre las cuales se han extinguido los vínculos del patrimonio y del trabajo comunitarios, subsisten aún, robustos y tenaces, hábitos de cooperación y solidaridad que son la expresión empírica de un espíritu comunista. La comunidad corresponde a este espíritu. Es su órgano. Cuando la expropiación y el reparto parecen liquidar la comunidad, el socialismo indígena encuentra siempre el medio de rehacerla, mantenerla o subrogarla. El trabajo y la propiedad en común son reemplazados por la cooperación en el trabajo individual. Como escribe Castro Pozo: «la costumbre ha quedado reducida a las “mingas” o reuniones de todo el ayllu para hacer gratuitamente un trabajo en el cerco, acequia o casa de algún comunero, el cual quehacer efectúan al son de arpas y violines, consumiendo algunas arrobas de aguardientes de caña, cajetillas de cigarros y mascadas de coca». Estas costumbres han llevado a los indígenas a la práctica —incipiente y rudimentaria por supuesto— del contrato colectivo de trabajo, más bien que del contrato individual. No son los individuos aislados los que alquilan su trabajo a un propietario o contratista; son mancomunadamente todos los hombres útiles de la «parcialidad».

La «comunidad» y el latifundio
La defensa de la «comunidad» indígena no reposa en principios abstractos de justicia ni en sentimentales consideraciones tradicionalistas, sino en razones concretas y prácticas de orden económico y social. La propiedad comunal no representa en el Perú una economía primitiva a la que haya reemplazado gradualmente una economía progresiva fundada de la propiedad individual. No; las comunidades han sido despojadas de sus tierras en provecho del latifundio feudal o semifeudal, constitucionalmente incapaz de progreso técnico18.

En la costa, el latifundio ha evolucionado —desde el punto de vista de los cultivos—, de la rutina feudal a la técnica capitalista, mientras la comunidad indígena ha desaparecido como explotación comunista de la tierra. Pero en la sierra, el latifundio ha conservado íntegramente su carácter feudal, oponiendo una resistencia mucho mayor que la «comunidad» al desenvolvimiento de la economía capitalista. La «comunidad», en efecto, cuando se ha articulado, por el paso de un ferrocarril, con el sistema comercial y las vías de transporte centrales, ha llegado a transformarse espontáneamente, en una cooperativa. Castro Pozo, que como jefe de la sección de asuntos indígenas del Ministerio de Fomento acopió abundantes datos sobre la vida de las comunidades, señala y destaca el sugestivo caso de la parcialidad de Muquiyauyo, de la cual dice que presenta los caracteres de las cooperativas de producción, consumo y crédito. «Dueña de una magnífica instalación o planta eléctrica en las orillas del Mantaro, por medio de la cual proporciona luz y fuerza motriz, para pequeñas industrias a los distritos de Jauja, Concepción, Mito, Muqui, Sincos, Huaripampa y Muquiyauyo, se ha transformado en la institución comunal por excelencia; en la que no se han relajado sus costumbres indígenas, y antes bien han aprovechado de ellas para llevar a cabo la obra de la empresa; han sabido disponer del dinero que poseían empleándolo en la adquisición de las grandes maquinarias y ahorrado el valor de la mano de obra que la parcialidad ha ejecutado, lo mismo que si se tratara de la construcción de un edificio comunal: por mingas en las que hasta las mujeres y niños han sido elementos útiles en el acarreo de los materiales de construcción19.»

La comparación de la «comunidad» y el latifundio como empresa de producción
agrícola, es desfavorable para el latifundio. Dentro del régimen capitalista, la gran propiedad sustituye y desaloja a la pequeña propiedad agrícola por su aptitud para intensificar la producción mediante el empleo de una técnica avanzada de cultivo. La industrialización de la agricultura, trae aparejada la concentración de la propiedad agraria. La gran propiedad aparece entonces justificada por el interés de la producción, identificado, teóricamente por lo menos, con el interés de la sociedad. Pero el latifundio no tiene el mismo efecto, ni responde, por consiguiente, a una necesidad económica. Salvo los casos de las haciendas de caña —que se dedican a la producción de aguardiente con destino a la intoxicación y embrutecimiento del campesino indígena—, los cultivos de los latifundios serranos son generalmente los mismos de las comunidades. Y las cifras de la producción no difieren. La falta de estadística agrícola no permite establecer con exactitud las diferencias parciales; pero todos los datos disponibles autorizan a sostener que los rendimientos de los cultivos de las comunidades, no son, en su promedio, inferiores a los cultivos de los latifundios. La única estadística de producción de la sierra, la del trigo, sufraga esta conclusión. Castro Pozo, resumiendo los datos de esta estadística en 1917-18, escribe lo siguiente: «La cosecha resultó, término medio, en 450 y 580 kilos por cada hectárea para la propiedad comunal e individual, respectivamente.

Si se tiene en cuenta que las mejores tierras de producción han pasado a poder de los terratenientes, pues la lucha por aquéllas en los departamentos del Sur ha llegado hasta el extremo de eliminar al poseedor indígena por la violencia o masacrándolo, y que la ignorancia del comunero lo lleva de preferencia a ocultar los datos exactos relativos al monto de la cosecha, disminuyéndola por temor de nuevos impuestos o exacciones de parte de las autoridades políticas subalternas o recaudadores de éstos; se colegirá fácilmente que la diferencia en la producción por hectárea a favor del bien de la propiedad individual no es exacta y que razonablemente, se la debe dar por no existente, por cuanto los medios de producción y de cultivo, en una y otras propiedades, son idénticos20».
En la Rusia feudal del siglo pasado, el latifundio tenía rendimientos mayores que los de la pequeña propiedad. Las cifras en hectolitros y por hectárea eran las siguientes: para el centeno: 11.5 contra 9.4; para el trigo: 11 contra 9.1; para la avena: 15.4 contra 12.7; para la cebada: 11.5 contra 10.5; para las patatas: 92.3 contra 72. (21).

El latifundio de la sierra peruana resulta, pues, por debajo del execrado latifundio de la Rusia zarista como factor de producción.
La «comunidad», en cambio, de una parte acusa capacidad efectiva de desarrollo y transformación y de otra parte se presenta como un sistema de producción que mantiene vivos en el indio los estímulos morales necesarios para su máximo rendimiento como trabajador. Castro Pozo hace una observación muy justa cuando escribe que «la comunidad indígena conserva dos grandes principios económico sociales que hasta el presente ni la ciencia sociológica ni el empirismo de los grandes industrialistas han podido resolver satisfactoriamente: el contrato múltiple del trabajo y la realización de éste con menor desgaste fisiológico y en un ambiente de agradabilidad, emulación y compañerismo22».
Disolviendo o relajando la «comunidad», el régimen del latifundio feudal, no sólo ha atacado una institución económica sino también, y sobre todo, una institución social que defiende la tradición indígena, que conserva la función de la familia campesina y que traduce ese sentimiento jurídico popular al que tan alto valor asignan Proudhon y Sorel23.

El régimen de trabajo. Servidumbre y salariado
El régimen de trabajo está determinado principalmente, en la agricultura, por el régimen de propiedad. No es posible, por tanto, sorprenderse de que en la misma medida en que sobrevive en el Perú el latifundio feudal, sobreviva también, bajo diversas formas y con distintos nombres, la servidumbre.
La diferencia entre la agricultura de la costa y la agricultura de la sierra, aparece menor en lo que concierne al trabajo que en lo que respecta a la técnica. La agricultura de la costa ha evolucionado con más o menos prontitud hacia una técnica capitalista en el cultivo del suelo y la transformación y comercio de los productos. Pero, en cambio, se ha mantenido demasiado estacionaria en su criterio y conducta respecto al trabajo. Acerca del trabajador, el latifundio colonial no ha renunciado a sus hábitos feudales sino cuando las circunstancias se lo han exigido de modo perentorio.
Este fenómeno se explica, no sólo por el hecho de haber conservado la propiedad de la tierra los antiguos señores feudales, que han adoptado, como intermediarios del capital extranjero, la práctica, mas no el espíritu del capitalismo moderno. Se explica además por la mentalidad colonial de esta casta de propietarios, acostumbrados a considerar el trabajo con el criterio de esclavistas y «negreros». En Europa, el señor feudal encarnaba, hasta cierto punto, la primitiva tradición patriarcal, de suerte que respecto de sus siervos se sentía naturalmente superior, pero no étnica ni nacionalmente diverso. Al propio terrateniente aristócrata de Europa le ha sido dable aceptar un nuevo concepto y una nueva práctica en sus relaciones con el trabajador de la tierra. En la América colonial, mientras tanto, se ha opuesto a esta evolución, la orgullosa y arraigada convicción del blanco, de la inferioridad de los hombres de color.
En la costa peruana el trabajador de la tierra, cuando no ha sido el indio, ha sido el negro esclavo, el culi chino, mirados, si cabe, con mayor desprecio. En el latifundista costeño, han actuado a la vez los sentimientos del aristócrata medioeval y del colonizador blanco, saturados de prejuicios de raza.

El yanaconazgo y el «enganche» no son la única expresión de la subsistencia de métodos más o menos feudales en la agricultura costeña. El ambiente de la hacienda se mantiene íntegramente señorial. Las leyes del Estado no son válidas en el latifundio, mientras no obtienen el consenso tácito o formal de los grandes propietarios. La autoridad de los funcionarios políticos o administrativos, se encuentra de hecho sometida a la autoridad del terrateniente en el territorio de su dominio. Este considera prácticamente a su latifundio fuera de la potestad del Estado, sin preocuparse mínimamente de los derechos civiles de la población que vive dentro de los confines de su propiedad. Cobra arbitrios, otorga monopolios, establece sanciones contrarias siempre a la libertad de los braceros y de sus familias. Los transportes, los negocios y hasta las costumbres están sujetos al control del propietario dentro de la hacienda. Y con frecuencia las rancherías que alojan a la población obrera, no difieren grandemente de los galpones que albergaban a la población esclava.
Los grandes propietarios costeños no tienen legalmente este orden de derechos feudales o semifeudales; pero su condición de clase dominante y el acaparamiento ilimitado de la propiedad de la tierra en un territorio sin industrias y sin transportes les permite prácticamente un poder casi incontrolable.

Mediante el «enganche» y el yanaconazgo, los grandes propietarios resisten al establecimiento del régimen del salario libre, funcionalmente necesario en una economía liberal y capitalista. El «enganche», que priva al bracero del derecho de disponer de su persona y su trabajo, mientras no satisfaga las obligaciones contraídas con el propietario, desciende inequívocamente del tráfico semiesclavista de culis; el «yanaconazgo» es una variedad del sistema de servidumbre a través del cual se ha prolongado la feudalidad hasta nuestra edad capitalista en los pueblos política y económicamente retardados. El sistema peruano del yanaconazgo se identifica, por ejemplo, con el sistema ruso del polovnischestvo dentro del cual los frutos de la tierra, en unos casos, se dividían en partes iguales entre el propietario y el campesino y en otros casos este último no recibía sino una tercera parte24.
La escasa población de la costa representa para las empresas agrícolas una constante amenaza de carencia o insuficiencia de brazos. El yanaconazgo vincula a la tierra a la poca población regnícola, que sin esta mínima garantía de usufructo de tierra, tendería a disminuir y emigrar. El «enganche» asegura a la agricultura de la costa el concurso de los braceros de la sierra que, si bien encuentran en las haciendas costeñas un suelo y un medio extraños, obtienen al menos un trabajo mejor remunerado.
Esto indica que, a pesar de todo y aunque no sea sino aparente o parcialmente25, la situación del bracero en los fundos de la costa es mejor que en los feudos de la sierra, donde el feudalismo mantiene intacta su omnipotencia.
Los terratenientes costeños se ven obligados a admitir, aunque sea restringido y atenuado, el régimen del salario y del trabajo libres. El carácter capitalista de sus empresas los constriñe a la concurrencia. El bracero conserva, aunque sólo sea relativamente, su libertad de emigrar así como de rehusar su fuerza de trabajo al patrón que lo oprime demasiado. La vecindad de puertos y ciudades; la conexión con las vías modernas de tráfico y comercio, ofrecen, de otro lado, al bracero, la posibilidad de escapar a su destino rural y de ensayar otro medio de ganar su subsistencia.

Si la agricultura de la costa hubiera tenido otro carácter, más progresista, más capitalista, habría tendido a resolver de manera lógica, el problema de los brazos sobre el cual tanto se ha declamado. Propietarios más avisados, se habrían dado cuenta de que, tal como funciona hasta ahora, el latifundio es un agente de despoblación y de que, por consiguiente, el problema de los brazos constituye una de sus más claras y lógicas consecuencias26.

En la misma medida en que progresa en la agricultura de la costa la técnica capitalista, el salariado reemplaza al yanaconazgo. El cultivo científico —empleo de máquinas, abonos, etc.— no se aviene con un régimen de trabajo peculiar de una agricultura rutinaria y primitiva. Pero el factor demográfico —el «problema de los brazos»—, opone una resistencia seria a este proceso de desarrollo capitalista. El yanaconazgo y sus variedades sirven para mantener en los valles una base demográfica que garantice a las negociaciones el mínimo de brazos necesarios para las labores permanentes. El jornalero inmigrante no ofrece las mismas seguridades de continuidad en el trabajo que el colono nativo o el yanacón regnícola. Este último representa, además, el arraigo de una familia campesina, cuyos hijos mayores se encontrarán más o menos forzados a alquilar sus brazos al hacendado.

La constatación de este hecho, conduce ahora a los propios grandes propietarios a considerar la conveniencia de establecer muy gradual y prudentemente, sin sombra de ataque a sus intereses, colonias o núcleos de pequeños propietarios. Una parte de las tierras irrigadas en el Imperial han sido reservadas así a la pequeña propiedad. Hay el propósito de aplicar el mismo principio en las otras zonas donde se realizan trabajos de irrigación. Un rico propietario inteligente y experimentado que conversaba conmigo últimamente, me decía que la existencia de la pequeña propiedad, al lado de la gran propiedad, era indispensable a la formación de una población rural, sin la cual la explotación de la tierra, estaría siempre a merced de las posibilidades de la inmigración o del «enganche». El programa de la Compañía de Subdivisión Agraria, es otra de las expresiones de una política agraria tendiente al establecimiento paulatino de la pequeña propiedad27.

Pero, como esta política evita sistemáticamente la expropiación, o, más precisamente, la expropiación en vasta escala por el Estado, por razón de utilidad pública o justicia distributiva, y sus restringidas posibilidades de desenvolvimiento, están por el momento circunscritas a pocos valles, no resulta probable que la pequeña propiedad reemplace oportuna y ampliamente al yanaconazgo en su función demográfica. En los valles a los cuales el «enganche» de braceros de la sierra no sea capaz de abastecer de brazos, en condiciones ventajosas para los hacendados, el yanaconazgo subsistirá, pues, por algún tiempo, en sus diversas variedades, junto con el salariado.

Las formas de yanaconazgo, aparcería o arrendamiento, varían en la costa y en la sierra según las regiones, los usos o los cultivos. Tienen también diversos nombres. Pero en su misma variedad se identifican en general con los métodos precapitalistas de explotación de la tierra observados en otros países de agricultura semifeudal. Verbigracia, en la Rusia zarista. El sistema del otrabotki ruso presentaba todas las variedades del arrendamiento por trabajo, dinero o frutos existentes en el Perú. Para comprobarlo no hay sino que leer lo que acerca de ese sistema escribe Schkaff en su documentado libro sobre la cuestión agraria en Rusia: «Entre el antiguo trabajo servil en que la violencia o la coacción juegan un rol tan grande y el trabajo libre en que la única coacción que subsiste es una coacción puramente económica, aparece todo un sistema transitorio de formas extremadamente variadas que unen los rasgos de la barchtchina y del salariado. Es el otrabototschnaia sistema. El salario es pagado sea en dinero en caso de locación de servicios, sea en productos, sea en tierra; en este último caso (otrabotki en el sentido estricto de la palabra) el propietario presta su tierra al campesino a guisa de salario por el trabajo efectuado por éste en los campos señoriales». «El pago del trabajo, en el sistema de otrabotki, es siempre inferior al salario de libre alquiler capitalista. La retribución en productos hace a los propietarios más independientes de las variaciones de precios observadas en los mercados del trigo y del trabajo. Encuentran en los campesinos de su vecindad una mano de obra más barata y gozan así de un verdadero monopolio local.» «El arrendamiento pagado por el campesino reviste formas diversas: a veces, además de su trabajo, el campesino debe dar dinero y productos. Por una deciatina que recibirá, se comprometerá a trabajar una y media deciatina de tierra señorial, a dar diez huevos y una gallina. Entregará también el estiércol de su ganado, pues todo, hasta el estiércol, se vuelve objeto de pago. Frecuentemente aún el campesino se obliga “a hacer todo lo que exigirá el propietario”, a transportar las cosechas, a cortar la leña, a cargar los fardos28.»
En la agricultura de la sierra se encuentran particular y exactamente estos rasgos de propiedad y trabajo feudales. El régimen del salario libre no se ha desarrollado ahí. El hacendado no se preocupa de la productividad de las tierras. Sólo se preocupa de su rentabilidad. Los factores de la producción se reducen para él casi únicamente a dos: la tierra y el indio. La propiedad de la tierra le permite explotar ilimitadamente la fuerza de trabajo del indio.
La usura practicada sobre esta fuerza de trabajo —que se traduce en la miseria del indio—, se suma a la renta de la tierra, calculada al tipo usual de arrendamiento. El hacendado se reserva las mejores tierras y reparte las menos productivas entre sus braceros indios, quienes se obligan a trabajar de preferencia y gratuitamente las primeras y a contentarse para su sustento con los frutos de las segundas. El arrendamiento del suelo es pagado por el indio en trabajo o frutos, muy rara vez en dinero (por ser la fuerza del indio lo que mayor valor tiene para el propietario), más comúnmente en formas combinadas o mixtas. Un estudio del doctor Ponce de León, de la Universidad del Cuzco, que entre otros informes tengo a la vista, y que revista con documentación de primera mano todas las variedades de arrendamiento y yanaconazgo en ese vasto departamento, presenta un cuadro bastante objetivo —a pesar de las conclusiones del autor, respetuosas a los privilegios de los propietarios— de la explotación feudal. He aquí algunas de sus constataciones: «En la provincia de Paucartambo el propietario concede el uso de sus terrenos a un grupo de indígenas con la condición de que hagan todo el trabajo que requiere el cultivo de los terrenos de la hacienda, que se ha reservado el dueño o patrón. Generalmente trabajan tres días alternativos por semana durante todo el año. Tienen además los arrendatarios o “yanaconas” como se les llama en esta provincia, la obligación de acarrear en sus propias bestias la cosecha del hacendado a esta ciudad sin remuneración; y la de servir de pongos en la misma hacienda o más comúnmente en el Cuzco, donde preferentemente residen los propietarios ». «Cosa igual ocurre en Chumbivilcas. Los arrendatarios cultivan la extensión que pueden, debiendo en cambio trabajar para el patrón cuantas veces lo exija. Esta forma de arrendamiento puede simplificarse así: el propietario propone al arrendatario: utiliza la extensión de terreno que “puedas”, con la condición de trabajar en mi provecho siempre que yo lo necesite.
» «En la provincia de Anta el propietario cede el uso de sus terrenos en las siguientes condiciones: el arrendatario pone de su parte el capital (semilla, abonos) y el trabajo necesario para que el cultivo se realice hasta sus últimos momentos (cosecha). Una vez concluido, el arrendatario y el propietario se dividen por partes iguales todos los productos. Es decir que cada uno de ellos recoge el 50 % de la producción sin que el propietario haya hecho otra cosa que ceder el uso de sus terrenos sin abonarlos siquiera. Pero no es esto todo. El aparcero está obligado a concurrir personalmente a los trabajos del propietario si bien con la remuneración acostumbrada de 25 centavos diarios29.»
La confrontación entre estos datos y los de Schkaff, basta para persuadir de que ninguna de las sombrías faces de la propiedad y el trabajo precapitalistas falta en la sierra feudal.

«Colonialismo» de nuestra agricultura costeña

El grado de desarrollo alcanzado por la industrialización de la agricultura, bajo un régimen y una técnica capitalistas, en los valles de la costa, tiene su principal factor en el interesamiento del capital británico y norteamericano en la producción peruana de azúcar y algodón. De la extensión de estos cultivos no es un agente primario la aptitud industrial ni la capacidad capitalista de los terratenientes. Estos dedican sus tierras a la producción de algodón y caña financiados o habilitados por fuertes firmas exportadoras.
Las mejores tierras de los valles de la costa están sembradas de algodón y caña, no precisamente porque sean apropiadas sólo a estos cultivos, sino porque únicamente ellos importan, en la actualidad, a los comerciantes ingleses y yanquis. El crédito agrícola —subordinado absolutamente a los intereses de estas firmas, mientras no se establezca el Banco Agrícola Nacional—, no impulsa ningún otro cultivo. Los de frutos alimenticios, destinados al mercado interno, están generalmente en manos de pequeños propietarios y arrendatarios. Sólo en los valles de Lima, por la vecindad de mercados urbanos de importancia, existen fundos extensos dedicados por sus propietarios a la producción de frutos alimenticios. En las haciendas algodoneras o azucareras, no se cultiva estos frutos, en muchos casos, ni en la medida necesaria para el abastecimiento de la propia población rural.

El mismo pequeño propietario, o pequeño arrendatario, se encuentra empujado al cultivo del algodón por esta corriente que tan poco tiene en cuenta las necesidades particulares de la economía nacional. El desplazamiento de los tradicionales cultivos alimenticios por el del algodón en las campiñas de la costa donde subsiste la pequeña propiedad, ha constituido una de las causas más visibles del encarecimiento de las subsistencias en las poblaciones de la costa.
Casi únicamente para el cultivo del algodón, el agricultor encuentra facilidades comerciales. Las habilitaciones están reservadas, de arriba a abajo, casi exclusivamente al algodonero. La producción de algodón no está regida por ningún criterio de economía nacional. Se produce para el mercado mundial, sin un control que prevea en el interés de esta economía, las posibles bajas de los precios derivados de períodos de crisis industrial o de superproducción algodonera.
Un ganadero me observaba últimamente que, mientras sobre una cosecha de algodón el crédito que se puede conseguir no está limitado sino por las fluctuaciones de los precios, sobre un rebaño o un criadero, el crédito es completamente convencional o inseguro. Los ganaderos de la costa no pueden contar con préstamos bancarios considerables para el desarrollo de sus negocios. En la misma condición, están todos los agricultores que no pueden ofrecer como garantía de sus empréstitos, cosechas de algodón o caña de azúcar.
Si las necesidades del consumo nacional estuviesen satisfechas por la producción agrícola del país, este fenómeno no tendría ciertamente tanto de artificial. Pero no es así. El suelo del país no produce aún todo lo que la población necesita para su subsistencia. El capítulo más alto de nuestras importaciones es el de «víveres y especias»: Lp. 3’620,235, en el año 1924. Esta cifra, dentro de una importación total de dieciocho millones de libras, denuncia uno de los problemas de nuestra economía.
No es posible la supresión de todas nuestras importaciones de víveres y especias, pero sí de sus más fuertes renglones. El más grueso de todos es la importación de trigo y harina, que en 1924 ascendió a más de doce millones de soles.
Un interés urgente y claro de la economía peruana exige, desde hace mucho tiempo, que el país produzca el trigo necesario para el pan de su población. Si este objetivo hubiese sido alcanzado, el Perú no tendría ya que seguir pagando al extranjero doce o más millones de soles al año por el trigo que consumen las ciudades de la costa.
¿Por qué no se ha resuelto este problema de nuestra economía? No es sólo porque el Estado no se ha preocupado aún de hacer una política de subsistencias.
Tampoco es, repito, porque el cultivo de la caña y el de algodón son los más adecuados al suelo y al clima de la costa. Uno solo de los valles, uno solo de los llanos interandinos —que algunos kilómetros de ferrocarriles y caminos abrirían al tráfico— puede abastecer superabundantemente de trigo, cebada, etc., a toda la población del Perú. En la misma costa, los españoles cultivaron trigo en los primeros tiempos de la colonia, hasta el cataclismo que mudó las condiciones climáticas del litoral. No se estudió posteriormente, en forma científica y orgánica, la posibilidad de establecer ese cultivo. Y el experimento practicado en el Norte, en tierras del «Salamanca», demuestra que existen variedades de trigo resistentes a las plagas que atacan en la costa este cereal y que la pereza criolla, hasta este experimento, parecía haber renunciado a vencer30.
El obstáculo, la resistencia a una solución, se encuentra en la estructura misma de la economía peruana. La economía del Perú es una economía colonial. Su movimiento, su desarrollo, están subordinados a los intereses y a las necesidades de los mercados de Londres y de Nueva York. Estos mercados miran en el Perú un depósito de materias primas y una plaza para sus manufacturas. La agricultura peruana obtiene, por eso, créditos y transportes sólo para los productos que puede ofrecer con ventaja en los grandes mercados. La finanza extranjera se interesa un día por el caucho, otro día por el algodón, otro día por el azúcar. El día en que Londres puede recibir un producto a mejor precio y en cantidad suficiente de la India o del Egipto, abandona instantáneamente a su propia suerte a sus proveedores del Perú. Nuestros latifundistas, nuestros terratenientes, cualesquiera que sean las ilusiones que se hagan de su independencia, no actúan en realidad sino como intermediarios o agentes del capitalismo extranjero.

Proposiciones finales
A las proposiciones fundamentales, expuestas ya en este estudio, sobre los aspectos presentes de la cuestión agraria en el Perú, debo agregar las siguientes:

1.º El carácter de la propiedad agraria en el Perú se presenta como una de las mayores trabas del propio desarrollo del capitalismo nacional. Es muy elevado el porcentaje de las tierras, explotadas por arrendatarios grandes o medios, que pertenecen a terratenientes que jamás han manejado sus fundos.
Estos terratenientes, por completo extraños y ausentes de la agricultura y de sus problemas, viven de su renta territorial sin dar ningún aporte de trabajo ni de inteligencia a la actividad económica del país. Corresponden a la categoría del aristócrata o del rentista, consumidor improductivo. Por sus hereditarios derechos de propiedad perciben un arrendamiento que se puede considerar como un canon feudal. El agricultor arrendatario corresponde, en cambio, con más o menos propiedad, al tipo de jefe de empresa capitalista. Dentro de un verdadero sistema capitalista, la plusvalía obtenida por su empresa, debería beneficiar a este industrial y al capital que financiase sus trabajos. El dominio de la tierra por una clase de rentistas, impone a la producción la pesada carga de sostener una renta que no está sujeta a los eventuales descensos de los productos agrícolas. El arrendamiento no encuentra, generalmente, en este sistema, todos los estímulos indispensables para efectuar los trabajos de perfecta valorización de las tierras y de sus cultivos e instalaciones. El temor a un aumento de la locación, al vencimiento de su escritura, lo induce a una gran parsimonia en las inversiones. La ambición del agricultor arrendatario es, por supuesto, convertirse en propietario; pero su propio empeño contribuye al encarecimiento de la propiedad agraria en provecho de los latifundistas. Las condiciones incipientes del crédito agrícola en el Perú impiden una más intensa expropiación capitalista de la tierra para esta clase de industriales. La explotación capitalista e industrialista de la tierra, que requiere para su libre y pleno desenvolvimiento la eliminación de todo canon feudal, avanza por esto en nuestro país con suma lentitud. Hay aquí un problema, evidente no sólo para un criterio socialista sino, también, para un criterio capitalista. Formulando un principio que integra el programa agrario de la burguesía liberal francesa, Edouard Herriot afirma que «la tierra exige la presencia real31». No está demás remarcar que a este respecto el Occidente no aventaja por cierto al Oriente, puesto que la ley mahometana establece, como lo observa Charles Gide, que «la tierra pertenece al que la fecunda y vivifica».

2.º El latifundismo subsistente en el Perú se acusa, de otro lado, como la más grave barrera para la inmigración blanca. La inmigración que podemos esperar es, por obvias razones, de campesinos provenientes de Italia, de Europa Central y de los Balcanes. La población urbana occidental emigra en mucha menor escala y los obreros industriales saben, además, que tienen muy poco que hacer en la América Latina. Y bien. El campesino europeo no viene a América para trabajar como bracero, sino en los casos en que el alto salario le consiente ahorrar largamente. Y éste no es el caso del Perú.
Ni el más miserable labrador de Polonia o de Rumania aceptaría el tenor de vida de nuestros jornaleros de las haciendas de caña o algodón. Su aspiración es devenir pequeño propietario. Para que nuestros campos estén en grado de atraer esta inmigración es indispensable que puedan brindarle tierras dotadas de viviendas, animales y herramientas y comunicadas con ferrocarriles y mercados. Un funcionario o propagandista del fascismo, que visitó el Perú hace aproximadamente tres años, declaró en los diarios locales que nuestro régimen de gran propiedad era incompatible con un programa de colonización e inmigración capaz de atraer al campesino italiano.

3.º El enfeudamiento de la agricultura de la costa a los intereses de los capitales y los mercados británicos y americanos, se opone no sólo a que se organice y desarrolle de acuerdo con las necesidades específicas de la economía nacional —esto es asegurando primeramente el abastecimiento de la población— sino también a que ensaye y adopte nuevos cultivos. La mayor empresa acometida en este orden en los últimos años —la de las plantaciones de tabaco de Tumbes— ha sido posible sólo por la intervención del Estado. Este hecho abona mejor que ningún otro la tesis de que la política liberal del laisser faire, que tan pobres frutos ha dado en el Perú, debe ser definitivamente reemplazada por una política social de nacionalización de las grandes fuentes de riqueza.
4.º La propiedad agraria de la costa, no obstante los tiempos prósperos de que ha gozado, se muestra hasta ahora incapaz de atender los problemas de la salubridad rural, en la medida que el Estado exige y que es, desde luego, asaz modesta. Los requerimientos de la Dirección de Salubridad Pública a los hacendados no consiguen aún el cumplimiento de las disposiciones vigentes contra el paludismo. No se ha obtenido siquiera un mejoramiento general de las rancherías. Está probado que la población rural de la costa arroja los más altos índices de mortalidad y morbilidad del país. (Exceptúase naturalmente los de las regiones excesivamente mórbidas de la selva.) La estadística demográfica del distrito rural de Pativilca acusaba hace tres años una mortalidad superior a la natalidad. Las obras de irrigación, como lo observa el ingeniero Sutton a propósito de la de Olmos, comportan posiblemente la más radical solución del problema de las paludes o pantanos. Pero, sin las obras de aprovechamiento de las aguas sobrantes del río Chancay realizadas en Huacho por el señor Antonio Graña, a quien se debe también un interesante plan de colonización, y sin las obras de aprovechamiento de las aguas del subsuelo practicadas en Chiclín y alguna otra negociación del Norte, la acción del capital privado en la irrigación de la costa peruana resultaría verdaderamente insignificante en los últimos años.
5.º En la sierra, el feudalismo agrario sobreviviente se muestra del todo inepto como creador de riqueza y de progreso. Excepción hecha de las negociaciones ganaderas que exportan lana y alguna otra, en los valles y planicies serranos el latifundio tiene una producción miserable. Los rendimientos del suelo son ínfimos; los métodos de trabajo, primitivos. Un órgano de la prensa local decía una vez que en la sierra peruana el gamonal aparece relativamente tan pobre como el indio. Este argumento —que resulta completamente nulo dentro de un criterio de relatividad— lejos de justificar al gamonal, lo condena inapelablemente. Porque para la economía moderna —entendida como ciencia objetiva y concreta— la única justificación del capitalismo y de sus capitanes de industria y de finanza está en su función de creadores de riqueza. En el plano económico, el señor feudal o gamonal es el primer responsable del poco valor de sus dominios. Ya hemos visto cómo este latifundista no se preocupa de la productividad sino de la rentabilidad de la tierra. Ya hemos visto también cómo, a pesar de ser sus tierras las mejores, sus cifras de producción no son mayores que las obtenidas por el indio, con su primitivo equipo de labranza, en sus magras tierras comunales. El gamonal, como factor económico, está, pues, completamente descalificado.
6.º Como explicación de este fenómeno se dice que la situación económica de la agricultura de la sierra depende absolutamente de las vías de comunicación y transporte. Quienes así razonan no entienden sin duda la diferencia orgánica, fundamental, que existe entre una economía feudal o semifeudal y una economía capitalista. No comprenden que el tipo patriarcal primitivo de terrateniente feudal es sustancialmente distinto del tipo del moderno jefe de empresa. De otro lado el gamonalismo y el latifundismo aparecen también como un obstáculo hasta para la ejecución del propio programa vial que el Estado sigue actualmente. Los abusos e intereses de los gamonales se oponen totalmente a una recta aplicación de la ley de conscripción vial. El indio la mira instintivamente como un arma del gamonalismo.
Dentro del régimen inkaico, el servicio vial debidamente establecido sería un servicio público obligatorio, del todo compatible con los principios del socialismo moderno; dentro del régimen colonial de latifundio y servidumbre, el mismo servicio adquiere el carácter odioso de una «mita».

Referencias
1. Luis E. Valcárcel, Del Ayllu al Imperio, pág. 166.
2. César Antonio Ugarte, Bosquejo de la Historia Económica del Perú, pág. 9.
3. Javier Prado, «Estado Social del Perú durante la dominación española», en Anales Universitarios del Perú, tomo XXII, págs. 125 y 126.
4. Ugarte, ob. citada, pág. 64.
5. José Vasconcelos, Indología.
6. Javier Prado, ob. citada, pág. 37.
7. Georges Sorel, Introduction à l’economie moderne, págs. 120 y 130.
8. Ugarte, ob. citada, pág. 24.
9. Eugéne Schkaff, La Question Agraire en Russie, pág. 118.
10. Esteban Echeverría, Antecedentes y primeros pasos de la revolución de Mayo.
11. Vasconcelos, conferencia sobre «El Nacionalismo en la América Latina», en Amauta Nº 4, pág. 15. Este juicio, exacto en lo que respecta a las relaciones entre caudillaje militar y propiedad agraria en América, no es igualmente válido para todas las épocas y situaciones históricas. No es posible suscribirlo sin esta precisa reserva.
12. Ugarte, ob. citada, pág. 57.
13. Le Pérou Contemporain, págs. 98 y 99.
14. Ugarte, ob. citada, pág. 58
15. Si la evidencia histórica del comunismo inkaico no apareciese incontestable, la comunidad, órgano específico de comunismo, bastaría para despejar cualquier duda. El «despotismo» de los inkas ha herido sin embargo, los escrúpulos liberales de algunos espíritus de nuestro tiempo. Quiero reafirmar aquí la defensa que hice del comunismo inkaico objetando la tesis de su más reciente impugnador, Augusto Aguirre Morales, autor de la novela El Pueblo del Sol.
El comunismo moderno es una cosa distinta del comunismo inkaico. Esto es lo primero que necesita aprender y entender, el hombre de estudio que explora el Tawantinsuyo. Uno y otro comunismo son un producto de diferentes experiencias humanas. Pertenecen a distintas épocas históricas. Constituyen la elaboración de disímiles civilizaciones. La de los inkas fue una civilización agraria.
La de Marx y Sorel es una civilización industrial. En aquélla el hombre se sometía a la naturaleza. En ésta la naturaleza se somete a veces al hombre. Es absurdo, por ende, confrontar las formas y las instituciones de uno y otro comunismo. Lo único que puede confrontarse es su incorpórea semejanza esencial, dentro de la diferencia esencial y material de tiempo y de espacio. Y para esta confrontación hace falta un poco de relativismo histórico. De otra suerte se corre el riesgo cierto de caer en los clamorosos errores en que ha caído Víctor Andrés Belaunde en una tentativa de este género.
Los cronistas de la conquista y de la colonia miraron el panorama indígena con ojos medioevales. Su testimonio indudablemente no puede ser aceptado, sin beneficio de inventario.
Sus juicios corresponden inflexiblemente a sus puntos de vista españoles y católicos. Pero Aguirre Morales es, a su turno, víctima del falaz punto de vista. Su posición en el estudio del Imperio Inkaico no es una posición relativista. Aguirre considera y examina el Imperio con apriorismos liberales e individualistas. Y piensa que el pueblo inkaico fue un pueblo esclavo e infeliz porque careció de libertad.
La libertad individual es un aspecto del complejo fenómeno liberal. Una crítica realista puede definirla como la base jurídica de la civilización capitalista (Sin el libre arbitrio no habría libre tráfico, ni libre concurrencia, ni libre industria). Una crítica idealista puede definirla como una adquisición del espíritu humano en la edad moderna. En ningún caso, esta libertad cabía en la vida inkaica. El hombre del Tawantinsuyo no sentía absolutamente ninguna necesidad de libertad individual. Así como no sentía absolutamente, por ejemplo, ninguna necesidad de libertad de imprenta. La libertad de imprenta puede servirnos para algo a Aguirre Morales y a mí; pero los indios podían ser felices sin conocerla y aun sin concebirla. La vida y el espíritu del indio no estaban atormentados por el afán de especulación y de creación intelectuales. No estaban tampoco subordinados a la necesidad de comerciar, de contratar, de traficar. ¿Para qué podría servirle, por consiguiente, al indio esta libertad inventada por nuestra civilización? Si el espíritu de la libertad se reveló al quechua, fue sin duda en una fórmula o, más bien, en una emoción diferente de la fórmula liberal, jacobina e individualista de la libertad. La revelación de la libertad, como la revelación de Dios, varía con las edades, los pueblos y los climas. Consustanciar la idea abstracta de la libertad con las imágenes concretas de una libertad con gorro frigio —hija del protestantismo y del renacimiento y de la revolución francesa— es dejarse coger por una ilusión que depende tal vez de un mero, aunque no desinteresado, astigmatismo filosófico de la burguesía y de su democracia.
La tesis de Aguirre, negando el carácter comunista de la sociedad inkaica, descansa íntegramente en un concepto erróneo. Aguirre parte de la idea de que autocracia y comunismo son dos términos inconciliables. El régimen inkaico —constata— fue despótico y teocrático; luego —afirma— no fue comunista.
Mas el comunismo no supone, históricamente, libertad individual ni sufragio popular. La autocracia y el comunismo son incompatibles en nuestra época; pero no lo fueron en sociedades primitivas. Hoy un orden nuevo no puede renunciar a ninguno de los progresos morales de la sociedad moderna. El socialismo contemporáneo —otras épocas han tenido otros tipos de socialismo que la historia designa con diversos nombres— es la antítesis del liberalismo; pero nace de su entraña y se nutre de su experiencia. No desdeña ninguna de sus conquistas intelectuales. No escarnece y vilipendia sino sus limitaciones. Aprecia y comprende todo lo que en la idea liberal hay de positivo: condena y ataca sólo lo que en esta idea hay de negativo y temporal.
Teocrático y despótico fue, ciertamente, el régimen inkaico. Pero este es un rasgo común de todos los regímenes de la antigüedad. Todas las monarquías de la historia se han apoyado en el sentimiento religioso de sus pueblos. El divorcio del poder temporal y del poder espiritual es un hecho nuevo. Y más que un divorcio es una separación de cuerpos. Hasta Guillermo de Hohenzollern los monarcas han invocado su derecho divino. No es posible hablar de tiranía abstractamente. Una tiranía es un hecho concreto. Y es real sólo en la medida en que oprime la voluntad de un pueblo o en que contraría y sofoca su impulso vital. Muchas veces, en la antigüedad, un régimen absolutista y teocrático ha encarnado y representado, por el contrario, esa voluntad y ese impulso. Este parece haber sido el caso del imperio inkaico. No creo en la obra taumatúrgica de los Inkas. Juzgo evidente su capacidad política, pero juzgo no menos evidente que su obra consistió en construir el Imperio con los materiales humanos y los elementos morales allegados por los siglos. El ayllu —la comunidad—, fue la célula del Imperio. Los Inkas hicieron la unidad, inventaron el Imperio; pero no crearon la célula. El Estado jurídico organizado por los Inkas reprodujo, sin duda, el Estado natural preexistente. Los Inkas no violentaron nada. Está bien que se exalte su obra; no que se desprecie y disminuya la gesta milenaria y multitudinaria de la cual esa obra no es sino una expresión y una consecuencia.
No se debe empequeñecer, ni mucho menos negar, lo que en esa obra pertenece a la masa. Aguirre, literato individualista, se complace en ignorar en la historia a la muchedumbre. Su mirada de romántico busca exclusivamente al héroe.
Los vestigios de la civilización inkaica declaran unánimemente, contra la requisitoria de Aguirre Morales. El autor de El Pueblo del Sol invoca el testimonio de los millares de huacos que han desfilado ante sus ojos. Y bien. Esos huacos dicen que el arte inkaico fue un arte popular. Y el mejor documento de la civilización inkaica es, acaso, su arte. La cerámica estilizada sintetista de los indios no puede haber sido producida por un pueblo grosero y bárbaro. James George Frazer —muy distante espiritual y físicamente de los cronistas de la colonia—, escribe: «Remontando el curso de la historia, se encontrará que no es por un puro accidente que los primeros grandes pasos hacia la civilización han sido hechos bajo gobiernos despóticos y teocráticos como los de la China, del Egipto, de Babilonia, de México, del Perú, países en todos los cuales el jefe supremo exigía y obtenía la obediencia servil de sus súbditos por su doble carácter de rey y de dios. Sería apenas una exageración decir que en esa época lejana el despotismo es el más grande amigo de la humanidad y por paradojal que esto parezca, de la libertad. Pues después de todo, hay más libertad, en el mejor sentido de la palabra —libertad de pensar nuestros pensamientos y de modelar nuestros destinos—, bajo el despotismo más absoluto y la tiranía más opresora que bajo la aparente libertad de la vida salvaje, en la cual la suerte del individuo, de la cuna a la tumba, es vaciada en el molde rígido de las costumbres hereditarias» (The Golden Bough, Part. I).
Aguirre Morales dice que en la sociedad inkaica se desconocía el robo por una simple falta de imaginación para el mal. Pero no se destruye con una frase de ingenioso humorismo literario un hecho social que prueba, precisamente, lo que Aguirre se obstina en negar: el comunismo inkaico. El economista francés Charles Gide piensa que más exacta que la célebre fórmula de Proudhon, es la siguiente fórmula: «El robo es la propiedad». En la sociedad inkaica no existía el robo porque no existía la propiedad. O, si se quiere, porque existía una organización socialista de la propiedad.

Invalidemos y anulemos, si hace falta, el testimonio de los cronistas de la colonia. Pero es el caso que la teoría de Aguirre busca amparo, justamente, en la interpretación, medioeval en su espíritu, de esos cronistas de la forma de distribución de las tierras y de los productos. Los frutos del suelo no son atesorables. No es verosímil, por consiguiente, que las dos terceras partes fuesen acaparadas para el consumo de los funcionarios y sacerdotes del Imperio. Mucho más verosímil es que los frutos que se supone reservados para los nobles y el Inka, estuviesen destinados a constituir los depósitos del Estado. Y que representasen, en suma, un acto de providencia social, peculiar y característico en un orden socialista.
16. Castro Pozo, Nuestra Comunidad Indígena.
17. Ibíd., págs. 16 y 17.
18. Escrito este trabajo, encuentro en el libro de Haya de la Torre Por la emancipación de la América Latina, conceptos que coinciden absolutamente con los míos sobre la cuestión agraria en general y sobre la comunidad indígena en particular. Partimos de los mismos puntos de vista, de manera que es forzoso que nuestras conclusiones sean también las mismas.
19. Castro Pozo, ob. citada, págs. 66 y 67.
20. Ibíd., pág. 434.
21. Schkaff, ob. citada, pág. 188.
22. Castro Pozo, ob. citada, pág. 47. El autor tiene observaciones muy interesantes sobre los elementos espirituales de la economía comunitaria. «La energía, perseverancia e interés —apunta— con que un comunero siega, gavilla el trigo o la cebada, quipicha (Quipichar: cargar a la espalda. Costumbre indígena extendida en toda la sierra. Los cargadores, fleteros y estibadores de la costa, cargan sobre el hombro) y desfila, a paso ligero, hacia la era alegre, corriéndole una broma al compañero o sufriendo la del que va detrás halándole el extremo de la manta, constituyen una tan honda y decisiva diferencia, comparados con la desidia, frialdad, laxitud del ánimo y, al parecer, cansancio, con que prestan sus servicios los yanaconas, en idénticos trabajos u otros de la misma naturaleza; que a primera vista salta el abismo que diversifica el valor de ambos estados psicofísicos, y la primera interrogación que se insinúa al espíritu, es la de ¿qué influencia ejerce en el proceso del trabajo su objetivación y finalidad concreta e inmediata?»

23. Sorel, que tanta atención ha dedicado a los conceptos de Proudhon y Le Play sobre el rol de la familia en la estructura y el espíritu de la sociedad, ha considerado con buida y sagaz penetración «la parte espiritual del medio económico ». Si algo ha echado de menos en Marx, ha sido un insuficiente espíritu jurídico, aunque haya convenido en que este aspecto de la producción no escapaba al dialéctico de Tréveris. «Se sabe —escribe en su Introduction a l’economie moderne— que la observación de las costumbres de las familias de la plana sajona impresionó mucho a Le Play en el comienzo de sus viajes y ejerció una influencia decisiva sobre su pensamiento. Me he preguntado si Marx no había pensado en estas antiguas costumbres cuando ha acusado al capitalismo de hacer del proletario un hombre sin familia.» Con relación a las observaciones de Castro Pozo, quiero recordar otro concepto de Sorel: «El trabajo depende, en muy vasta medida, de los sentimientos que experimentan los obreros ante su tarea».
24. Schkaff, ob. citada, pág. 135.
25. No hay que olvidar, por lo que toca a los braceros serranos, el efecto extenuante de la costa cálida e insalubre en el organismo del indio de la sierra, presa segura del paludismo, que lo amenaza y predispone a la tuberculosis. Tampoco hay que olvidar el profundo apego del indio a sus lares y a su naturaleza. En la costa se siente un exiliado, un mitimae.
26. Una de las constataciones más importantes a que este tópico conduce es la de la íntima solidaridad de nuestro problema agrario con nuestro problema demográfico. La concentración de las tierras en manos de los gamonales constituye un freno, un cáncer de la demografía nacional. Sólo cuando se haya roto esa traba del progreso peruano, se habrá adoptado realmente el principio sudamericano: «Gobernar es poblar».
27. El proyecto concebido por el Gobierno con el objeto de crear la pequeña propiedad agraria se inspira en el criterio económico liberal y capitalista. En la costa su aplicación, subordinada a la expropiación de fundos y a la irrigación de tierras eriazas, puede corresponder aún a posibilidades más o menos amplias de colonización. En la sierra sus efectos serían mucho más restringidos y dudosos. Como todas las tentativas de dotación de tierras que registra nuestra historia republicana, se caracteriza por su prescindencia del valor social de la «comunidad» y por su timidez ante el latifundista cuyos intereses salvaguarda con expresivo celo. Estableciendo el pago de la parcela al contado o en 20 anualidades, resulta inaplicable en las regiones de sierra donde no existe todavía una economía comercial monetaria. El pago, en estos casos, debería ser estipulado no en dinero sino en productos. El sistema del Estado de adquirir fundos para repartirlos entre los indios manifiesta un extremado miramiento por los latifundistas, a los cuales ofrece la ocasión de vender fundos poco productivos o mal explotados, en condiciones ventajosas.
28. Schkaff, ob. citada, págs. 133, 134 y 135.
29. Francisco Ponce de León, Sistemas de arrendamiento de terrenos de cultivo en el departamento del Cuzco y el problema de la tierra.
30. Los experimentos recientemente practicados, en distintos puntos de la costa por la Comisión Impulsora del Cultivo del Trigo, han tenido, según se anuncia, éxito satisfactorio. Se ha obtenido apreciables rendimientos de la  variedad «Kappli Emmer» —inmune a la «roya»—, aun en las «lomas».
31. Herriot, Créer.